—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:
—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .
—Es allá por las Uropas, pasando Bolivia.
—¡Ah!... Di áhi no soy baquiano... Nunca juí más p'allá del Pilcomayo...
—Güeno,—siguió el patrón;—Jesucristo estaba allí echándole una proclama a su gente, cuando de golpe se presentó la polecía de Poncio Pilatos.
—¿Pilatos?... ¿Es pariente de Manuel Pilatos, aquel indio de la Cruz que supo ser puestero de ño Tiburcio Rodríguez?...
—¡Qué ha de ser!... ¡Si d'esto que cuento hace añares!
—¿Y di áhi?... También hace añares qu'están pariendo las vacas y las ovejas y entuavía hay yaguaneses que dejuro tienen el apelativo de los padres del tiempo de antes.
—Será asina, pero ¿me dejás enhebrar l'auja?
—Cuando llegó la policía, Jesucristo, en lugar de juir, s'entregó no más.
—¿Sin peliar?
—Dejuro.
—¿Y sin tratar de juir?
—¿P'ande?
—P'al monte. ¿Nu estaba en el monte?
—Sí, pero no era baquiano.
—¡Claro, era gringo ese don Jesucristo!... En medio 'el monte se deja sorprender por la polecía y rodiao de tuita su gente, no atina a juir ni a peliar... ¡Gringo maula!... ¿Y qué l'hicieron?...
—Lo yebaron p'al pueblo y lo pusieron a desposeción del juez, donde un procurador dijo qu'era un hombre malo porque quería que tuitos los hombres juesen güenos...
—¡Macana!
—...que cuando a uno le dieran una cachetada de un lao...
—¿Le sumiese la daga en el mondongo al atrevido?
—...le pusiera el otro lao de la cara...
—¡Macana!...
—Y porque decía que debía dársele a cada uno lo suyo.
—Eso está bien: pa mí el potrillo rabicano.
—...y porque afirmó qu'él curaba con palabras…
—Eso es verdá: denme un picao de víbora y si yo no lo curo venciéndolo, que me corten...
—¿Qué le van a cortar a usté?—interrumpió un peón.
—Lo que tengo... de sobra—respondió el viejo.
—¡Y tan de sobra!—masculló otro.
El patrón, un tanto amostazado, continuó:
—Además, le dijeron que quería ser rey de la república.
—¡Y si el potrillo daba pa botas!... Pa mandar cualquiera sirve; lo difícil es encontrar quien haga...
—Y él dijo que no quería ser rey. Que su estancia estaba en el cielo...
—¿En el cielo?... ¡Lindo campo pa invernar chingolos!... Bien se ve qu'era gringo don Jesucristo!... ¿Y qué le hicieron?... ¿Lo afusilaron?...
—No, lo rusificaron.
—¿Lo qué?...
—Hicieron una cruz de palo y lo estaquiaron como cuero fresco.
—¡Qué bárbaros!...
—Era la costumbre oriental.
—¡Pucha que son bárbaros los orientales! ¡Degollar, tuavía, pero estaquiar un cristiano vivo!... Vea patrón: si quiere que hagamos las paces, deme las lonjas del potrillo rabicano... Usté dice qu'es pa la chiquilina, yo digo qu'es pa mí; le sumo el cuchillo en el tragadero y se acabó.
El patrón, harto de las interrupciones del viejo, exclamó:
—¡Agarrate el rabicano, vivo o muerto!...
—Vivo,—respondió—vivo y le pongo mi marca,—una cruz patas abajo... Ese don Jesucristo dejó algo bueno: a cada cual lo suyo, y a mí el rabicano.
UN SANTO VARON
Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.
Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.
Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.
Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.
Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?
Para defensa de la casa.
Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.
Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.
Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.
También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?
Se le hacían, además, otros cargos a don Cupertino. Se le reprochaba, por ejemplo, que con frecuencia no eran de su marca las vacas, ni de su señal las ovejas que se carneaban en su casa.
Tal vez fuese calumnia, o quizá fuese cierto. Pero en el último caso, la causa estaría en que don Cupertino tenía ya poca vista y no era extraño que se confundiese. Además la culpa era de los linderos que no cuidaban sus haciendas y mantenían en mal estado los alambrados medianeros. El lo había dicho varias veces, sobre todo cuando las majadas linderas tenían sarna o cuando su campo estaba mejor empastado que los vecinos:
—¿Por qué no componen los alambrados? ¡Vamos a ver! ¿Por qué no componen?
Es claro ¿por qué no componían?
El, don Cupertino, llevaba la bondad hasta hacerlo componer por su propia cuenta... cuando había sarna en las majadas linderas, cuando su campo estaba en mejor estado que los vecinos.
Se decía también que don Cupertino en sus frecuentes rondas nocturnas, robaba corderos orejanos a los vecinos y los señalaba sobre el pucho.
Pero deberían ser calumnias, envidias, porque ninguno era capaz del sacrificio que él se imponía para vigilar su bien.
Como antes dijimos, don Cupertino y don Braulio no perdían jamás la misa del domingo. Y ni uno ni otro dejaban de llevar a los tientos el corderito