—No puedo... –susurró.
Y miró a Christian, y vio que él seguía observándola, y por primera vez vio con claridad que sus ojos azules, habitualmente fríos como cristales de hielo, estaban llenos de ternura.
—No... –dijo.
Pero, cuando Christian se inclinó para besarla, Victoria le echó los brazos al cuello y se acercó más a él, y cerró los ojos, y se dejó llevar; y, cuando los labios de él rozaron los suyos, fue como una especie de descarga que la hizo estremecerse de arriba abajo. Se abandonó a aquel beso, sintiendo que se derretía y, cuando finalizó, los dos se abrazaron, temblando, bajo la luna llena. Victoria ya no se acordó de Jack, ni de Alexander, ni de Shail, ni tampoco de Idhún, ni de Ashran, el Nigromante, cuando apoyó la cabeza en el hombro de Christian y le susurró al oído:
—Te quiero.
Él no dijo nada, pero la estrechó con fuerza.
Ninguno de los dos vio la sombra que los observaba desde una de las ventanas de la mansión.
VI
SU VERDADERA NATURALEZA
J
ACK blandió el garrote, respirando entrecortadamente. La bestia lo observó, con cautela, pero sin dejar de gruñir por lo bajo.
—Alexander, no –dijo el muchacho, aunque sabía que aquella cosa no era Alexander y, por tanto, no iba a escucharlo.
La primera noche, las cadenas habían aguantado de milagro. Pero aquella segunda noche, el lobo había hecho acopio de fuerzas y, tras varias horas tirando, mordiendo, royendo y tratando de sacudírselas de encima, había logrado liberarse de su encierro.
Jack podía haberlo matado. Podía haber blandido a Domivat; hasta el más leve roce de su filo habría hecho que el lobo estallase envuelto en llamas, si Jack hubiese querido.
Pero el chico no podía enfrentarse a él de esa manera, porque sabía que, bajo la piel de la bestia, se ocultaba Alexander, su amigo, su maestro.
El lobo gruñó de nuevo y saltó hacia él. Jack intentó esquivarlo y logró golpearlo con fuerza; pero el lobo aterrizó sobre sus cuatro patas, sacudió la cabeza y volvió a la carga.
Jack no quería hacerle daño; pero, si no lo detenía, el lobo acabaría por matarlo a él.
Era una bestia magnífica, un enorme lobo gris de fuertes patas, poderosos colmillos y afiladas zarpas. Pero su instinto le pedía sangre, y Jack estaba demasiado cerca. El chico blandió el garrote como si fuera una espada y golpeó al lobo en el estómago. No sin satisfacción, lo vio caer hacia atrás, con un quejido. Pero no era suficiente. Con un grito salvaje, Jack se arrojó sobre la bestia y cayó sobre su lomo para tratar de sujetarlo. Las patas del animal se doblaron bajo el peso del muchacho, pero giró la cabeza y trató de morderlo. Su mandíbula se cerró en torno al antebrazo de Jack, que gritó de dolor e intentó sacudírselo de encima. Se levantó de un salto y retrocedió, sujetándose el brazo herido y observando al lobo con cautela. El garrote había quedado en el suelo, lejos de él.
Jack inspiró hondo, sin apartar los ojos del animal, que gruñía por lo bajo, dispuesto a saltar sobre él.
—Alexander... –dijo el chico–. Reacciona, por favor. Soy yo, Jack.
Se sintió ridículo. Era obvio que no podía escucharlo. Retrocedió unos pasos, a la par que el lobo avanzaba hacia él. Se dio cuenta de que se preparaba para saltar, y pensó que solo tendría una oportunidad. Tensó los músculos y esperó el momento adecuado.
