El pecado y la noche. Antonio De Hoyos y Vinent. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio De Hoyos y Vinent
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664127754
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ella e irritada por aquella jugarreta de la naturaleza, exageraba lo menudo de sus gestos, ya harto dengosos, y atiplaba su vozarrón de bajo profundo. Si bien con ello no conseguía ser completamente femenil, en cambio adquiría el ambiguo aspecto de esos viejos pulcros, atildados, untuosos, que pasean por los jardinillos de las plazas públicas en las primeras horas de la noche su sonrisa húmeda y sus pupilas lascivamente escrutadoras. El sencillo hábito del Carmen que vestía siempre y los gruesos zapatones en que escondía sus pies, desentonaban con la elegancia de las damas que desfilaban por el salón; pero la condesa, verdadera gran señora a la antigua española, mujer de corazón, aleccionada además por el destierro y los años, era consecuente con sus viejos amigos y no olvidaba a los que fueron buenos con ella en los días de prueba; y si, mujer de mundo, acogía con una sonrisa de benévola complacencia y una buena palabra a las elegantes que acudían todas las noches a casa de tía Malvina, porque era chic y tenía un gran aire hacer una paradita allí después del Real y de otras tertulias de trueno, guardaba las efusiones de su generoso corazón para sus amigas de siempre, y en boca de la dama aquel siempre significaba muchas cosas.

      Era la tertulia de la condesa de Campazas cosa única en su género. En primer lugar la composición de la escena no tenía nada de teatral. Aquello no era una decoración para interior de casa grande (término de entre bastidores, que viene aquí como anillo al dedo). Ni reposteros blasonados, ni fantásticos retratos de guerreros y obispos, ni armaduras históricas; nada. Fuera quedaba el estrado, más solemne (aunque tampoco, a decir verdad, con pretensiones de feudal, si no más bien tocado de la amazacotada elegancia que a mediados del siglo XIX presidiera el triunfo de las plutocracias), con su zócalo de madera imitando mármol, su techo de falso artesonado blanco y oro, las paredes revestidas de raso amarillo capitoné, lunas encerradas en marcos enormes, arañas y brazos de pared de cristal y bronce, pesados, de mal gusto y hasta un tanto de pacotilla, y muebles grandes dorados, recargados de molduras, sin la suntuosa armonía de Luis XV ni la gracia alada del Luis XVI; y en contraste con tanta cosa fea y como sello de la estirpe, dos retratos de Goya prodigiosos—un caballero de ancha frente, penduliforme nariz y mandíbula prominente, vestido con bordado casacón de terciopelo azul, y una dama pícara de ojos, golosa de labios, fosca de cabellera y morena de color, muy grácil y movida en los albos tules de su traje, que se rasgaba en cuadrado escote mostrando el provocativo repujado de los senos—. También veíanse en la sala dos braseros, pues la condesa, pese al calor de las chimeneas, no renunciaba al clásico artefacto que, según ella, fue su único compañero en algunas veladas del destierro. La sala también, a última hora, llenábase de gente; quedaba para los extraños, sin embargo, mientras Doña Malvina con los de su tertulia preferían el billar. Aquello ya era otra cosa, aunque tampoco un dechado de buen gusto, pues en aquellos días de mescolanzas de estilos en que triunfaban los muebles de Boule y los rasos abullonados, época cuya característica podría considerarse el reinado del tapicero, el mal gusto era endémico; el billar tenía un aspecto más familiar, simpático y habitable. Sobre las paredes de damasco verde lucían algunos cuadros, casi todos modernos. Dos marinos de Monteleón, una Sagrada Familia, que si no fuese por aquello de que la intención salva, hubiese valido el fuego eterno a su perpetrador; unas monjas de Franco, dos cuadros pintados por la dueña de la casa—paisajes de una Bucólica feliz—una Concepción de colorido chillón y otra atribuida con algún fundamento a Antolínez, el Malo. La mesa de billar, de troneras, aparecía cubierta por un paño de peluche rojo con aplicaciones de bordados antiguos, y los muebles, salvo la mesa, que cubría un tapete bordado también en oro y sedas, eran amplios y cómodos, tapizados de paño verde con franjas e iniciales de paño negro.

      En aquel ambiente familiar encontrábase la condesa a gusto, rodeada de sus íntimos, sus fieles llamábales ella cariñosamente. Para ser admitidos en tal intimidad no eran menester sino dos cosas: talento y corazón. Allí la gente no era lo que representaba en el mundo, sino lo que merecía ser. No había valores convencionales, que el gran espíritu de bondad y de rectitud de la dama, defendidos por su prestigio y posición, rechazaban, si no valores reales. Luego, a última hora, tocábale el turno a la feria de vanidades pero a prima noche sólo formaban los elegidos.

