Pero en las zonas de más vieja colonización el orden social está marcado por la existencia de desigualdades que alimentan tensiones crecientes. En los últimos tiempos coloniales estas tensiones llevan a una impaciencia igualmente en aumento frente a otra línea de diferenciación que, sin estar recogida en el esquema de sociedad tenido por válido, se ve gravitar de modo que comienza a parecer insoportable. Es la que opone a los españoles europeos y a los americanos; a los primeros se los acusa muy frecuentemente de monopolizar las dignidades administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los hijos del país el acceso a los niveles más altos dentro de los oficios de la República.
Estas imputaciones iban a ser reiteradas incansablemente por los jefes de la revolución; sería sin duda peligroso recoger como conclusiones seguras sus invectivas apasionadas contra la codicia de cargos de los peninsulares; por otra parte no es seguro que, contra lo que esas protestas suponían, la parte de los peninsulares en la vida administrativa y eclesiástica de las Indias haya aumentado a lo largo del siglo XVIII. Pero era el peso mismo de la iglesia y sobre todo el de la administración el que había aumentado extraordinariamente a lo largo del siglo XVIII; las reformas carloterceristas habían creado finalmente un verdadero cuerpo de funcionarios para las Indias; entre ellos la parte correspondiente a los oriundos de la metrópoli era –aunque menor de lo que iba a afirmar la propaganda revolucionaria– preponderante.
Al mismo tiempo el resurgimiento económico de España –limitado pero indudable– tenía como eco ultramarino el establecimiento de nuevos grupos comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al mantenimiento del lazo colonial y ubicados a poco tiempo de su llegada en situaciones económicamente hegemónicas, adquiridas y consolidadas en más de un caso gracias a los apoyos recibidos de funcionarios de origen igualmente peninsular.
He aquí entonces muy buenos motivos para que las clases altas locales, para que el clero criollo, los funcionarios de nivel más modesto reclutados y limitados en sus posibilidades de ascenso, coincidan en un aborrecimiento creciente contra los peninsulares. Pero este sentimiento se encuentra demasiado difundido, alcanza niveles demasiado bajos dentro de la sociedad, para que basten como explicación las consecuencias reales de los privilegios que implícitamente se reconocen a los europeos. Parece ser más bien que otras formas de tensión, debidas a situaciones muy variadas, tendían a expresarse en este aborrecimiento al peninsular. En particular, el resentimiento provocado por la escasez de oportunidades que la sociedad virreinal ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos.
Esta sociedad se vinculaba a una economía que –salvo sectores destinados a una gran expansión futura, pero por el momento aún no dominantes– se había renovado menos de lo que se hubiese podido esperar; por otra parte la ordenación de castas en el Interior, y una estructura social rígida en las ciudades del Litoral, ubicaban a grupos relativamente numerosos en niveles que no tenían cómo mantener económicamente: la gente decente pobre del Interior, ansiosa de no perder por mezcla con las castas el resto último de su superioridad; los libres pobres de las ciudades litorales, acorralados por la competencia de la mano de obra esclava, son los ejemplos más claros de una situación que se produce en forma apenas menos evidente en las demás fronteras internas de la sociedad virreinal. Y la sucesión de las generaciones ha de replantear, agudizado, el problema: no sólo los que se mantienen a duras penas en los márgenes últimos de la respetabilidad, también los comerciantes que se ubican en la cima de la sociedad porteña deben enfrentarlo para sus hijos; esas dificultades explican acaso la preferencia por la carrera del foro junto con el desapego por otras más directamente dependientes del favor oficial.
En ese odio al peninsular –cuya presencia es una de las consecuencias más duramente sentida de la condición colonial– comulgan entonces sectores sociales muy vastos; se manifiesta con particular intensidad en los niveles más bajos, que no tienen en el mantenimiento del vínculo colonial intereses que impulsen a callarlo o por lo menos a moderarlo. Azara lo vio lúcidamente como factor dominante en esos sectores marginales demasiado numerosos que encerraban las ciudades litorales; encontrar trabajo para ellos (venciendo lo que el observador peninsular juzgaba como amor al ocio innato)[47] era entonces urgentemente necesario para asegurar su vacilante lealtad. Pero precisamente era el orden colonial el incapaz de asignarles funciones precisas; en estas condiciones el encono contra el español europeo, cuyos privilegios no estaban consagrados por la ordenación social tenida universalmente por válida, debía mantener toda su virulencia.