El lobo saltó sobre él. Jack siguió esperando, calculó la distancia y, cuando ya lo tenía casi encima, se apartó de su trayectoria con un brusco giro de cintura. Se lanzó sobre el animal, rodeando su peludo cuerpo con ambos brazos, y lo hizo caer al suelo. Los dos rodaron sobre la hierba. Una de las zarpas del lobo desgarró el jersey de Jack, que lanzó un quejido de dolor cuando las uñas de la bestia rasgaron su piel bajo la lana. Pero no perdió la concentración. Haciendo un soberano esfuerzo, rodeó con ambos brazos el cuello del lobo, y lo estrechó con fuerza. La criatura gimió y se debatió, pero pronto dejó de moverse porque, cuanto más lo hacía, más le costaba respirar; aún tuvieron que transcurrir algunos minutos más hasta que ambos se quedaron inmóviles.
—¿Ya? –jadeó Jack–. ¿Te has divertido bastante?
El lobo gruñó por lo bajo. Jack sintió que se relajaba, y agradeció, aliviado, la llegada del amanecer. Allí, en Limbhad, siempre era de noche, pero el muchacho podía detectar cuándo terminaba el ciclo del licántropo, porque el lobo siempre parecía debilitarse antes de transformarse de nuevo en hombre... en Alexander.
Jack soltó a la bestia, que gruñó de nuevo; pero no debía de tener fuerzas para levantarse, porque se tumbó sobre la hierba y se limitó a lanzarle una hosca mirada.
Jack miró su reloj, que había sincronizado con la hora de Alemania. Eran casi las siete. Estaba a punto de amanecer. Sacudió la cabeza, agotado y, cojeando, entró en la casa para ir a buscar el botiquín y las ropas de Alexander.
Cuando regresó, el lobo seguía echado sobre la hierba, y esta vez ni siquiera alzó la mirada cuando Jack le puso una manta por encima. El muchacho se tumbó en la hierba, boca arriba; tenía la carne del brazo desgarrada por un mordisco del lobo, y el pecho todavía le escocía, allí donde las garras de la criatura lo habían alcanzado. Pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo, así que cerró los ojos y suspiró.
—Menuda nochecita, ¿eh?
—Y que lo digas –gruñó el lobo, con la voz de Alexander–. ¿Cómo diablos he conseguido romper esas cadenas?
—Dímelo tú –murmuró Jack; le dolía todo el cuerpo porque, además de los mordiscos, tenía arañazos y contusiones por todas partes. Con todo, no le preocupaba llegar a convertirse en un licántropo, como Alexander, porque el estado de este no había sido provocado por la mordedura de otro hombre-lobo, sino por un conjuro de nigromancia fallido.
Alexander se incorporó un poco; volvía a ser él, pero tenía el cabello revuelto, y sus ojos aún relucían de manera siniestra.
—Habrá que buscar otra manera –dijo. Jack bostezó.
—¿Otra manera? ¿Cadenas más fuertes, quieres decir?
¿O un somnífero? Eh, mira, eso es una buena idea, ¿por qué no se nos habrá ocurrido antes?
Alexander lo miró un momento, pensativo; admiraba el buen humor con que Jack se había tomado todo aquello.
—Estás destrozado, chico. Será mejor que entremos a curarte esas heridas.
Jack se incorporó con esfuerzo y alcanzó el botiquín.
—Mira lo que he traído –dijo, enseñándoselo–. Soy un chico previsor.
Alexander sonrió. Mientras desinfectaba la mordedura del brazo con agua oxigenada, Jack se acordó de Victoria.
—¿Crees que Victoria volverá? –dijo–. Hace una semana que no viene por aquí.
—Le dijiste que no viniera, ¿no?
—Sí, pero... me refería a ayer, y a hoy, y hace siete días que dejó de aparecer por Limbhad. Me pregunto si dije algo que le molestara, porque... bueno, ella estaba muy rara y yo sé que a veces soy un poco bocazas...
—Volverá, Jack –lo tranquilizó Alexander–. No podemos salir de aquí si ella no vuelve. Y lo sabe. ¿Crees que nos abandonaría de esa manera?
—Tienes razón –murmuró Jack–. Es solo que... a veces... bueno, últimamente tengo la sensación de que la estoy perdiendo y... no sé qué debo hacer.
Alexander inspiró hondo y cerró los ojos. Se preguntó qué se suponía que tenía que decir. Estaba claro que Jack le estaba pidiendo consejo, pero a él nunca se le habían dado