No obstante, necesitaba descubrir cualquier cosa sobre cómo se podía aniquilar al Señor de los Brujos, sobre las opciones y oportunidades que tendría para salvar a las Razas; los secretos del pasado y el futuro ocultos para los vivos pero conocidos por los muertos compensaban con creces el temor y la duda. Se veía tan obligado por esa necesidad que se sentía forzado a actuar en consecuencia, a pesar de que eso constituyera un peligro para su integridad. Era cierto que ese encuentro entrañaba ciertos peligros. Era cierto que no saldría ileso. Sin embargo, eso no tenía importancia en el orden general del universo, porque incluso dar la vida le parecía un precio razonable si así llegaba el final de ese enemigo implacable.
Los demás se habían obligado a alejarse del borde del valle y a aproximarse a él para sentarse a su lado. Bremen les ofreció una sonrisa tranquilizadora, uno por uno, y les hizo señas, incluso al contumaz Kinson, para que se acercaran.
—En la hora previa al alba, descenderé hacia el valle —les explicó, tranquilo—. Una vez llegue allí, invocaré a los espíritus de los muertos y les pediré que me muestren algo del futuro. Les imploraré que me revelen los secretos que nos ayudarán a destruir al Señor de los Brujos y que nos cedan cualquier magia que nos pueda ayudar. Debo hacerlo deprisa, en ese corto espacio de tiempo antes de que empiece a salir el sol. Me esperaréis aquí. No bajaréis conmigo al valle, pase lo que pase. No haréis nada, veáis lo que veáis, aunque os parezca que debéis hacerlo. No hagáis otra cosa que no sea esperar.
—Tal vez uno de nosotros debería acompañarte —ofreció Risca sin rodeos—. Los grupos ofrecen seguridad, incluso ante los muertos. Si puedes hablar con los espíritus, también podemos hacerlo nosotros. Todos somos druidas, excepto el fronterizo.
—Que seáis druidas no importa —replicó Bremen enseguida—. Es demasiado peligroso para vosotros. Es algo que debo hacer solo. Esperaréis aquí. Quiero que me lo prometas, Risca.
El enano lo miró largo rato con dureza y, luego, asintió. Bremen se volvió hacia los demás. A regañadientes, todos fueron asintiendo. Cuando se encontró con la mirada de Mareth, esta se la sostuvo y le manifestó en secreto que lo comprendía.
—¿Estás convencido de que es necesario? —insistió Kinson, con delicadeza.
Las arrugas del rostro anciano de Bremen se contrajeron levemente cuando frunció el ceño.
—Si se me ocurriera otra opción, algo que nos pudiera ayudar, me iría de aquí. No soy un necio, Kinson, y tampoco un héroe. Sé lo que implica haber venido hasta aquí. Sé que me perjudica.
—Entonces, tal vez…
—No obstante, los muertos me hablan de un modo que los vivos no pueden —lo interrumpió Bremen—. Necesitamos de su sabiduría y comprensión. Necesitamos conocer sus visiones, por muchos defectos y carencias que presenten a veces. —Respiró hondo—. Necesitamos verlo bajo su punto de vista. Y si tengo que renunciar a algo de mí mismo para conseguir esa agudeza, que así sea.
Acto seguido, se sumieron en el silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, mientras reflexionaban sobre aquellas palabras y el desasosiego que les habían provocado. Sin embargo, no había nada que pudieran hacer para evitarlo. Bremen les había contado lo que era necesario y ya no le quedaba nada más que decir. Tal vez lo entenderían mejor cuando terminara todo aquello.
De modo que se quedaron sentados en la oscuridad mientras echaban vistazos a la superficie reluciente del lago de soslayo, con el rostro bañado por ese débil resplandor mientras escuchaban el silencio y aguardaban a que se acercara el alba.
Cuando al fin lo hizo, cuando llegó la hora, Bremen se irguió y se volvió hacia sus compañeros con una leve sonrisa para, acto seguido, pasar por su lado sin pronunciar palabra e iniciar el descenso hacia el Valle de Esquisto.
