La exportación de metálico altoperuano se valúa en millones; la de productos de la ganadería litoral se ubica en el nivel de $ 1.000.000 anuales; cuando abandonamos estos dos núcleos dominantes de la economía virreinal y pasamos a sus subordinados, encontramos niveles mucho más modestos.
Examinemos primero a Tucumán, de cuyo comercio activo y pasivo para 1805 dio el diputado Salvador de Alberdi un admirable informe al Consulado de Buenos Aires.[33] Tucumán importa anualmente por valor de $ 140.000; de ellos, dos tercios son efectos de Castilla, textiles cuyos consumidores se encuentran no sólo entre los sectores altos, sino –en una región excepcionalmente próspera– aun en el pueblo de la campaña, que “reserva las telas y lienzos de Castilla para los días que se visten de gala”. De Chile y el Perú importa en el orden de $ 10.000; de la zona andina $ 24.000; como importadora Tucumán se encuentra más ligada a la metrópoli que a las zonas limítrofes y más pobres.
Como exportadora, sus relaciones son más complejas: el rubro principal es la carretería, con $ 70.000; su destino es sobre todo el Litoral. En segundo lugar hallamos el ganado en pie, valuado en $ 53.000, y destinado al Alto y Bajo Perú. En tercer término se cuentan las suelas y cueros curtidos, por valor de $ 30.000, que encuentran consumidores en el Litoral y Córdoba. Más dispersa es el área de consumo del arroz ($ 17.000), productos de carpintería ($ 9000) y talabartería ($ 3000). Pero también aquí los rubros principales se orientan hacia las zonas económicamente hegemónicas: Buenos Aires y el Alto Perú. Volcado a las zonas más prósperas, el comercio tucumano se vincula también con los sectores socialmente dominantes; es la satisfacción de sus necesidades de consumo la que cubre la mayor parte de las importaciones; basta comparar en este punto los $ 90.000 de importación de Castilla con los $ 6000 de textil ordinario (algodón en rama de Catamarca por $ 4000, tucuyos de Cochabamba por $ 2000) para advertir hasta qué punto gravitan en la importación los consumos de lujo…
Dentro del Interior, Tucumán es una región privilegiada. San Juan, por el contrario, es, como ya hemos visto, la zona andina que representa con mayor pureza el modelo de monocultivo viñatero, afectado por el comercio libre con la metrópoli. San Juan produce anualmente entre 9000 y 10.000 arrobas de vino (entre 2250 y 2500 cargas de cuatro arrobas) y entre 14.000 y 15.000 arrobas (de 3500 a 3750 cargas) de aguardiente de doble destilación. Los precios de venta en los lugares de destino varían: $ 60 la carga de aguardiente resecado en Salta, $ 56 en Tucumán, $ 44 en Córdoba, en el año 1806. Pero de esos precios la mayor parte se la llevan el transporte y los impuestos percibidos en el lugar de venta; según José Godoy Oro, calculando en San Juan un costo de $ 12 por carga, la ganancia, en casi todas esas plazas, es de $ 10 por la misma unidad. Es decir, que San Juan retira de sus aguardientes $ 82.500 anuales. En cuanto al vino, el primer efecto del comercio libre ha sido barrerlo del mercado; el aislamiento posterior a 1805 le ha devuelto el acceso al centro consumidor porteño; si la concurrencia ultramarina lo ha hecho descender de un precio de $ 30-36 por barril de dos arrobas a uno de $ 10-12, el aislamiento le ha devuelto un valor de $ 20. De ellos, entre siete y ocho los consume el flete entre San Juan y Buenos Aires; a esto hay que agregar la incidencia de los impuestos al comercio interno. En estas condiciones no parece demasiado arriesgado atribuir al vino ingresos comparables a los proporcionados por el aguardiente sólo cuando la guerra hace desaparecer la concurrencia metropolitana; en tiempos más normales el comercio de vinos cubre dificultosamente los costos.[34]
San Juan no podría ostentar el mismo superávit comercial que Tucumán; las dificultades para con el mercado de su principal producción no son el único elemento negativo; otro no menos importante lo constituye la necesidad de importar las cosas más esenciales. San Juan está entonces menos ligado al comercio de Castilla; sus escasos recursos debe dedicarlos a cosas más esenciales. Con Buenos Aires tiene un giro anual de $ 15.000-20.000; estos no sólo cubren sus consumos ultramarinos, sino también los de yerba mate y esclavos. El resto de la importación es sobre todo de ganados: mulas y burros para las trajinerías, caballos, vacunos para abasto… Y aun productos de manufactura local para consumo de los pobres: ponchillos, picotes, cordobanes de Córdoba. San Juan es entonces un ejemplo extremo de área marginada de las grandes corrientes comerciales locales, de sus dificultades crecientes para insertarse en una estructura mercantil apoyada en la violenta desigualdad de potencial económico y organizada para perpetuarla. La solución para sus problemas se encontraría en una disminución de los costos de transporte y comercialización: es la que busca José Godoy Oro, el diputado del consulado y autor del admirable informe de 1806, a través de las reformas que propone. Pero esa solución es inalcanzable dentro del orden colonial (también lo será, por razones apenas diferentes, en el marco posrevolucionario).
