Jack se estremeció, recordando las palabras de Kirtash, cargadas de sarcasmo: «No soy humano. Y tú sí, ¿verdad?». Sintió miedo, un miedo espantoso, y supo que estaba cerca de encontrar las respuestas a sus preguntas... pero por primera vez intuyó que tal vez no le gustaría conocer aquellas respuestas.
Sacudió la cabeza de nuevo y decidió aferrarse a lo único de lo que estaba seguro: sus sentimientos por Victoria. La miró intensamente.
—Eso no me importa ahora, Victoria. Lo importante es que estoy contigo otra vez.
Ella le devolvió la mirada, conmovida, y lo abrazó con fuerza. Jack la estrechó entre sus brazos. Cerró los ojos, y recordó las palabras de Kirtash: «Tienes que morir; es la única manera de salvar a Victoria». No lo entendía y no sabía si era verdad, pero en aquel momento sintió que, si fuera cierto que tenía que sacrificarse, si tuviera que morir por ella, lo haría sin dudarlo un solo momento.
—¿Por qué lo has hecho? –murmuró ella–. Podría haberte matado, y entonces... ¿qué habría hecho yo sin ti, eh?
—Tenía que hacerlo –se excusó él–. No soportaba la idea de que Kirtash volviera a hacerte daño. Pero, dime, ¿cómo me has encontrado?
Ella miró hacia el horizonte, hacia donde asomaba el alba. La brisa marina revolvió sus cabellos oscuros.
—Tuve un presentimiento –confesó–. En el colegio. Tuve miedo por ti y... volví a Limbhad enseguida –lo miró fijamente–. No estabas, y... me preocupé muchísimo. Fui corriendo a la biblioteca, le pregunté por ti al Alma, y me ha traído hasta aquí. Ni siquiera desperté a Alexander, no sabe que he venido. Aunque ojalá hubiera llegado antes.
—No, Victoria –replicó Jack, negando con la cabeza–. Esto era algo que teníamos que resolver nosotros dos solos.
La chica no dijo nada. Tenía la desagradable sensación de que, aunque aparentemente se peleaban por ella, en realidad aquello no era más que una excusa. Habrían luchado el uno contra el otro hasta la muerte, de todas maneras.
—Bueno, como tú has dicho –concluyó Victoria, sonriendo–, lo importante es que estamos juntos.
Jack sonrió también.
—Sí –dijo–, eso es lo importante.
Victoria lo ayudó a levantarse. El chico se apoyó en su hombro para sostenerse en pie. Y entonces, ella cerró los ojos y llamó al Alma de Limbhad, y los dos regresaron a su refugio de la Casa en la Frontera.
—Haiass –dijo el Nigromante, contemplando lo que quedaba de la magnífica espada.
Kirtash no se movió. Había hincado una rodilla en tierra y aguardaba en silencio, con la cabeza gacha, ante su padre y señor.
Ashran se volvió hacia él.
—Te han derrotado, Kirtash. ¿Cómo es posible?
—Domivat, la espada de fuego –dijo él en voz baja.
—¿Domivat? –el Nigromante negó con la cabeza–. No, muchacho. No se trata de la espada. Se trata de ti.
Kirtash se estremeció imperceptiblemente, pero no habló, ni alzó la mirada.
—Estás perdiendo poder, Kirtash –prosiguió Ashran–. Te estás dejando llevar por tus emociones, y esa es tu mayor debilidad, lo que te hace vulnerable. Lo sabes.
—Lo sé –asintió el muchacho con suavidad.
—Odio, rabia, impaciencia... amor –Ashran lo miró fijamente, pero Kirtash no se movió–. Deberías estar por encima de todo eso. La Tierra te está afectando demasiado. Esto –señaló la espada rota– no es más que un aviso de lo que está pasando. Hay que cortarlo de raíz.
—Sí, mi señor.
—Tus enemigos son más poderosos de lo que yo había pensado. Hay en la Resistencia alguien capaz de blandir a Domivat... y con eficacia –añadió, contemplando la malograda Haiass–. ¿Quién es? ¿Un hechicero? ¿Un héroe?
