En el área de la bahía de San Francisco me vi inesperadamente sumergido en una pequeña pero creciente red de psicólogos aventureros, poetas, músicos, botánicos, químicos y bohemios cuyas experiencias psicodélicas con el LSD, las setas mexicanas, el peyote y la mescalina generaban una gran excitación y controversia. En la cultura occidental surgían personas que empezaban a comprender algo que los chamanes ya sabían. Eran la vanguardia de lo que más tarde sería conocido como los psicodélicos sesenta. Por último, Allen Ginsberg regresó de la India y me dejó asombrado con su pelo largo, pionero en la contracultura americana. En mis visitas a él y a otros en la calle Gough en San Francisco sentí que había encontrado un segundo hogar fuera de la academia.
La mayor parte de aquellos compañeros exploradores de la consciencia y las realidades ocultas a principios de los sesenta eran individuos de una elevada educación, inteligentes, creativos y elocuentes, concentrados en la región de San Francisco; construían un entorno para ellos tal como había hecho la generación beat, inmediatamente anterior. Era fascinante estar con ellos y asistir a la rápida evolución del movimiento New Age.
A principios de 1963 impartí una conferencia en Berkeley bajo el auspicio de la Universidad de California: el tema era «Drogas y realidad en el Alto Amazonas». En aquella época, los alucinógenos y sustancias psicodélicas aún no eran un tema académico «peligroso». En la charla expliqué que los shuar (entonces llamados jíbaros) creían que la única realidad verdadera era aquella a la que se accedía mediante la ingestión de la alucinógena ayahuasca, y que la realidad ordinaria cotidiana era, por comparación, un «engaño». Sin yo saberlo, el contenido de la conferencia fue resumido en un boletín informativo que se envió a todos los campus de la universidad.
Como resultado de ello, en la reunión anual de la Asociación Antropológica Americana en San Francisco, en noviembre de 1963, se me acercó un caballero fornido, bien vestido y de aspecto latino, se presentó como Carlos Castaneda y dijo ser un estudiante de la Universidad de California. Quería hablar conmigo sobre el contenido de mi conferencia en Berkeley. Me explicó que tenía dificultades para organizar las notas de campo recopiladas en su trabajo con un indio yaqui y mostró interés en la dicotomía de realidades que yo había apuntado en la conferencia.
Nos retiramos a un rincón tranquilo a conversar. Descubrí que Carlos era el primer antropólogo por mí conocido que se mostraba entusiasmado por los reinos en los que yo había penetrado y que parecía compartir mi respeto por el conocimiento indígena vinculado a ellos.
Durante las siguientes semanas se desplazó reiteradamente a Berkeley desde Los Ángeles para compartir ideas y experiencias. Nuestras conversaciones ayudaron a desarrollar la utilidad del concepto de dos realidades para la mente occidental. En sus futuras publicaciones, Carlos formalizó la dicotomía en dos términos sencillos, realidad «ordinaria» y realidad «no ordinaria», que yo había asociado, respectivamente, con el «estado ordinario de consciencia» y el «estado chamánico de consciencia».17 Animado al conocer al menos a un antropólogo con quien compartir experiencias relacionadas con el chamanismo y los alucinógenos, sentí el estímulo necesario para volver a visitar a los shuar en otras tres ocasiones.18
Carlos tenía un gran sentido del humor y una impresionante sinceridad. Relató sus maravillosos encuentros con el peyote y el hombre yaqui, un brujo llamado don Juan. Sandra Harner y yo lo animamos a narrarlos. En pocas semanas nos presentó el primer relato escrito. Se trataba de una narración etnográfica tan impresionante y presumiblemente exacta que lo animamos a escribir más.
