Julio, a pesar de su sangre fría, empalideció y respondió violentamente:
—¿Quién es usté pa meterse en este asunto?
Y ella rabiosa, rojos los ojos:
—¿Y quién eres tú, miserable? ¿Quién eres tú, dañina ave de presa?...
Linárez, serenándose y sonriendo sarcásticamente respondió:
—Vale más ser ave de presa que ave de gallinero.
—¡Sí! ¡Cuando el ave de presa es águila o cóndor, cuando lucha y mata o es muerto!... ¡Pero tú eres cuervo, carancho, chimango, que te cebas en las carnizas de los animales que otros han muerto!... ¡Vos matás como los estancieros matan los zorros y los caranchos, envenenando con estricnina trozos de carne, pero no matás a tiros y a puñaladas frente a frente, cuerpo a cuerpo, cara a cara!...
Y al decir esto, sacó de debajo del delantal una gran cuchilla y se avalanzó sobre Julio, pero la concurrencia, solícita, la detuvo, la amarró, le arrancó el arma. La condujeron a una pieza donde la encerraron para entregarla al día siguiente al comisario.
—Está loca.
Y todos se apresuraron a rodear a Linárez, futuro dueño de la opulenta estancia de Pintos, prodigándole frases de aprecio y simpatía.
EL CONSEJO DEL TIO
Aún no había aclarado del todo, cuando Albino estaba en la enramada ensillando con sus pilchas miserables, su mancarrón tubiano, flaco, abatido, tan miserable y ruinoso como el apero.
Don Tiburcio, el capataz, extrañado de aquel insólito madrugón de Albino, le preguntó:
—¿P‘ande estás de viaje?
—Pa los Campos del Diablo—respondió el mozo con voz compungida.
—¿Y por qué te vas, muchacho?...
—¡Yo no me voy, m'echan!...
—¿Quién te echa?
—Mi tío Pancho... Anoche me dijo: «Mañana mesmo me ensillás tu sotreta y te mandás mudar. Si cuando yo me levante t'encuentro tuavía aquí, te vi a untar los costillares con ungüento e tala».
—¡Y el patrón es muy capaz de hacerlo!—asintió riendo el viejo.
—¡Ya lo creo qu'es capaz!... Es un bruto, mi tío Pancho!...—respondió Albino, al mismo tiempo de apretarle tan rudamente la cincha al tubiano escuálido, que este encorvó el cuello y le tiró un tarascón, como diciéndole: «¡No seas bruto, vos también!».
—Y a todo eso—gimió el muchacho—porque tengo una enfermedad, la e ser un poco chupista.
—Y bastante haragán; son dos enfermedades.
—No, es una mesma. Cuando me chupo un poco no tengo juerza pa trabajar, y entonces me da rabia y chupo más... ¡y claro! tengo menos juerza...
—Y más ganas de chupar.
—Dejuro. Adiós don Tiburcio.
Y se marchó, rumbo a los «Campos del Diablo», vale decir a lo ignoto, al azar de la existencia bagabunda.
Transcurrió más de un año sin que se tuvieran noticias suyas. En una cruel mañana de invierno cayó a la estancia. ¡Pero en qué estado!... A los estragos producidos por el vicio se unían los causados por las penurias, los de hambre, las noches de intemperie o de forzada vigilia. Apenas había, cumplido veinte años y su rostro enflaquecido, arrugado, de color terroso, sus labios plácidos, sus ojos parpajudos acusaban completa decrepitud.
Don Pancho lo miró con pena y con rabia, preguntándole con acritud.
—¿Qué venís a hacer aquí?
—Vea, mi tío—respondió con voz enronquecida por el alcohol;—estoy decidido a abandonar este vicio maldito, culpa de toda mi desgracia...
—Me parece bien—-contestóle el viejo en tono de duda.
—Sí, mi tío... Vea mi tío, allá, en la costa el Batoví, hay un negro entendido, que se compromete a curarme con el cocimiento de unos yuyos qu'el sólo conoce...
—¿Y qué hacés que no enderezás pa la costa'el Batoví?
—Vea mi tío... es qu'el negro me cobra veinte pesos pu'el remedio... y como yo ando medio cortao...
—¿Venís a pedírmelos?... No contés con ellos; pero en cambio te vi'a dar un consejo que vale más de veinte pesos... Mirá... ahí atrás de las casas está atado a soga mi parejero alazán, que aunque ya p'al camino no sirve, pa trotiar no tiene fin... Te lo doy. Ensillalo y andá buscar la vergüenza... Campiala bien. No te preocupés del tiempo que pase, ni del precio que cueste, porque me comprometo a pagarla, cueste lo que cueste...
—Está bien, mi tío—respondió el mozo, y de seguida se fué en busca del viejo parejero, lo ensilló, se despidió y partió de nuevo para los «Campos del Diablo».
Al verlo alejarse, Don Tiburcio—exclamó melancólicamente:
—¡Pobre alazán!... ¡Ande lo irá a convertir en caña ese desalmao!...
—Quien sabe—sentenció don Pedro—nunca perdió una carrera; pueda ser que gane esta también...
Al cabo de un par de meses regresó Albino a la estancia. Iba más miserable, más despreciable que nunca. Con dificultad se apeó de la yegua ética y con paso inseguro avanzó hasta la enramada desde donde el tío Pancho lo observaba con el más profundo disgusto. Rechazando la mano que el mozo le tendía, increpólo violentamente:
—¿A qué has venido, si no trais la vergüenza?...
Y él humilde como un perro castigado, murmuró sollozando:
—Vea mi tío... yo la busqué... Cansé el parejero alazán buscándola... y no la pude encontrar... ¡Pa mi, que ya no queda ni semilla de esa planta!...
Y A MI EL RABICANO
Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.
Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.
En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.
El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.
Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.
—Elegí otro,—había dicho don Juan.
—Ya aligió ese yo.
—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.
—Rabicano no más.
—Rabicano