La sociedad rioplatense está de este modo menos tocada de lo que cabría esperar por los impulsos renovadores que se insinúan en la economía. Aún menos lo están la cultura y el estilo de vida: la rígida imagen que la sociedad rioplatense se forma de sí misma no es sino un aspecto de su adhesión a un estilo de vida que sigue siendo sustancialmente barroco. Incluso las nuevas instituciones creadas por la monarquía reformadora se impregnan de esa concepción jerárquica de la realidad social, trasuntada en una rígida etiqueta destinada precisamente a poner en evidencia esas jerarquías. He aquí un pleito del señor gobernador-intendente de Salta contra algunos oficiales, a los que exigía que todos los domingos le presentaran, en lo que llamaba su palacio, saludos respetuosos. Al fallar, si bien el virrey recuerda al intendente que al fin y al cabo su corte salteña no es la de Madrid, por otra parte aconseja a los oficiales que, como acto de subordinación sin duda no obligatorio pero sí altamente estimable, acudan a otorgar el exigido tributo hebdomadario de cortesías.[48] De este modo los funcionarios del despotismo ilustrado se pierden con delicia en los laberintos de precedencias, ubicaciones preferentes en procesiones y ceremonias, derecho a usar trajes ornados, que sería erróneo creer vacío de sentido (si lo estuviera, ¿cómo habría podido apasionar a menudo a hombres perspicaces y activos?); un laberinto de ceremonias rituales en el que se refleja aún el gusto barroco por la representación, consecuencia a su vez de una imagen muy precisa de la realidad y de la sociedad entera.
Pese a la intensa participación eclesiástica en la renovación ilustrada, la piedad rioplatense permanece del todo fiel a esa tradición barroca. La iglesia juega un papel muy importante en la vida rioplatense; la expulsión de los jesuitas ha significado sin duda un cambio de peso en esa situación; sin embargo, es el historiador, a dos siglos de los contemporáneos del episodio, quien advierte mejor las consecuencias. Pese a dicho cambio, la iglesia y las órdenes siguen siendo organismos poderosos; estas últimas, gracias a la avidez con que se lanzan sobre el vacío dejado por los expulsados logran heredar una parte –aunque pequeña– de su poder y prestigio. Por otra parte basta recoger el testimonio de una muy perspicaz observadora de la vida porteña en el primer decenio del siglo XIX (que habiéndola conocido desde adentro la observaba ya desde la perspectiva aportada por la secularización posrevolucionaria) para advertir cómo el tono sustancialmente eclesiástico de toda la vida pública permanece inalterado hasta la revolución: fiestas y procesiones siguen escandiendo el ritmo anual de la vida colectiva; la elección de superiores en los conventos apasiona a barrios enteros; si un ideal de piedad más apacible ha suprimido a los ensangrentados disciplinantes, el gusto por el espectáculo suntuoso se mantiene y las niñas vestidas de ángeles, “que es como visten las bailarinas ahora”, marchan por las calles en las procesiones, para embeleso de sus madres, y las familias gastan en esas funciones lo que no tienen. También las ceremonias de iglesia son enriquecidas por una imaginación amiga de lo aparatoso y sorprendente: falsas nubes de algodón y tela se abren para revelar a los fieles una viviente figura angélica, envuelta en gasa y dotada de vaporosas alas postizas, peligrosamente suspendida del techo del templo. Estos golpes de escena son apreciados por un público educado para ello, y el nombre de la ingeniosa devota a la que se deben goza de una celebridad nada efímera.[49]
En estas condiciones, sólo una adhesión estricta al estilo de devoción autoritaria aportado por la Contrarreforma explica que la iglesia controle la observancia de sus devociones con un rigor que el entusiasmo de sus fieles, devoto y profano a la vez, hace innecesario; de todos modos, un sabio pero no sencillo sistema de cédulas y recibos permite asegurar que todos cumplan el precepto pascual.
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