A medida que se sucedían sus visitas y se acumulaban los posibles capítulos resultaba evidente que Carlos había producido un manuscrito con la dimensión de un libro. Le ayudamos a enviarlo a Grove Press en Nueva York, que lo rechazó de inmediato, algo que más tarde su propietario lamentó profundamente, según se dice. Evidentemente, el servicio de publicaciones de la Universidad de California lo publicó en 1968 con el título Las enseñanzas de Don Juan después de muchas dificultades y contratiempos, pero eso es otra historia para contar en otra ocasión. Había algo evidente, sin embargo: la indiferencia popular de Occidente hacia el conocimiento espiritual y filosófico indígena estaba a punto de cambiar.
Un poco antes, tras la publicación en inglés, en 1964, del libro que Eliade consagró al chamanismo en 1951, el interés en la materia creció rápidamente en Estados Unidos, sobre todo en California. Este interés aumentó significativamente gracias al uso generalizado de sustancias psicodélicas como el LSD en los años sesenta.
Antes de 1964, pocos de aquellos exploradores psicodélicos sabían que estaban redescubriendo un territorio conocido por los chamanes durante miles de años. No es de sorprender que buscaran un marco de referencia para su experiencia en las conocidas tradiciones espirituales de las civilizaciones orientales, especialmente el hinduismo y el budismo tibetano. Hablaban de «incursiones» más que de «viajes», y pocos de ellos habían oído hablar de los chamanes y sus experiencias.
En la misma época en que apareció el libro de Eliade, algo extraño empezó a sucederle a los exploradores psicodélicos «hippies» del distrito Haight-Ashbury de San Francisco. Sus incursiones con LSD y otras sustancias psicoactivas llevaron a muchos de ellos a concluir que eran reencarnaciones de indios norteamericanos fallecidos. En consecuencia, algunos empezaron a exhibir abalorios, piel de reno y plumas. Desde la perspectiva chamánica, probablemente habían vivido la experiencia de fusión con espíritus en el transcurso de sus incursiones, en especial aquellos espíritus que pedían reconocimiento.
Entretanto, yo intentaba transmitir mis experiencias con la ayahuasca y otros conocimientos chamánicos a mis compañeros antropólogos de Berkeley. Se esforzaron por interesarse y mostrarse comprensivos, pero pronto advertí que mis experiencias chocaban con su paradigma secular tanto como con el punto de vista religioso de los misioneros. Abandonando en gran medida mis intentos por comunicar lo inefable, me concentré en los montones de libros de la gran biblioteca universitaria de Berkeley buscando, literal y figuradamente, espíritus afines.
Al principio me centré en investigar los testimonios de uso tribal de alucinógenos que hubieran pasado desapercibidos, en especial los poderosos efectos de la ayahuasca, y más tarde de la datura. Mis experiencias con esas sustancias y el uso de otras plantas en la América nativa del Norte, Central y del Sur me hicieron pensar que las experiencias espirituales humanas debieron originarse a partir del uso de plantas psicotrópicas; en otras palabras, que las plantas eran la fuente fundamental de experiencia religiosa y, por lo tanto, de la religión y el chamanismo. Convencido de que el uso e impacto de ambas sustancias no había sido abordado seriamente por los estudiosos del origen de las religiones, me sumergí en la literatura etnológica e intercultural histórica con gran curiosidad y muchas expectativas.
Encontré considerables pruebas que demostraban que los chamanes de diversas latitudes habían recurrido a plantas psicodélicas para alcanzar la experiencia de otra realidad. Estas plantas también parecían estar detrás de las historias de «brujas» voladoras, hombres lobo, vampiros y zombis. Incorporé algunos de estos descubrimientos a mi artículo sobre el uso de plantas psicodélicas en la supervivencia del chamanismo (entonces «brujería») en Europa a finales de la Edad Media y durante el Renacimiento.19 El artículo formó parte de mi libro Alucinógenos y chamanismo, esencialmente compuesto por artículos leídos en un simposio de la Asociación Antropológica Americana en 1965. Carlos Castaneda participó en el simposio. Su artículo, a diferencia de los demás, nunca fue publicado. Fue decisión suya.
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