—Es un hombre muerto –siseó Kirtash. Ashran soltó una risa baja.
—No lo dudo, muchacho. Pero sigue sin gustarme esa rabia que veo en ti. Veo que te has confiado. Has encontrado un rival y eso te ha sacado de quicio. No, hijo. Así no se hacen las cosas. Nadie debería poder inquietarte siquiera. Ese... futuro cadáver... tiene una espada legendaria, sí, pero eso no lo hace igual a ti. Al fin y al cabo, solo es humano, ¿no es así?
Kirtash entornó los ojos. Pareció dudar un momento, pero finalmente dijo, con frialdad:
—Sí, mi señor. Solo es humano.
—De acuerdo –asintió Ashran–. Me encargaré de que forjen de nuevo tu espada, Kirtash, pero, a cambio, quiero que hagas varias cosas. En primer lugar... quiero la cabeza del guerrero de la espada de fuego.
—Será un placer –murmuró Kirtash, con gesto torvo; pero el Nigromante lo miró con severidad.
—Controla tu odio, Kirtash. Te hace perder objetividad y perspectiva. Recuerda: ese renegado... no es importante. No más que un insecto, ¿verdad? ¿Odias acaso a los insectos a los que pisas cuando caminas?
—No, mi señor.
—Porque no son importantes. No son nada. Por eso los puedes aplastar con facilidad. Si te dejas llevar por el odio, el miedo o la rabia, estarás dando a tu rival una ventaja sobre ti, le estarás mostrando tu punto débil –le dio la espalda, irritado–. Parece mentira que aún no lo hayas aprendido.
—Te pido perdón, mi señor; no volverá a ocurrir –dijo Kirtash, sobreponiéndose; su voz sonó de nuevo fría e impersonal cuando añadió–: Eliminaré a ese renegado, puesto que ese es tu deseo.
—Así me gusta. Pero eso no es todo lo que tendrás que hacer a cambio de tu espada, muchacho. Vas a dejar ese absurdo pasatiempo tuyo, vas a dejar la música. No sirve para nada, te distrae y, además, te vuelve cada vez más humano. Eso no me gusta.
Kirtash apretó los dientes, pero su voz sonó impasible cuando respondió:
—Como ordenes, mi señor.
—Y por último –concluyó Ashran–, está el tema de esa muchacha.
Kirtash entrecerró los ojos, pero no dijo nada.
—No volverás a verla –decretó Ashran; Kirtash pareció relajarse un poco–. Ya te has entretenido bastante, ya has jugado un poco con ella, y lo único que has conseguido es esto –señaló a Haiass de nuevo–. Te ha vuelto más débil, Kirtash. Ha despertado sentimientos en tu interior. Te lo habría perdonado si te hubieras ganado su voluntad; al fin y al cabo, alguien que puede manejar el Báculo de Ayshel, aunque sea solo una semimaga, no deja de ser un elemento valioso. Pero no la has seducido; al contrario, te ha cautivado ella a ti.
»Te dije que, si no conseguías ganártela, tendrías que matarla. Pero he cambiado de idea. Esa joven es peligrosa para ti y, por tanto, sería un error que te ordenara acabar con su vida. No, muchacho; la chica morirá, pero no a tus manos.
Kirtash se contuvo para mantener la vista baja.
—Enviaré a Gerde a matarla –concluyó el Nigromante–. Ella no tendrá tantos escrúpulos. Y, cuando esa muchacha ya no exista, volverás a ser el de antes.
—¿Gerde? –repitió Kirtash en voz baja–. ¿Está ya preparada para venir a la Tierra?
—Siempre lo he estado –dijo tras él una dulce voz femenina–. Eres tú el que no parece estar dispuesto a recibirme.
Kirtash se levantó y se dio la vuelta. De pie junto a la puerta había una criatura de salvaje belleza, grácil, sutil y esbelta como un junco. Unos ojos negros, todo pupila, brillaban en un rostro de rasgos exóticos y turbador atractivo. Una maraña de cabello verdoso, pero tan suave