El pecado y la noche. Antonio De Hoyos y Vinent. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio De Hoyos y Vinent
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664127754
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tres arpías comenzaron a su vez una lucha épica de mordiscos, besos, golpes.

      De pronto, la bombilla eléctrica cayó rota y se hizo la oscuridad. En las tinieblas seguía la lucha bárbara entre gritos, lamentos, gemidos, juramentos y maldiciones. Rodó la mesa, y sobre ella cayeron todos en montón, y en el suelo prosiguieron aún. En las sombras resonó, angustiosa, la voz de Jimmi:

      —¡Me han matado!

      Hubo un momento de confusión y luego un impulso de fuga.

      Cuando acudieron con luces, en el suelo, en el montón que formaba la mesa hecha astillas, sobre el mantel manchado de sangre y vino, yacían yertos, rígidos, inanimados, Nieves y Jimmi, como dos pobres muñecos de cera.

       Índice

      Vers l'archipel limpide, ou mirent les Iles.

       L'Hermafrodite nu, le front cenit de jasmin,

       Épuise ses yeux verts en un rêve sans fin;

       Et sa souplesse torse empruntée aux reptiles,

       Sa cambrure élastique et ses seines érectiles

       Suscitent le désir de l'impossible hymen,

       Et c'est le monstre éclos, exquis et surhumain,

       Au ciel supérieur des formes plus subtiles.

       La perversité rôde en ses courts cheveux blonds

       Un sourire éternel frère des sous profonds

       S'estope en velours d'ombre a sa bouche ambiguë,

       Et sur ses pales chairs se traîne avec amour

       L'ardent soleil païen, que la fait naître un jour

       De ton écume d'or, ô Beauté suraiguë.

      Albert Samain.

       Índice

      Primero había sido la palabra grave, sonora, un poco enfática y engolada de Don Clodoveo Zurriola, el sabio arqueólogo, la que en períodos acabados, correctos, académicos, que armonizaban bien con la noble serenidad de la fábula griega, narrara la historia del hijo de Hermes y Afrodita. La figura venerable del escritor, que suplía con la rigidez lo escaso de la estatura; su gesto sobrio, pero oratorio y elegante; su empaque un poco finchado dentro de la corta y estrechísima levita, adornada en el ojal por multicolor roseta, y del enorme cuello que aparecía en dos inacabables picos por cima de la formidable corbata, sostenida con un camafeo, sentaban a maravilla al severo decorado del salón. Pero lo que sobre todo daba suprema nobleza al viejo caballero era el rostro, un rostro de pergamino en que lucían dos ojos azules, claros y serenos, ojos de niño o de poeta habitante de una Arcadia feliz. Completaban el conjunto larga perilla de plata y nevada trova que nimbaba de luz la cabeza. Hablaba lentamente, mejor dicho recitaba su prosa con enfática entonación, cambiando de registro según convenía a la índole de los períodos descriptivos, trágicos o jocosos, hacía largas pausas y sabía rematar las parrafadas.

      Mientras peroraba, sus manos blancas y delgadas de patriarca bíblico trazaban un gesto abarcador, y de vez en cuando posábanse en la amplia frente. Gustábale de recrear a aquellas señoras con alguna de las leyendas de la mitología griega, en que mezclaba con su portentosa erudición un humorismo un poco pueril, muy vieux jeu, pero honesto, limpio y de buen gusto.

      Oíanle ellas embelesadas, pese a su gran recato y a lo escabroso de los asuntos, que abundaban en episodios asaz libres; pero la mitología tiene eso: aun en los momentos en que narra las liviandades a que tan aficionados mostrábanse los señores del Olimpo, aun en aquellos otros en que nos presenta las mayores aberraciones, hasta cuando Parsifae se entrega bajo la apariencia de una vaca de bronce a las caricias del toro o Calimante pone sus pecaminosos deseos en el melenudo rey del desierto, incluso en las creaciones de equívocos personajes, hay en ella una diafanidad, una serena fe en el amor y la vida, que permite a los oídos más pudibundos y fáciles de ofender escucharla sin menoscabo de su honestidad. Guardan los amores y aventuras de dioses y diosas, de héroes y ninfas, de reinas y monstruos, sobre todo evocados por la severa palabra de un sabio-poeta, un no sé qué de estatuario, de ecuánime, de plástico, que ahuyenta toda idea de lubricidad y de morbosa delección.

