El pecado y la noche. Antonio De Hoyos y Vinent. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio De Hoyos y Vinent
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664127754
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Pese a los disfraces innobles que les sirvieran para, en las propicias promiscuidades del Carnaval, embarcarse con rumbo a aquella Citerea canalla, los dos tenían una elegancia frívola, alada y aristocrática de personajes de la Comedia Italiana.

      Bajo el blanco atavío de Pierrot (un Pierrot de percal, sórdido y sucio), conservaba Jimmi la nobleza de su figura vagamente andrógina, pero no afeminada, si no más bien pueril, resuelta y petulante, con una gracia de héroe niño o de arcángel insexuado. Eso era, un arcángel. El rostro correcto, voluntarioso; la boca pálida y sonrosada; los ojos azules, cándidos, luminosos, y los largos y lacios cabellos de oro que escapaban del gorro de punto negro, dábanle extraña semejanza con esos vagos ensueños del hermafroditismo cristiano. Revestido de larga túnica transparente y un nimbo de oro en torno a la cabeza, pequeña y bien moldeada, o pertrechado de argentada coraza, casco incrustado de pedrerías, flamígera espada entre las manos y grandes alas blancas, hubiese servido a un Sandro Botticelli o a un Filippo Lippi para uno de los ambiguos personajes que se yerguen sobre sus cándidos paisajes, un Gabriel amenazador o un vengador San Miguel.

      Frente a él, Nieves Sigüenza, más actual, más perversa, más complicada, tenía un encanto ultramoderno, acre y voluptuoso de flor del mal, el inquietante encanto de esos iconos que asomando entre las vestiduras de oro muestran el rostro de marfil bajo su cabellera de negro jade. Era el suyo de una blancura de hostia, absoluta, cegadora, sin matices ni claroscuros, sólo interrumpida por la sangrienta sonrisa de los labios, rojos como cerezas, gruesos, golosos, sensuales. Nimbando aquella eucarística palidez, la cabellera de ébano, pesada, espesísima, retorcíase en pequeños rizos. Los ojos...

      ...son regard qui voltige et butine

       Se pose au bord de tout, prand a tout un reflet.

      Sus ojos, grandes y luminosos, tenían bajo la sombra de las largas pestañas negrísimas, una líquida transparencia de ámbar. El contraste con las cejas aterciopeladas, de fino trazo, hacíanles aún más dorados, más claros, dándoles la cabalística apariencia de dos grandes y tostados topacios. Y aquellas pupilas de reina fabulosa miraban unas veces con burlesco descoco de pilluelo y reflejaban otras una melancolía casi dolorosa.

      Y completando la figura frágil y graciosa de marquesa del siglo xviii, en tren de aventuras, bajo el hórrido capuchón de satín rosa, lazado de verde manzana, asomaban los detalles de la mujer elegante: los zapatos de terciopelo negro, hebillados de diamantes; las medias de transparente seda, las manos finas, blancas, cuidadas, de uñas como pétalos de rosa.

      Tornaron a consultarse con los ojos y tornaron a reír. Al deseo que se leía en las pupilas de Nieves, respondían con su curioso deseo las de Jimmi. Se habían quitado las caretas, y con pueril inconsciencia, como si ignorasen los peligros que les rodeaban en el antro prostibulario donde su enfermizo e inquieto decadentismo les llevara en busca de sensaciones raras, sin prestar mientes a la curiosidad que su presencia despertaba, ni leer los malos deseos—odios, concupiscencias, envidias, lujurias—que se asomaban en las miradas como se asoman los criminales a las rejas de la cárcel y las fieras a los barrotes de la jaula, reían alegres.

      Los tres toreros, en pie ante ellos, esperaban su respuesta.

