Cruzó un umbral que se abría en un extremo del patio y avanzó por un corredor que recorría el muro norte y el portón que había en esa cara. Había cuatro portones en la Fortaleza, uno en cada lado. También había una cantidad limitada de puertecillas, pero estas estaban hechas de piedra y se cerraban con hierro. Muchas estaban escondidas de un modo brillante. Se podían encontrar si uno se esforzaba lo suficiente, pero para conseguirlo se debía estar justo delante del muro, donde la luz era buena y los guardas de las almenas podían verte. No obstante, Caerid apostó un hombre en cada una, durante las horas que comprendían el alba y el ocaso; no quería dejar nada al azar. Pasó ante dos de esos guardias mientras se dirigía al portón de la cara oeste; aún debía recorrer casi cincuenta metros más de ese corredor sinuoso. Cada guarda lo recibió con un saludo de cabeza muy marcado. «En guardia y a punto», le comunicaron de ese modo. Caerid les respondió a ambos asintiendo con la cabeza y prosiguió su camino.
Con todo, frunció el ceño cuando se hubo alejado, preocupado por aquel destacamento. El hombre que hacía guardia ante la primera puerta, un troll de Kershalt, era un veterano, pero el hombre apostado ante la segunda, un elfo joven, era nuevo. No le gustaba que los nuevos montaran guardia solos. Tomó nota mentalmente de corregir eso antes de la siguiente guardia.
Estaba tan abstraído en esa cuestión cuando pasó por delante de las escaleras que conducían a las dependencias de los druidas que no se percató del movimiento furtivo de los tres hombres que estaban allí escondidos.
***
Los hombres se parapetaron con fuerza tras la pared de piedra cuando el capitán de la guardia druídica pasó por debajo, sin verlos. Se quedaron completamente quietos hasta que este hubo desaparecido y, entonces, se distanciaron de nuevo, prosiguiendo el descenso. Eran druidas, los tres; cada uno había servido durante más de diez años al Consejo y todos abrigaban la profunda convicción, propia de un fanático, de que estaban destinados a hacer grandes cosas. Habían vivido según el mandato de la orden de los druidas y los irritaban sus normas, les parecían estúpidas y sin sentido y no les llenaban. El poder era necesario para que la vida tuviera sentido. Los logros de un hombre carecían de importancia si no comportaban un beneficio personal. ¿De qué servía el estudio personal si luego no se podían poner en práctica los conocimientos? ¿Qué sentido tenía repasar tantos secretos de la antigua ciencia y de la magia si nunca podrían comprobarse? Eso se preguntaban los tres; al principio cada uno por separado, luego en conjunto cuando se dieron cuenta de que compartían las mismas opiniones. Por supuesto, no eran los únicos que estaban descontentos. Otros pensaban lo mismo. Pero nadie más lo hacía con tanto fervor; nadie que, como estos tres, llegara a permitir que eso lo corrompiera.
Para ellos, ya no había esperanza. El Señor de los Brujos hacía tiempo que los buscaba, desde que empezó a planear su venganza contra los druidas. Al final los descubrió y los hizo suyos. Le había llevado tiempo, pero poco a poco se los había ganado, del mismo modo que se había ganado aquellos que lo habían acompañado cuando había abandonado la Fortaleza hacía trescientos cincuenta años. Siempre había hombres así en Paranor, hombres que esperaban que alguien los reivindicara, hombres que esperaban que alguien los usara. Brona había sido muy astuto cuando se les había acercado: no había desvelado su verdadera identidad al principio y había dejado que creyeran que lo que él les susurraba eran sus propios pensamientos. Les había abierto un abanico de posibilidades, el perfume del poder, el atractivo de la magia. Dejó que se encadenaran a él con sus propias manos, que forjaran cerrojos de expectativas y avaricia, que se convirtieran voluntariamente en esclavos tras volverse adictos a sueños y esperanzas falsos. Al final, le habían suplicado que los aceptara, incluso después de descubrir quién era y el precio que debían pagar.
Y ahora se arrastraban por los pasadizos de Paranor con intenciones oscuras, obligados a actuar de un modo que los condenaría para siempre. Salieron del hueco de la escalera en silencio y avanzaron por el corredor con mucho sigilo hasta llegar a la puerta en la que el joven elfo montaba guardia. Se aferraron a las sombras, allí donde no llegaba la luz de la antorcha encendida, y emplearon pequeños conjuros que les había enseñado el Amo (ah, el dulce sabor del poder) para resguardarse de la mirada del guardia joven.
