En el peritaje médico es necesario valorar muchos tipos de lesiones y las secuelas respectivas. Existen, pues, los perjuicios mensurables, o sea, aquellos en los cuales existe lesión anatómica, sensorial, de movimiento o de disfunción de algún órgano que puede graduarse de forma cuantitativa (grados de arcos de movimiento, valor de hemoglobina o creatinina en sangre, dimensiones de una cicatriz, superficie corporal comprometida en una quemadura, etc.) o cualitativa (dolor, alteración sensitiva cutánea, trastorno mental leve, moderado o severo, etc.). Pero también se encuentran los perjuicios no mensurables, es decir, aquellos como los estéticos (asimetría facial cicatricial, despigmentación cutánea), los sexuales (como limitación para la actividad coital por lumbalgia), los del ocio (como prohibición médica para jugar fútbol de forma recreativa después de una cirugía de ligamentos de rodilla) o el dolor emocional excepcional (como tristeza, frustración por la pérdida de un ser amado, por una amputación de extremidad, etc.). Estos últimos son un reto especialmente complejo para el perito, pues existen, pero su objetivación es difícil y el impacto sobre todos los individuos no es el mismo, por lo cual su incidencia en el desempeño es variable y no predecible, dado el papel que juegan los factores personales y del ambiente físico y social en cada caso particular.
Vale la pena recordar que la calificación de las secuelas del daño no procede hasta que finalicen todos los tratamientos y procesos de rehabilitación y se logre la estabilidad clínica del daño, o, en algunos casos, procede cuando, sin terminar el tratamiento, el pronóstico clínico sea desfavorable, es decir, cuando no se espera, a pesar de aquel, una mejoría significativa, situación propia de las patologías crónicas sometidas solo a tratamiento de control o estabilización. Cuando se trate de padecimientos que cursan de manera intercurrente o con períodos de exacerbación, la calificación debe hacerse en los momentos de máximo control o recuperación posible (asma, epilepsia, etc.).
Sobre los baremos, su definición en el dle dice: “1. m. Cuadro gradual establecido para evaluar los daños derivados de accidentes o enfermedades, o los méritos personales, la solvencia de empresas, etc. 2. m. Cuaderno o tabla de cuentas ajustadas. 3. m. Lista o repertorio de tarifas”. En el caso que nos ocupa, se aplica la primera definición. Por fuera del diccionario existe la definición de Derobert, que reza: “Un baremo de invalidez es una colección de valores, establecida sobre una estructura médica o médico-legal, en la que se asigna, según la gravedad de las secuelas presentadas por un individuo determinado, una cifra o porcentaje de incapacidad permanente” (citado por Méndez Amaya y Rodríguez Londoño, 2016). Por lo tanto, los baremos son herramientas para la calificación cualitativa o cuantitativa de las secuelas que presenta una persona en concreto y cuya valoración va a servir para un beneficio económico o prestacional en un contexto legal determinado.
Los baremos no remplazan al médico valorador o perito, deben tener redacción clara y sencilla, deben contemplar muchas posibilidades de daño y deben ser concisos y precisos en la asignación de valores, por lo cual, evitan la variación de los resultados cuando los aplican diferentes evaluadores. Los valores asignados deben ser directamente proporcionales a la magnitud del daño, o sea, a mayor daño mayor valor de pérdida; si son de tipo funcional, el máximo valor que se asignará a la pérdida será de 99 %, puesto que 100 % de pérdida equivale a la muerte.
Los baremos son útiles como herramienta de estandarización, pero no son apreciados por todo el mundo; para muchos autores son ambiguos, poseen con frecuencia rangos muy amplios para una misma categoría o grado de daño, no tienen rigor científico en el sentido estricto de la palabra, son aproximaciones al estado funcional del evaluado, no se proyectan en el tiempo, o sea, solo miden el momento de la evaluación, no responden a la evolución de cada caso, son un método burdo que tiene mayor certeza en las lesiones más graves y no permiten valorar la capacidad residual del individuo. A pesar de sus defectos, tienen algunas ventajas: son un apoyo y orientan al valorador médico, homogeneizan la cuantificación entre varios evaluadores o calificadores médicos y limitan el factor subjetivo del perito.
