Hidacio se ha marcado incluso un método para llevar a cabo esa iniciativa: trabajar con sincera fidelidad «a partir del estudio personal de los escritos, del relato fiable de mucha gente y del propio conocimiento adquirido en los desgraciados años que le ha tocado vivir»[8]. Sin embargo, reconoce que ese sistema de crítica del texto y de cotejo de la información oral lo ha seguido exclusivamente desde el año primero de Teodosio hasta el año tercero de Valentiniano, pero a partir de ese momento, habiendo sido
elegido sin mérito para el episcopado, sin ignorar todas las ruindades de este miserable tiempo, y consciente de las dificultades del constreñido Imperio romano destinado a desaparecer, las he narrado, y lo que es más lamentable, [lo ocurrido] en el interior de Gallaecia, el último extremo del mundo, [donde] la sucesión eclesiástica ha sido pervertida por elecciones confusas, la supresión de una libertad honorable y la práctica desaparición de la divina instrucción religiosa, causadas por la furia y el desorden de naciones inicuas. Esto se ha puesto aquí[9].
Asume Hidacio que su interés erudito se ha visto truncado por la necesidad de contar lo inmediato y por las obligaciones asumidas al ser elegido obispo. Declara así que su interés por contar la historia universal se ha transformado en la necesidad de narrar los problemas atravesados por el Imperio y las miserias de su provincia natal. Miserias que tienen en su perspectiva dos causas, la perversión de la vida religiosa y el desorden traído por los pueblos bárbaros, en primer lugar por los suevos y en un segundo plano por los visigodos. Hidacio da así en su obra un salto de lo universal a lo particular, de la preocupación por la suerte del Imperio a la angustia por resolver los problemas que afectan a su realidad inmediata y a los miembros de su Iglesia de quienes como obispo se siente obligado a cuidar. Y esa disyuntiva tiene también un reflejo narrativo, que se corresponde, además, con un uso habitual en los historiadores clásicos: aquello que está más lejano en el tiempo y en el espacio está tratado de manera más sucinta, en la mayoría de los casos una breve frase, mientras que los sucesos más próximos a los años de su vida pública, los que conoció personalmente y, sobre todo los más recientes, los que acontecieron cuando estaba dando forma al texto, están tratados de manera más prolija, aunque siempre dentro de las limitaciones que el género cronístico impone[10]. Hemos de decir también que, a partir del año 424 aproximadamente, Hidacio deja prácticamente de recibir información del exterior, y sobre todo dejan de llegarle obras literarias, crónicas y prácticamente cartas que le puedan ayudar a construir una secuencia narrativa de los acontecimientos ajenos a su entorno inmediato; ni siquiera parece conocer la crónica de Próspero de Aquitania que se empieza a difundir en el 433, o poco después[11]. Esta oportuna decisión de Hidacio hace que su crónica se convierta en el documento precioso que nos permite conocer la historia hispana de buena parte del siglo V y, prácticamente, el único testimonio de los avatares que vivieron las provincias hispanas, especialmente Gallaecia, bajo el dominio suevo. Pero también nos está informando de sus prejuicios y de sus preocupaciones.
La primera es su resistencia a asumir que el futuro ya no está asociado al Imperio. Como acabamos de mencionar, Hidacio ha recogido en el prefacio de su texto una reflexión de Jerónimo que resume su sentimiento de los tiempos que le ha tocado vivir: con los bárbaros sobre suelo romano todo se volvió confuso y problemático. Mientras en Orosio, otro de nuestros informantes, los bárbaros representan de alguna manera la sabia nueva destinada a redimir a Roma, a liberarla definitivamente de sus pecados paganos, Hidacio se muestra absolutamente apegado a la tradición, a la legitimidad sucesoria de los emperadores y, hasta muy tarde en su narración, seguirá confiando en una acción definitiva y ejemplar por parte de los agentes del emperador que devuelvan a su provincia el orden político y religioso[12]. No es casualidad que la primera entrada de la Chronica sea para proclamar el origen del emperador Teodosio con motivo de su elección como augustus en el 379: «Natione Spanus de prouincia Gallicia ciuitate Cauca»[13]. Desde su lejanía, nuestro narrador se mantendrá siempre atento a la sucesión de los emperadores[14], a los desmanes de los usurpadores y participará activamente en su intento de influir para que la cancillería imperial prestase alguna atención al confín donde él vivía. Hidacio es en este sentido uno de los espectadores más lúcidos del final del Imperio romano de Occidente; no importa que haya trasladado esa experiencia a la provincia marginal en la que vive; Gallaecia era para él un reflejo del Imperio todo, y desde esa reflexión provinciana se muestra como un testigo consciente de la creciente impotencia del emperador y sus agentes para resistir y para sobreponerse, de ahí que su confianza en el Imperio acabe dando paso al convencimiento de que ha llegado el caos[15]. Lo que no impide que a la hora de resolver las situaciones inmediatas él se muestre bastante más pragmático y apegado al análisis de las circunstancias particulares[16]. Se debe insistir en que Hidacio asume, como obispo, una responsabilidad política. La vieja aristocracia senatorial y aquélla asimilada a lo largo del siglo IV, en la competencia por ejercer su influencia de la manera más amplia posible, han encontrado en el oficio episcopal un puesto de poder e influencia que se vio agigantado cuando las estructuras formales del poder político imperial colapsaron. Su puesto alcanzaba así un rango tanto religioso como civil; contaba con el aval de ser representante de la comunidad toda y con un cargo que tenía, además, un carácter vitalicio. Es normal por ello que el papel que los obispos van a desempeñar en estos años y en el periodo subsiguiente desborde ampliamente la mera función religiosa, para convertirse en refugio predilecto de la vieja clase política imperial[17].
La segunda preocupación de Hidacio, el puntal que sostiene sus esperanzas y sus motivaciones, es la ortodoxia y la idea de la unidad de la Iglesia, representada esencialmente por los obispos de Roma, cuya sucesión, aunque no siempre acertadamente, va jalonando su crónica de manera paralela a la de los emperadores legítimos. El obispo de Roma y el emperador representan para él orden y ortodoxia, legitimidad en suma; así, junto a su preocupación por ser cronista del Imperio corre paralelo su afán por serlo de la Iglesia. Al fin y al cabo, como