Esta interpenetración entre sectores se ve acelerada por la modernización económica; en rigor, data de más antiguo. Contra lo que supone una imagen excesivamente esquemática de la sociedad tradicional, sus mismas insuficiencias técnicas imponen la existencia de un vasto sector de población itinerante: la dificultad de mover las cosas obliga a moverse a los hombres. El transporte consume mucho esfuerzo humano; en Mendoza, al comenzar el siglo XIX, un décimo de la población está formada por carreteros;[53] en otras comarcas andinas son los arrieros los que predominan. Y los oficios más variados incluyen, muy inesperadamente, la necesidad de largo viajes: los curtidores tucumanos van a comprar cueros a las tierras más pobres de la zona andina: los labradores de la huerta sanjuanina –según un uso que todavía pudo hallar en vigencia Juan Alfonso Carrizo, hacia 1930–[54] iban a buscar abono para sus tierras en los corrales de ovejas de los Llanos riojanos. Y hay categorías enteras que no tienen sede fija: fabricante de ladrillos de adobe, tapiador, cosechador de cereales… La expansión ganadera, el ascenso del Litoral, no sólo van a colocar en primer plano otros oficios itinerantes, bien pronto prestigiosos –domador, herrador–, no sólo van a convocar a la zona agrícola que sirve a las necesidades cada vez más amplias de Buenos aires a un número en aumento de inmigrantes temporarios de Córdoba, Santiago, San Luis. Inauguran además un flujo que ya no ha de interrumpirse y que lleva para siempre hombres del Interior agrícola y artesanal al Litoral en ascenso. De este modo la escasez de hombres se difunde al Interior y se hace sentir dentro de él en las comarcas en que se da cierta expansión local: es el caso de las tierras ganaderas que en los Llanos de la Rioja puebla el padre de Facundo Quiroga, con hombres de San Juan, Córdoba y Catamarca. La avidez de hombres no se detiene en las tierras cristianas: indios paganos del Chaco, incorporados sólo temporalmente a la vida española, contribuyen a asegurar la navegación del Paraná; algunas veces, tras varios años de servir a cristianos, retoman sus lanzas que han dejado en depósito al entrar en tierras colonizadas y se reintegran a su tribu; en algún caso, más expeditivamente, vuelven a la vida salvaje asesinando a su contramaestre y desapareciendo con la embarcación puesta a su cargo.[55] En Salta, en Jujuy, en las tierras bajas que se pueblan sobre la misma línea de frontera, son indios chiriguanos y chanés los que todos los años surgen de la selva chaqueña para participar en la zafra y en la fabricación del azúcar, terminando el trabajo se vuelven a sus sedes, “henchidos de azúcar como abejas”, tal como pudo todavía describirlos, siglo y medio más tarde, una viajero francés.[56]
También ellos son paganos, e indios paganos hay –aunque en menor número– en las estancias y aun en la ciudad de Buenos Aires. Encontramos aquí una derogación a esa misión evangelizadora que España se había fijado al conquistar América, y que la escasez de hombres le obligaba a llevar delante de modo más gradual y apacible; el caso más escandaloso era sin duda el de los payaguás establecidos en Asunción. Estos pescadores y canoeros venidos del Chaco, utilísimos para la navegación fluvial, se habían establecido en la capital paraguaya a partir de 1740; hasta 1790 no se bautizaron, y mientras tanto celebraban anualmente una sangrienta orgía, la “fiesta de junio”, que congregaba a un público fascinado en torno de los danzarines desnudos y ensangrentados.[57]
Pero, aunque mejor utilizados gracias a una redistribución interna, los recursos humanos seguían siendo escasos. Y por otra parte esa redistribución no seguía el ritmo de las transformaciones económicas: todavía en 1810 el Interior mostraba una población más abundante que el Litoral en expansión. Datos que sería imprudente utilizar si no con un gran margen de aproximación dan para el Interior, en la década de 1770, una población total de 200.000 habitantes: la del Litoral podía estimarse en poco más de una cuarta parte (37.000 para Buenos Aires y su campaña, 5000 y 6000 para Corrientes y Santa Fe). En las décadas que siguieron hasta la revolución, el ascenso del Litoral fue desde luego más rápido que el del Interior; la población urbana de Buenos Aires era hacia 1810 de 40.000 habitantes, la de su campaña podía considerarse equivalente; si Santa Fe había avanzado poco (la apertura de nuevas tierras había hecho sentir sus consecuencias en Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental), para la región en su conjunto podía calcularse una población de 160.000 habitantes. Al mismo tiempo la población del Interior había crecido (en algún caso –como el de Córdoba– tan velozmente que puede pensarse también que la confección de los padrones se había hecho más meticulosa); atribuir a la región 300.000 habitantes en el momento de la revolución no parece excesivo.[58] Pese a ese aumento del Litoral, la escasez de población sigue haciéndose sentir en él más duramente que en el Interior; pese a las modalidades de ese aumento, algunos rasgos diferenciales de la distribución ecológica en el Litoral se mantienen, aunque atenuados: el más importante es la alta proporción de población urbana; la persistencia de este rasgo mostraba cómo el avance demográfico litoral se vinculaba con su nueva posición mercantil, a la vez que con su expansión ganadera.
Ese avance de población, tenido por insuficiente, fue posible sobre todo gracias al crecimiento vegetativo y a las migraciones internas. Intervinieron también otros factores: la inmigración metropolitana y la importación de esclavos.
La inmigración –casi totalmente espontánea– contribuyó indudablemente al crecimiento litoral; no es fácil medir su influjo ya que, por una parte, los ingresos fueron en alta proporción clandestinos, y por otra los padrones no suelen discriminar –hasta después de 1810– entre españoles europeos y americanos. Testimonios impresionistas nos muestran no sólo una inmigración peninsular que se vuelca hacia los sectores mercantiles y burocráticos urbanos, sino también otra (de desertores y polizontes) que prefiere alejarse de la relativa vigilancia de la ciudad, y se orienta hacia las afueras y aun hacia la plena campaña; la importancia de esta última no es fácil de medir; por otra parte, no hace sino anticipar una corriente que se mantendrá a lo largo del siglo XIX y habrá de inquietar a los representantes de más de un país con comercio activo en el Plata, formada por marineros desertores de muy variado origen. Esta corriente, sin embargo, no parece haber influido considerablemente en el avance demográfico de la provincia.
Mayor importancia numérica tuvo sin duda la introducción de esclavos. Esta era la solución habitual en las últimas etapas coloniales para el problema planteado por la escasez de mano de obra; es usual señalar qué razones impidieron, en el Río de la Plata, que la gravitación del régimen esclavista alcanzase