      Eran tres figuras muy diferentes. Joselete, el matador, representaba el tipo clásico del espada, el torero que pintaron Goya y Lucas: bien plantado y arrogante, pero tosco y vulgar, bronceado de rostro, de pelo negro, áspero y rizado, ojos negros y brillantes y dientes blanquísimos de salvaje; el traje de señorito que vestía despegábase del cuerpo fuerte, musculoso, que perdía la mitad de su plebeya belleza encerrado en el antiestético atavío, y solo rimaban bien con su persona el grueso calabrote de oro que pendía sobre el chaleco, sosteniendo enorme herradura de pedrería, y las sortijas con gruesos brillantes ostentadas en las manos grandes y ordinarias. El segundo, el Serranito, era un torero de Zuloaga: alto, delgado, esbelto, casi aristocrático dentro del atavío gris claro, tenía una distinción un poco cansada de raza. Su rostro era enjuto, alargado, y en la morena palidez los ojos muy abiertos, grandes, negros y profundos como la noche—ojos de petenera o de saeta—, lucían melancólicos y soñadores con la serena tristeza del alma mora. Sobre la frente noble, libre del cordobés echado a la nuca, caían los sombríos cabellos, apenas ondulados. Por último, completaba la trilogía Pepe, el Marrón, el picador. Era el tal un bruto; ni en el rostro de gruesos belfos, chata nariz y frente estrecha, a que el pelo cerdoso, espesísimo, recortado en el centro y peinado en tufos sobre las sienes robaba toda nobleza, había el menor vestigio de inteligencia; ni en los ojillos pequeños, turbios y saltones, vivacidad ninguna; ni en la sonrisa que rasgaba los morrudos labios de negro cimarrón sobre los dientes sucios, negros, podridos por el tabaco, el alcohol y el mercurio, la menor simpatía. Era un animal salvaje que no pensaba sino en comer, dormir y las hembras. ¡Las hembras! A la evocación de la mujer sus labios se cubrían de saliva y sus ojos rebrillaban como los de los chacales en la noche. ¡Las hembras! Ninguna idea sentimental, pasional, ni aun utilitaria, despertaba su evocación en él, sino tan sólo una lujuria feroz, rabiosa, exasperada, de fiera en celo. Vestía de corto, y el castizo atavío marcaba más lo innoble de su figura; cuadrado de torso, tenía las piernas y los brazos demasiado cortos, peludas y gruesas las manos, y el cuello de toro, ancho, formidable, con venas como sogas.

      Como pasaba el tiempo y Nieves, en vez de responder, limitábase a mirar a su amigo y a reír luego, Joselete reiteró su invitación:

      —¿Acepta usté?... La convío con er amigo a beberse una botellita de Agustín Blázquez.

      Pero venía un chulo—un chulo clásico de los de la antigua escuela: traje perla, pantalón de talle, pañuelo azul al cuello y onda rizada sobre la frente, a sacarla a bailar:

      —Oiga usted, joven... ¡como me diga que sí, nos vamos a marcar una polca usted y yo que ni los de la aristocracia!

      Nieves ladeó la cabecita, estirando los labios con una mueca deliciosamente pueril, de chiquilla voluntariosa a quien ofrecen algo que desea, pero que quiere hacerse rogar. Y luego, de improviso, soltó el fresco chorro de su risa cristalina y echose en los brazos de su improvisado galán, con una entrega absoluta, como si en lugar de la efímera posesión del baile, tratasen de otras más trascendentales posesiones; echose con uno de esos impulsos de abandono frecuentes en ella y que le hacían semejar a esas gatas mimosas que gustan de la caricia, y al sentir la mano de su amo, cierran los ojos, esconden las uñas y se dan con una pasividad de muerte. Volviendo el rostro hacia sus interlocutores, ofreció:

      —Vuelvo ahora mismo... Un par de vueltas...

      Bailaban lentamente; el organillo, en un rincón, cantaba las cadenciosas notas de una polca popular—uno de esos números zarzueleros que se pegan al oído y que tararean las modistas al ritmo de la máquina y las cocineras acompañadas por el chisporrotear de los sarmientos al quemarse—, y Nieves, a los lánguidos acordes de la música, se movía con ritmo voluptuoso. El chulo mantenía uno de los brazos rígido, sosteniendo en su mano abierta la de su pareja, mientras que con la otra, colocada un poco más abajo de la cintura frágil de la dama, la oprimía contra sí. Danzaba pausadamente, muy serio, la cara casi contraída por la atención, los ojos en alto, como si desempeñase papel importantísimo en algún sagrado rito. Danzaba muy despacio, marcando el compás con todo el cuerpo, deteniéndose un instante para, al atacar el piano de manubrio una nota más viva, girar rápido y recomenzar otra vez el lento balanceo. Nieves reía ante la gravedad de su pareja, tratando de distraerle y de hacerle perder el compás. Sus ojos pícaros buscaban los del galán, y sus labios, purpúreos y codiciables, se le ofrecían con impudor burlón.

      Pasaban las demás parejas—chulos pálidos, descoloridos, la color enfermiza y los ojos grandes y tristes de bestias de amor, cernidos de libores; señoritos achulados, guasones, chabacanos; horteras de cursilería agresiva, presumiendo de chulos, de Don Juan y de elegantes; artesanos de una alegría ruidosa, grosera, molesta, llevando entre sus brazos hembras de enjalbegados rostros, en que el bermellón de los labios formaba un contraste casi macabro con el albayalde de las mejillas—; y los miraban curiosamente, con ironía un tanto despectiva.

      Los amplios salones de «La Dalia», sociedad recreativa de baile,