En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzaron sobre él y uno le asestó un golpe seco en la cabeza que lo dejó inconsciente. Los otros dos se apresuraron, frenéticos, a centrarse en las cerraduras que protegían la puerta de piedra y las abrieron una por una. Retiraron la pesada reja de hierro, quitaron la barra maciza del soporte y, finalmente y de un modo irrevocable, tiraron de la puerta, de modo que Paranor quedaba abierto a la noche y a los seres que aguardaban ahí fuera.
Los druidas retrocedieron cuando el primero de esos seres avanzó, arrastrando los pies, hacia la luz. Era un Portador de la Calavera, encorvado y enorme, envuelto en un manto negro y con las garras extendidas; una bestia de bordes afilados, planos llanos, dureza y corpulencia. Su presencia llenó el pasillo y pareció que absorbía el aire de toda la estancia. Unos ojos rojos ardientes traspasaron a los tres hombres, que se encogieron bajo esa mirada. El ser los empujó para pasar por delante de ellos con desdén. Oyeron el batir suave de unas alas que se asemejaban al cuero. Con un siseo de satisfacción, agarró al joven guardia elfo, le arrancó la cabeza y lo echó a un lado. Los druidas se estremecieron cuando el cadáver los roció con la sangre de la víctima.
El Portador de la Calavera hizo señas a la oscuridad que aguardaba fuera y otras criaturas cruzaron el umbral, seres que eran todo dientes y garras, retorcidos y con unas matas de pelo negro erizado. Armados y listos, de vista aguda y sigilosos. A algunos apenas se los podía reconocer; tal vez otrora habían sido trolls. Otros eran bestias del averno que en ningún caso se asemejaban a un humano. Todos habían estado esperando desde que el sol se había puesto en un hueco oscuro, al amparo de los muros exteriores, donde no se les podía divisar desde los parapetos. Se habían escondido allí, sabedores de que esas tres criaturas penosas que se encogían ante ellos eran propiedad del Amo y les granjearían el acceso a la Fortaleza.
Ahora que ya habían entrado, estaban ansiosos por comenzar el baño de sangre que se les había prometido.
El Portador de la Calavera envió a uno de esos seres al exterior para que reuniera a los que quedaran en el bosque. Había unos cuantos centenares esperando la señal para avanzar. Los verían desde los muros cuando salieran del bosque, pero darían la voz de alarma demasiado tarde. Para cuando los defensores de Paranor llegaran hasta ellos, ya habrían penetrado en la Fortaleza.
El Portador de la Calavera se volvió y encabezó la marcha hacia el final del pasadizo. Ignoró por completo a los tres druidas. Para él, eran menos que nada. Los dejó atrás; eran desechos, restos. El Amo sería quien decidiría su fortuna. Lo único que le importaba al cazador alado era la matanza que les esperaba.
Los atacantes se dividían en grupos pequeños a medida que iban avanzando. Algunos treparon por las escaleras que llevaba a las dependencias de los druidas. Otros tomaron un corredor secundario que se dirigía hacia el interior de la Fortaleza. La mayoría siguió los pasos del Portador de la Calavera a lo largo del pasadizo que les conduciría hasta las puertas principales.
Al cabo de poco, comenzaron los gritos.
***
Caerid Lock cruzó el patio a toda velocidad para llegar al portón norte cuando por fin se dio la alarma. Primero se oyeron los gritos; luego, sonó el cuerno de batalla. El capitán de la Guardia Druida lo supo todo en un segundo: la profecía de Bremen se había cumplido; el Señor de los Brujos había penetrado los muros de Paranor. La certeza de este hecho le heló la sangre. Iba llamando a sus hombres a medida que corría, creyendo tal vez que aún estaban a tiempo. Se abalanzaron, listos para atacar, hacia la Fortaleza, y avanzaron por el pasaje que conducía a la puerta que habían abierto los druidas traidores. Al doblar una esquina, vieron que el corredor que se extendía delante estaba atestado de formas negras y encorvadas que se escurrían por la brecha abierta a la noche. Enseguida, Caerid Lock se dio cuenta de que eran demasiados como para entablar combate con ellos, de modo