      Componían la tertulia seis u ocho invitados a mesa (clásica, española, sencilla y abundante) y cuatro o cinco más que llegaban al café. Allí, en primer lugar, y como uno de los habituales, Facundo Robledo, el gran político, el árbito de la Restauración, hacía pinitos literarios, decía chistes de su pueblo, y hasta alguna vez, excitada su confianza y buen humor por la cordialidad que flotaba en el ambiente, mostraba, como uno de esos modernos ilusionistas que fían más en su arte que en la curiosidad del público, los secretos de la política menuda. Allí también Manuel Salgado, el estilista portentoso, abandonadas las palmetas de crítico y el cincel de artífice único, contaba, con el gracejo de la tierra de María Santísima, cuentos subiditos de color. Junto a ellos, el general marqués de San Florentín defendía los viejos moldes y recitaba con énfasis versos de Don Juan Nicasio Gallego, de Hartzenbusch y de García Gutiérrez. El general era un escritor menos que mediocre, pero por aquellos tiempos de generales poetas y curas guerreros había alcanzado gran boga, y así como era moda entre las damas tener un retrato pintado por el duque de Rivas, éralo también guardar en el álbum de tapas de peluche y bronce una composición poética en que las Musas colaboraron con harta mala gana. Aquello era lo más saliente de la tertulia; como discretos comparsas había otras gentes oscuras, cuya única razón de ser era su amistad con la condesa; gentes que en el destierro fueron amables con la gran dama y que cuando hallábase sola ofrecieron el noble homenaje de las personas de corazón a las majestades caídas; un pintor de historia premioso, machacón, pesadísimo, acompañado de su esposa, mujer insignificante, y de su hija, una señorita redicha, que ahuecábase constantemente los pompones de la falda y abría y cerraba el abanico dengosamente a cada instante; Doña Recareda y dos o tres insignificancias más.

      Y presidiéndoles a todos, con su aire inimitable de gran señora, fresco el rostro a pesar de los años, los blancos cabellos cubiertos por la negra cofia, y por los hombros la manteleta de encaje, que prendía al pecho con antiguo broche de lapizlázuli y brillantes, la condesa sonreía, abanicándose lentamente con uno de aquellos admirables abanicos que constituían su pasión. Porque los abanicos eran su vicio: teníalos de oscura concha, incrustada de oro y plata a la moda del reinado de Luis XIV; de nácar, con soberbias incrustaciones, como los que en algunas escenas violentas de la Corte rompieran las blancas manos de la Pompadour; de largas varillas de marfil, con pintadas miniaturas, como los que entre los dedos de la Dubarry señalaron a los Borbones la ruta de la guillotina.

      Era la condesa de Campazas mujer de talento extraordinario: sabía hablar sin pedantescos desplantes, pero con la autoridad que le daban los años y la experiencia, y lo que es mejor, tenía el raro arte de saber escuchar. Con singular gracejo ponía el comentario, lleno de filosofía, o colocaba un chiste de buena ley, terciaba en las discusiones acaloradas, suavizaba asperezas de juicios apasionados, velaba la broma con exceso subida de color, y, sin ofender al maldiciente, echaba un capote por el ausente amigo.

      Aquella noche, sin embargo, las horas habíanse deslizado gracias a la serena palabra de Don Clodoveo Zurriola, con una placidez que, puesto que a ella contribuían las ninfas y pastores de la fábula, podemos llamar pastoril. Aún no había acabado el sabio su disertación y el grupo de oyentes (cuyas exclamaciones y dicharachos asustaban a la Witiza), engrosado, llegaba ya al salón.

      Iban llegando damas procedentes del Teatro Real, donde la Saralto había cantado un Bale in Maschera, y junto con ellas los muchachos que hacían su escala allí antes de irse al Veloz a tirar de la oreja a Jorge, y los viejos del palco de la Infantil, más entusiastas de la bella tiple que de la ópera, que, por no ser menos, seguían la misma ruta de los muchachos.

      Pero ni la voz admirable de la Bezké, ni los devaneos de la Sanz, ni los simpares gorgoritos de la Patti, consiguieron distraer la atención del primer sujeto. Había, por el contrario, tomado la palabra Ramón Alvarez de Simancas, uno de los recién llegados, y con su estilo jocoso, desvergonzado, hacía la aplicación de la fábula de Hermafrodita a algunos amigos y amigas ausentes.

      Alto, fornido, guapo, con varonil belleza, era arrogante, bravucón, rendido con las damas, a las que trataba