Hay diferentes tipos de baremos, que en general se clasifican de este modo:
1. Baremos funcionales: son aquellos que valoran las pérdidas anatómicas y funcionales de las personas. Por ejemplo, el baremo de la American Medical Association o Guías AMA.
2. Baremos laborales: evalúan las pérdidas de los individuos en relación con las demandas del oficio que desempeñan o han realizado. Por ejemplo, los baremos militares (en Colombia, Decreto 094 de 1989).
3. Baremos mixtos: combinan la valoración funcional del ser humano con la del desempeño laboral. Por ejemplo, los baremos colombianos posteriores a la Ley 100 de 1993 (Decreto 692 de 1995, Decreto 917 de 1999, Decreto 1507 de 2014 y el baremo del magisterio, Decreto 1655 de 2015).
Los baremos pueden ser cuantitativos o cualitativos. Los primeros expresan en porcentaje la pérdida o efecto del daño: se considera el máximo posible de capacidad del 100 %, como en las Guías AMA; en los segundos se hace una descripción de los daños de acuerdo con una metodología preestablecida, como las categorías del Código Penal colombiano (pérdida funcional parcial o total de órgano o miembro, pérdida anatómica de miembro u órgano, etc.).
Los baremos colombianos posteriores a la Ley 100 de 1993 hasta la fecha han incorporado a la valoración médica del daño las limitaciones del desempeño e interacción social del evaluado, y por lo tanto han añadido a la evaluación el estudio de condiciones psicosociales, pero sin guardar equilibrio: no han sugerido herramientas de valoración de tales aspectos, lo cual ha dejado en la observación, en la interpretación y en la llamada contratransferencia entre evaluador y paciente la asignación de porcentajes, que en muchos casos solo tienen como soporte la impresión del observador y caen dentro de la subjetividad de la interacción de pacientes y calificadores. Poca argumentación contundente se puede hacer sobre tales aspectos, y estos se convierten en el caballo de batalla de pacientes y apoderados cuando controvierten los dictámenes emitidos con dichos baremos.
4. Aspectos éticos y humanísticos de la valoración del daño a la salud
Como todo acto médico, la calificación o peritaje en el caso de un paciente requiere que se elabore de acuerdo con los dictados de la ética profesional exigible a los médicos. La ética profesional galénica procede de fuentes antiguas y su expresión más elaborada es el juramento hipocrático, atribuido al padre de la medicina, Hipócrates, quien vivió y ejerció su labor en los siglos v y iv antes de Cristo, nació en la isla de Cos y creó su escuela, llamada hipocrática. Entre las enseñanzas y principios establecidos por este pionero de la medicina para sus seguidores, estaban la presentación personal impecable, la actitud honesta, comprensiva y seria y, además, la observación y registro cuidadoso y prolijo de las condiciones del paciente atendido.
Uno de sus legados más reconocidos es el juramento hipocrático, que hace parte del Corpus hipocraticum, una serie de documentos atribuidos a este ilustre médico y sus discípulos. Contiene pautas de conducta del médico con respecto a sus pacientes, a sus colegas y a la sociedad en general; se entiende como la concreción de un acuerdo social entre la comunidad y los profesionales médicos, a quienes se les otorgan un estatus y remuneración altos, pero en contraprestación se les exige un comportamiento intachable para garantizar el bienestar individual de los enfermos y el beneficio social máximo.
A partir de los principios hipocráticos se elaboró el juramento del médico, contenido en la Ley 23 de 1981 o Código de Ética Médica, que dice textualmente:
Prometo solemnemente:
Consagrar mi vida al servicio de la humanidad; otorgar a mis maestros el respeto, gratitud y consideración