De nuevo, el avance era lento. Ya había recorrido aquel camino antes, pero estar familiarizado con el terreno no era de ayuda cuando este era tan traicionero. La roca que pisaba resbalaba y estaba suelta por todas partes y los bordes estaban tan afilados que cortaban. Elegía por dónde proseguir con prudencia y comprobaba cada paso que daba en aquella superficie inestable. Las botas hacían crujir y rodar la grava, el ruido hacía eco en aquel silencio. Al oeste, donde los nubarrones eran más densos, los truenos retumbaban como un mal presagio y anunciaban la llegada de una tormenta. En el valle no corría ni un ápice de brisa, pero el olor a lluvia impregnaba el aire muerto. Bremen alzó la vista en el momento justo en que un relámpago iluminaba el cielo negro, que luego repitió el mismo patrón más hacia el norte, sobre el telón de fondo que ofrecían las montañas. El alba vendría acompañada de algo más que la salida del sol ese día.
Llegó al fondo del valle y avanzó con un gran esfuerzo a un ritmo más veloz, ya que podía mantener el equilibrio mejor en ese suelo más firme. Delante, el Cuerno del Hades brillaba con una incandescencia plateada, con una luz que se reflejaba desde algún lugar bajo esa superficie plana y quieta. Bremen ya era capaz de oler la muerte, un hedor inconfundible, de podredumbre árida y fétida. Estuvo tentado a volver la vista atrás, hacia el lugar donde lo esperaban los demás, pero sabía que no debía distraerse ni siquiera con esa minucia. Mentalmente, ya estaba ensayando el ritual que debía seguir cuando llegara a la orilla del lago: las palabras, los símbolos, los gestos del conjuro que haría que los muertos hablaran con él. Ya estaba afianzando su fortaleza para hacer frente a la presencia debilitante de los espíritus.
Alcanzó la orilla del lago demasiado pronto y se quedó allí de pie, una figura frágil y pequeña en medio de una arena inmensa de piedras y cielo, con la piel marchita y los huesos viejos; una figura cuyos fuertes eran su determinación y su voluntad de hierro. Tras él, volvió a oír el retumbar del trueno en aquella tormenta que se aproximaba. En el cielo, los nubarrones comenzaron a revolverse y a enredarse debido al viento que se había desatado, acompañado del agua que estaba a punto de caer. A sus pies, Bremen notaba cómo la tierra se estremecía cuando los espíritus advirtieron su presencia.
Se dirigió a ellos con suavidad, pronunció sus nombres, repasó su historia y nombró la razón que lo había llevado a hablar con ellos. Trazó los símbolos con las manos y los brazos, gesticuló para invocarlos desde el mundo de los muertos hasta el de los vivos. Observó cómo las aguas comenzaban a revolverse, y Bremen aceleró. Estaba seguro de sí mismo y tranquilo, sabía lo que se avecinaba. En primer lugar, comenzaron los susurros, bajos y lejanos, que se fueron alzando como burbujas invisibles desde el agua. Luego, empezaron los gritos, largos y profundos. Los gritos fueron aumentado de número y de volumen, desde unos pocos a demasiados, y también subieron de tono e impaciencia. Las aguas del Cuerno del Hades sisearon, llenas de descontento y necesidad, y comenzaron a agitarse con la misma celeridad que los nubarrones que había encima, removidos por la tormenta que se acercaba. Bremen gesticuló y les pidió que respondieran. Lo que había llegado a dominar tras estudiar con los elfos le había reforzado y le servía de apoyo, eran los cimientos sobre los que construía la magia de la invocación.
—Respondedme —les dijo—. Abríos a mí.
Un chorro de agua emergió del centro de lago, que ahora se agitaba con violencia, como una fuente, y se desplomó para volver a emerger luego. Un estruendo resonó desde las profundidades de la tierra, un gruñido de descontento. Bremen sintió cómo el primer atisbo de duda se le introducía en el corazón y le costó obligarse a ignorarlo. Notaba cómo el vacío lo rodeaba, extendiéndose por el lago hasta abarcar el valle entero. Solo los muertos podían estar en aquel perímetro; los muertos y aquel que los había invocado.
Entonces, los espíritus comenzaron a elevarse desde el lago: pequeños filamentos blancos de luz que tenían una forma que se asemejaba vagamente a la humana,