—Sí, lo mejor será empezar el viaje —coincidió Tay mientras se inclinaba adelante con impaciencia.
Bremen asintió, con los ojos llenos de gratitud.
—Estamos de acuerdo en que debemos detener al Señor de los Brujos antes de que someta a todas las razas. Sabemos que ya lo ha intentado una vez pero falló, y que esta vez es más fuerte y más peligroso. Os dije que por esta razón creo que primero tratará de aniquilar a los druidas en Paranor. La primera visión sugiere que tengo razón. —Hizo una pausa—. Me temo que tal vez ya haya sucedido.
Se produjo un largo silencio mientras los demás intercambiaban miradas de preocupación.
—¿Crees que todos los druidas están muertos? —preguntó Tay con un hilo de voz.
Bremen asintió.
—Creo que existe esta posibilidad. Espero equivocarme. Sea como fuere, estén muertos o no, debo salvar el Eilt Druin, de acuerdo con la primera visión. Las visiones, en conjunto, han evidenciado que el medallón será esencial en la forja de un arma que destruirá a Brona. Una espada, una hoja con un poder especial, una magia que el Señor de los Brujos no podrá resistir.
—¿Qué tipo de magia? —preguntó Kinson, de inmediato.
—Lo desconozco todavía. —Bremen volvió a sonreír y sacudió la cabeza—. Apenas sé nada más allá de que ese arma es necesaria, si es que confiamos en la visión, y que el arma tiene que ser una espada.
—Y debes encontrar al hombre que la va a empuñar —añadió Tay—. Un hombre cuyo rostro no fue revelado.
—Pero la última visión, aquella imagen oscura del Cuerno del Hades y el muchacho con los ojos extraños… —comenzó Mareth, preocupada.
—Esa deberá esperar hasta que llegue el momento —la interrumpió Bremen, aunque no lo hizo con severidad. La miró, inquisitivo—. Las cosas se ponen de manifiesto cuando lo hacen, Mareth. No podemos forzarlas. Y no podemos permitirnos que nuestra preocupación por ellas nos constriña.
—En definitiva, ¿qué quieres que hagamos? —insistió Tay.
Bremen se volvió hacia él.
—Debemos separarnos, Tay. Quiero que regreses con los elfos y le pidas a Courtann Ballindarroch que organice una expedición para buscar la piedra élfica negra. En cierto modo, la piedra es fundamental en nuestra campaña para aniquilar a Brona. Eso se extrae de las visiones. Los cazadores alados ya la están buscando y debemos evitar que la encuentren. Debemos persuadir al rey elfo para que nos ayude. Nos podemos ayudar de los detalles de las visiones. Esgrime lo que se nos ha revelado y recupera la piedra antes de que lo haga el Señor de los Brujos.
Bremen se dirigió a Risca.
—Necesito que acudas ante el rey Raybur y los enanos de Culhaven. El ejército del Señor de los Brujos marcha hacia el este y creo que allí es donde empezará la ofensiva. Los enanos deben estar listos para defenderse de un ataque y deben resistir hasta que se les pueda mandar ayuda. Usa tus habilidades especiales para asegurarte de que lo hacen. Tay hablará con Ballindarroch para pedir a los elfos que se unan a los enanos. Si lo hacen, habrá una fuerza capaz de plantarle cara al ejército de trolls del que Brona tanto depende. —Hizo una pausa—. Pero, sobre todo, debemos ganar tiempo para forjar el arma que destruirá a Brona. Kinson, Mareth y yo volveremos a Paranor y descubriremos si la visión que auguraba su caída se ha cumplido. Mi intención es apoderarme del Eilt Druin.
—Si aún vive, Athabasca no renunciará a él —dijo Risca—. Eso ya lo sabes.
—Tal vez —replicó Bremen con gentileza—. Sea como fuere, tengo que esclarecer cómo se debe forjar esta espada que se me ha mostrado, qué magia debe poseer, de qué poder debe imbuirse. Tengo que descubrir cómo hacerla indestructible y, entonces, deberé encontrar a aquel que va a empuñarla.
—Me parece que tendrás que hacer milagros —comentó Tay Trefenwyd con ironía.
—Todos debemos hacerlos —respondió Bremen en voz baja.