Es inalcanzable porque el orden colonial se identifica con la rigurosa separación entre un sector mínimo incorporado a una economía de ámbito amplio, y sectores más vastos cuya vida económica se inserta en circuitos más reducidos: entre los unos y los otros el arbitraje está en manos de quienes dominan los procesos de comercialización y los utilizan para mantener esa estructura diferenciada, que les asegura una parte excepcionalmente alta de los lucros.
Los años de dislocación del comercio mundial no inauguran entonces una nueva prosperidad para Buenos Aires; las perspectivas de independencia mercantil que abren no son una alternativa válida para las seguras ganancias que el goce de su situación en la estructura comercial imperial, reformada en su beneficio, le asegura. A lo sumo, son un complemento bienvenido, y fundamentalmente el fruto de la necesidad. Pero si a largo plazo esas perspectivas son engañosas, en lo inmediato contribuyen a debilitar la resistencia del sector mercantil hegemónico frente a la posibilidad de cambios más radicales, a los que empujan por una parte las presiones venidas de afuera y, por otra, las de los productores del Litoral en ascenso, dispuestos a abrirse un camino más ancho hacia los mercados consumidores ultramarinos. Si en lo esencial Buenos Aires seguía siendo hasta 1810 el puerto de la plata, las variaciones que la coyuntura guerrera mundial imponen a esa situación básica no dejan de ser importantes por efímeras; si Buenos Aires pudo enfrentar con el corazón ligero la crisis que la revolución necesariamente iba a traer consigo, si renunció a las ventajas que el orden colonial le otorgaba, ello no dejaba de estar relacionado con la convicción que la nueva coyuntura había hecho arraigar entre no pocos de sus hijos más sagaces: colocada en el “centro del mundo comerciante”, la Tiro del Nuevo Mundo no necesitaba ya de la protección que el ordenamiento imperial le proporcionaba; independizada de ese orden caduco podría comenzar una nueva etapa de vida signada por una prosperidad sin límites.
Una sociedad menos renovada que su economía
En los años virreinales la región rioplatense vive el comienzo de una renovación de su economía; se ha visto ya que esta la afecta, aun en el plano económico, menos profundamente de lo que podría esperarse; el eco de esos cambios en otros aspectos de la vida virreinal es aún más atenuado. La sociedad, el estilo de vida permanecen sustancialmente inmutables aun en Buenos Aires, y más de uno de los rasgos atribuidos a los influjos renovadores que comienzan a hacerse sentir son en cambio rastreables hasta en las etapas más tempranas de la instalación española en las Indias.
La sociedad rioplatense aún se ve a sí misma como dividida por líneas étnicas. En el Litoral la esclavitud coloca a casi todos los pobladores de origen africano dentro de un grupo sometido a un régimen jurídico especial; en la Buenos Aires de 1778 los negros esclavos dominan el sector de actividades que –no sin riesgo de anacronismo– es caracterizable como de clase baja.[35] Pero aun aquí, donde la población negra es de más reciente inmigración, aparecen –incluso al establecerse el virreinato– hombres de color que han logrado ubicarse en niveles sociales más altos;