      La mitología fue esencialmente moral. Era, sí, la religión del amor; pero, al mismo tiempo, era la religión de la Naturaleza, de la fuerza, de la juventud. Nunca el espíritu ha estado más lejos de la carne; la carne vivía y el espíritu somnolaba plácidamente alejado de enfermizas inquietudes. Nuestras almas son como el mar, como él tienen sus mareas, su movimiento de aproximación y de retraimiento; sino que en ellas es al través de los siglos. Hay momentos en la historia de la humanidad en que las almas han estado a flor de piel, y es el momento de las inquietudes, de los grandes pecados y de los monstruosos impulsos de santidad. El amor tiene el perverso encanto del pecado, y no es el amor, es algo macerante que puebla las noches demasiado castas de calenturientas aberraciones. En otros períodos, al contrario, el alma duerme y la carne reina. Entonces se ama con impudor inconsciente, las mayores aberraciones parecen juegos de niños egoístas; apartan los humanos de su lado a los débiles, a los deformes, a los tristes, y si alguna vez se mata es con un gesto magnífico de desdén por la inutilidad de los viejos, de los enfermos o de los cobardes. En la India, en Egipto, en todos los países del remoto pasado, fue el reinado del alma; en Grecia y Roma triunfó el cuerpo y fue como un paseo victorioso de Venus y Baco a través del mundo entre faunos, sátiros, silvanos y tigres y panteras, montadas por bacantes coronadas de pámpanos. En la Edad Media la carne torturada por el ayuno y las disciplinas agoniza entre alucinaciones, y el espíritu bulle siniestro como un fuego fatuo: es el tiempo de los iluminados y los poseídos, de las brujas y de los quirománticos, de Prelatti y Gilles de Rais.

      Contó, pues, Don Clodoveo, la historia de Hermafrodita, su peregrina belleza y cómo sorprendido en el momento de bañarse en una fuente situada en las cercanías del Halicarnaso por la indiscreta y seguramente no muy pudibunda ninfa Salmacis, enamorose ésta perdidamente del apuesto mozo. Describió los desdenes con que el doncel agobiara a la infeliz enamorada, y por fin la gracia que, presa de loca desesperación, imploró ella de los dioses, de fundirse en una sola persona con su amado, y aún hizo algunas veladas y discretas alusiones a cómo, concedido tal favor, conservara el nuevo ser los caracteres de ambos sexos.

      Hasta aquí habíanse mantenido las cosas en las serenas esferas de las especulaciones estéticas, pero comenzaba a llegar gente joven procedente del Real y de otras tertulias, y con ellos vientos revolucionarios. Las últimas palabras del sabio prestáronse a chirigotas, salieron a relucir anécdotas picantes, y las malas lenguas emprendieron la caritativa tarea de disecar a los amigos ausentes.

      Doña Recareda Witiza, que acurrucada en su sillita de tijera, la inseparable labor de gancho entre los dedos y las gafas en la punta de la nariz, había escuchado la narración embebecida y sin comprender muy bien aquello de los dos sexos, que, como lo de la manzana del Paraíso, lo del sacrificio de Santa María Egipciaca, las tentaciones de los Padres del yermo y tantas otras cosas, era para sabido, creído y aun admirado, pero no para que una mujer honrada metiese las narices en ello; comenzaba a sentir sobresaltos ante las pseudoprocacidades de la juventud.

      Doña Elvira era una institución en aquella casa; lloviese o hiciese luna, helárase el aliento o asáranse los pájaros, allí estaba ella, sentada en su sillita de tapicería, sin darles paz a los dedos, escuchando atenta y alzando, cuando oía algo que le causaba gran efecto, los ojillos grises por cima de los redondos quevedos de plata. Bajita, menuda, lisa como una tabla, sin que ni pecho ni caderas acusasen su feminilidad, tenía, pese a su frágil contextura, cierta apariencia masculina agravada por el rostro desproporcionado, demasiado grande para la pequeñez del cuerpo. Era el suyo un rostro largo, arrugado, bigotudo y hasta con algo de barba; la nariz