Se contemplaron unos a otros en la penumbra mientras se forjaba una comprensión silenciosa entre todos. Más allá del refugio, la lluvia goteaba en una cadencia continua desde los salientes rocosos. Era media mañana, y la luz se había tornado plateada a medida que el sol trataba de atravesar los nubarrones que todavía quedaban.
—Si los druidas de Paranor han muerto, somos los únicos que quedan para plantarle cara —observó Tay—. Tan solo cinco.
Bremen asintió.
—Cinco tendrá que valer. —Se levantó y observó el exterior, sumido en la penumbra—. Será mejor que empecemos.
6
Esa misma noche, al oeste y al norte del lugar donde Bremen había hecho frente a la sombra de Galáfilo, en las profundidades del círculo de piedra de los Dientes del Dragón, Caerid Lock hacía la ronda nocturna en Paranor. Cerca de la medianoche, cuando recorría una galería que se abría en los parapetos orientados hacia el sur, un terrible destello de luz en el horizonte lejano lo distrajo un momento. Se detuvo mientras observaba y aguzaba el oído ante el silencio. Una masa de nubes cubría el cielo de una punta a la otra, ocultando la luna y las estrellas y sumiendo el mundo en la oscuridad. Se produjo otro destello de luz, que escindió la noche durante un segundo como si fuera cristal roto, para luego desvanecerse como si nunca hubiera existido. Acto seguido, retumbó un trueno, un estruendo largo y profundo que resonó en las cumbres de las montañas. La tormenta se había quedado al sur de Paranor, pero el aire transportaba el olor de la lluvia y el silencio era sepulcral y sofocante.
El capitán de la guardia druida se demoró un poco más, perdido en sus pensamientos, y poco tiempo después entró por una puerta de la torre, adentrándose en la Fortaleza. Hacía esas rondas todas las noches, sin dignarse a dormir. Era un hombre compulsivo cuyos hábitos laborales nunca se alteraban. Los momentos que podían encerrar el mayor peligro, según él, eran justo antes de la medianoche y justo antes del alba. Eran los momentos en que el cansancio y el sueño embotaban los sentidos y te volvían descuidado. Si había un ataque planeado, arremeterían entonces. Porque Caerid Lock creía que Bremen no hubiera ido a avisarlos si no hubiera tenido una razón de peso y, como él era precavido por naturaleza, estaba resuelto a aguzar la vista, en especial a lo largo de las semanas siguientes. Ya había incrementado el número de guardas que hacían cada ronda y había iniciado el trabajoso proceso de reforzar las cerraduras de las puertas. Se había planteado mandar patrullas por la noche a los bosques que los circundaban como protección adicional, pero lo había descartado porque estos quedarían demasiado vulnerables sin la protección de los muros. La Guardia era grande, pero no era un ejército. Podía proveer el castillo de seguridad, pero no podía librar una batalla en campo abierto. Bajó las escaleras de la torre, llegó al patio frontal y lo cruzó. Media docena de guardas estaban apostados en la entrada, ocupándose de las puertas, el rastrillo y las torres de vigilancia que enmarcaban el portón de la fortificación. Todos se colocaron en posición de firmes cuando vieron que se acercaba. Habló con el oficial al mando, confirmó que todo estaba correcto y siguió adelante. Volvió por donde había venido y oyó cómo el estruendo de otro trueno rompía el silencio sepulcral de la noche, aunque se giró raudo hacia el sur, tratando de divisar el fogonazo de luz que sin duda lo había precedido, ya sabía que el destello ya habría pasado. Estaba intranquilo, pero no lo estaba más esa noche que las otras, ya que siempre se sentía preocupado e impulsado a cumplir sus obligaciones. A veces pensaba que se había quedado demasiado tiempo en Paranor. Realizaba bien su trabajo; era consciente de que todavía era bueno y estaba orgulloso de cómo dirigía la guardia; todos los que prestaban servicio ahora los había seleccionado y entrenado él personalmente. Conformaban un grupo sólido, en el que se podía confiar, y sabía que podía atribuirse el mérito. Sin embargo, se estaba haciendo viejo y la edad conllevaba un embotamiento de los sentidos espoleado por un exceso de confianza. Y no se lo podía permitir. Vivían tiempos