Akal / Universitaria
Serie Reinos y dominios en la Historia de España
Pablo C. Díaz
El reino suevo (411-585)
Diseño cubierta: RAG
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© Pablo C. Díaz, 2011
© Ediciones Akal, S. A., 2011
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Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-3648-7
Introducción
La historia del reino suevo, Entre la indiferencia y la mitificación
Su placer era exterminar y aniquilar poblaciones y formar en torno de sí grandes desiertos. Retazos de pieles groseramente curtidas cubrían algunas partes de su cuerpo. Se sustentaban de la caza y de la carne y leche de sus ganados. Toda su religión consistía en sacrificar cada año un hombre en medio de bárbaras ceremonias [...]. Los suevos no dejaron de ser bárbaros por ser cristianos, ni los pueblos experimentaron los efectos de su conversión al cristianismo[1].
Esta ahistórica imagen de los suevos procede de la Historia de España de Modesto Lafuente, editada originalmente a partir de 1850 y masivamente difundida. Es un ejemplo, entre los muchos posibles, de la descripción que de este pueblo hicieron las Historias de España dedicadas al gran público y aquellos manuales que se utilizaban en la enseñanza primaria y secundaria. En general, durante muchos años los libros de las primeras enseñanzas partieron del principio de que «el valor real de los estudios históricos es esencialmente educativo, no deben estudiarse todos los hechos que constituyen la Historia, sino solamente aquellos que hayan influido en los destinos de cada país»[2]. Este argumento es enunciado por Ricardo Ruiz Carnero en una Historia de España publicada en Madrid en 1942 y concebida como una aproximación básica al pasado de los españoles. El autor, atento al enunciado de sus principios educativos y divulgativos, sólo menciona a los suevos como integrantes de la «invasión de los bárbaros», considerando que «la influencia germánica en la civilización española fue de poca importancia. El espíritu español repudió, afortunadamente, las instituciones religiosas, políticas y sociales del invasor»[3].
Esta referencia tomada, a diferencia de la primera, de un manual sin trascendencia, escogido al azar de entre los muchos posibles, refleja un momento muy concreto de nuestra historia reciente, pero puede ser paradigmática de toda una percepción de la Historia de España, y de sus partes integrantes, donde los suevos, y por extensión los «bárbaros del norte» que entraron en la península Ibérica a inicios del siglo V, eran, en estas generalizaciones, paganos, en el mejor de los casos arrianos, enviados del «maligno» que destruyeron el orden y la concordia del Imperio romano, acabaron con la prosperidad de las provincias hispanas y abrieron un periodo de caos y oscuridad. El impulsor más destacado de estos planteamientos fue el ilustre polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo quien había difundido en su obra esa imagen de unos bárbaros destructores a la que apenas oponía, como excepción, la obra de los visigodos tras la conversión que, en todo caso, estuvo inspirada por la Iglesia católica y el buen hacer de sus obispos[4]. En cualquier caso el mismo autor reconocía que la monarquía sueva había sido olvidada por los historiadores, «atentos sólo al esplendor de la visigoda»[5].
Tal imagen podría considerarse intrascendente e indigna de ser anotada en esta introducción si no fuese porque la consideración aportada por buena parte de los investigadores que, directa o indirectamente, han estudiado el reino fundado en el siglo V por los suevos en el noroeste de Hispania no es mucho mejor. Y, en este sentido, debemos considerar que la historia de los suevos de Hispania es, cuando menos, una historia desafortunada. Dicha falta de fortuna contrasta con el hecho de que la erudición ilustrada, representada en este caso en la figura de Enrique Flórez, había recopilado sistemáticamente todas las fuentes necesarias para el estudio de la historia sueva, incluida una edición de la Crónica de Hidacio[6], alejada aún de las exigencias críticas que hoy consideramos adecuadas, pero suficientes para una aproximación a la historia de la península Ibérica en el periodo tardoantiguo. Esta obra extraordinaria, punto de partida de la investigación histórica hispana por dos siglos, no encontró, sin embargo, a un autor que diese una respuesta comparable en el ámbito de los estudios suevos.
En muchos casos, y durante bastante tiempo, esta constatación estuvo motivada por razones ideológicas. Mientras que los visigodos podían ser vistos como los primeros creadores de un Estado español, de una monarquía unificada de ámbito peninsular, paladines de la unidad católica, esencia de la España posterior, el reino suevo no pasaba de ser un fenómeno periférico y marginal que en nada había contribuido a la gloria de España, lo que no impidió que Casimiro Torres escribiera en 1957 un curioso artículo en el que atribuía al rey suevo Rechiario el primer intento de unidad peninsular[7]. No pasaba de ser una anécdota. Aún en la Historia de España Alfaguara, editada por primera vez en Madrid en 1973, la introducción general de la obra (sin firma, pero procedente de la inspiración de su director Miguel Artola) deja claro que la historia de España se inicia con la emigración visigoda:
Consideramos como momento fundacional aquel en que se constituye una organización política –la monarquía goda– cuya autoridad se extiende fundamentalmente sobre todo el territorio español […]. Anteriormente la historia de los pueblos que ocupan la Península o carece de una mínima unidad organizativa o si la consigue es a costa de subsumirse en un aparato estatal más amplio, como era el romano[8].
Era el punto de llegada de una larga tradición surgida en la Edad Media, en el seno del reino de Asturias, y alimentada hasta el siglo XX por una corriente intelectual obsesionada por encontrar un momento fundacional que justificase, primero, la expansión de los reinos cristianos a costa de los reinos musulmanes y, después, la unidad peninsular bajo la monarquía castellana[9]. Entre la gloria de una provincia del Imperio romano, que aunque sometida a una potencia extranjera había sido cuna de emperadores e intelectuales de renombre, y la soberanía peninsular de la monarquía visigoda de Toledo, responsable además de la catolicidad peninsular, no había lugar para nada.
En otros casos el motivo ideológico no es alegable, pero, si revisamos los manuales universitarios de Historia de España, incluso los más recientes, podemos constatar hasta qué punto la afirmación de Menéndez Pelayo de que la gloria visigoda había oscurecido al reino suevo sigue siendo válida a comienzos del siglo XXI. El reino suevo no suele merecer capítulos específicos de ningún tipo; cuando se trata de historias generales se las incluye dentro del apartado dedicado a las invasiones, o como una pequeña referencia en la política exterior visigoda, o dentro del apartado dedicado a la conquista y la unificación peninsular de Leovigildo, mismo lugar que ocupa en las monografías sobre el reino visigodo. Incluso, se puede percibir cómo en los últimos años la atención ha disminuido. La Historia de España concebida