Jack asintió de nuevo, pensativo. Estaban en la habitación de Alexander. El joven seguía guardando cama, terminando de reponer fuerzas, y Jack estaba sentado en el alféizar de la ventana, contemplando la suave noche de Limbhad. Alzó la mirada hacia la terraza de la Casa en la Frontera, que sobresalía como una enorme concha en un costado del edificio, y vio una forma blanca acomodada sobre la balaustrada, con la espalda apoyada en uno de los grandes pilones de mármol de los extremos. Una suave melodía sin palabras ascendía hacia el cielo nocturno de Limbhad.
—Tienes que hablar con ella –le dijo Alexander.
—Sí –asintió Jack–. Sí, lleva unos días comportándose de manera muy extraña.
—No me refiero a eso. Tienes que explicarle lo que me va a pasar, tienes que decirle que no venga a Limbhad en unos días.
—Ah, eso. Sí, lo haré.
Alexander lo miró. También él se había dado cuenta de que Victoria no era la misma desde su viaje a Seattle. Parecía ausente, perdida en sus propias ensoñaciones, y pasaba en el bosque más tiempo que de costumbre. También solía sentarse en la balaustrada a tocar la flauta, o, simplemente a contemplar las estrellas, ensimismada, y suspirando de vez en cuando. Cuando se sentaba a estudiar, podía estar media hora con la vista fija en la misma página, incapaz de concentrarse en lo que había escrito en ella. Y Alexander habría jurado que la había visto en Limbhad a horas en las que tenía entrenamiento de taekwondo. El joven ignoraba qué le pasaba a la muchacha, y pensó que, sin duda, Shail habría sabido contestar a aquella pregunta.
Recordó a su amigo, tan hábil para descifrar los sentimientos de los demás, y se preguntó qué diría Shail si se encontrase allí.
Las notas de la melodía de Victoria seguían envolviendo la Casa en la Frontera. Era una canción dulce, melancólica, tierna y nostálgica a la vez. Y Alexander lo comprendió, como si el propio Shail le hubiese susurrado la solución:
—Está enamorada –dijo a media voz.
Jack se volvió hacia él, como si lo hubieran pinchado.
—¿Enamorada, Victoria? –sacudió la cabeza–. ¿De quién? En su colegio no hay chicos, y ella no tiene muchos amigos, que yo sepa.
Alexander se encogió de hombros.
—Tal vez de algún compañero de la clase de taekwondo. O tal vez –sonrió–, tal vez de ti, chico.
Jack sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿De mí? No, eso no es posible. Siempre ha dejado claro que para ella, yo... –se interrumpió y concluyó, incómodo–. Da igual.
Le resultaba doloroso pensarlo. Era hermoso soñar que Victoria sentía algo especial por él, pero sabía que no era cierto. Apenas habían pasado unos días desde su regreso a Limbhad, y Jack no podía dejar de pensar en ella... pero la joven estaba cada vez más fría y distante.
—De todas formas, vete a hablar con ella –dijo Alexander–. Tienes que contarle lo del plenilunio.
Jack asintió, contento de tener una excusa para abandonar aquella conversación; si seguían hablando del tema, acabaría por contarle a Alexander todo lo que le pasaba por dentro, y no le parecía bien que Victoria no fuera la primera en enterarse. Porque, aunque tuvieran que pasar semanas, o meses, o años... algún día se lo diría, de eso estaba seguro.
Se incorporó de un salto y no tardó en marcharse de la habitación.
Cuando salió a la terraza, Victoria todavía seguía allí, tocando la flauta. Llevaba una bata blanca encima del pijama, y Jack pensó que debía de ser de noche en su casa. En cualquier caso, ella no tardaría en retirarse a su habitación de Limbhad a dormir, o bien a su refugio debajo del sauce. Últimamente pasaba mucho tiempo allí.
—Victoria –la llamó, acercándose.
Ella dejó de tocar, y Jack sintió como si hubiera roto un maravilloso hechizo. Victoria le dirigió una mirada extraña, melancólica, pero teñida de cariño. Jack se quedó sin respiración un momento.
—¿Estás bien? –preguntó–. Alexander y yo estábamos comentando que estás un poco rara estos días.
—Sí –dijo ella–. Solo me siento un poco cansada y, además... mi abuela está enfadada conmigo todavía, ya sabes... por lo de Seattle. Me ha castigado por faltar a clase.
—Bueno, siempre puedes escaparte aquí cuando ella esté dormida –sonrió Jack.
Hubo un breve silencio. Victoria seguía con la mirada perdida en el infinito, y Jack tuvo la incómoda sensación de que apenas le estaba prestando atención, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte, muy lejos de allí.
«Alexander se equivoca», pensó, desilusionado. «No está enamorada de mí. Es en otro en quien piensa». Aquella idea le hacía tanto daño que se obligó a sí mismo a centrarse en otra cosa.
—Tengo que contarte algo –dijo–. Algo acerca de Alexander.
Victoria se obligó a sí misma a escuchar.
—Está bien, ¿no? La herida se está curando y...
—No se trata de eso. Es sobre lo que le pasó en Alemania, hace dos años. Lo que le hizo Elrion. Introdujo en su cuerpo el espíritu de un lobo y lo convirtió en una especie de bestia.
—Lo sé –musitó ella, con un escalofrío–. Lo vi, ¿recuerdas?
—Bien, pues... el lobo no se ha ido, ¿entiendes? Al menos, no del todo. Sigue ahí, aunque esté bajo control, solo que... a veces... se libera.
—¿Qué quieres decir?
—Que el lobo toma el control de su cuerpo... todas las noches de luna llena.
Victoria ahogó una exclamación de terror.
—¿Quieres decir que Alexander se ha convertido en un hombre-lobo?
Jack asintió. Le contó entonces cómo había sido el viaje desde Italia hasta Madrid, a finales de verano. El plenilunio los había sorprendido en Génova, y habían tenido que buscar un refugio para encerrar a Alexander mientras durase su transformación.
—Son tres noches –explicó Jack–. La luna llena, la anterior y la posterior. Encontramos una casa abandonada en el campo, y lo encerré allí, en el sótano. Alexander llevaba cadenas en su equipaje, ¿entiendes? Lo hace por precaución, para no hacer daño a nadie mientras es un lobo. Tuve que encadenarle yo mismo y vigilar la puerta las tres noches.
—Debió de ser horrible –comentó Victoria, con un estremecimiento.
Jack se encogió de hombros.
—Yo lo veo por el lado bueno –dijo–. Podría haber sido peor. ¿Recuerdas cómo estaba cuando lo sacamos de aquel castillo? Podría haberse quedado así para siempre.
Victoria asintió y le brindó una cálida sonrisa.
—Eso me gusta de ti –dijo–, que siempre ves el lado bueno de las cosas.
—Bueno –dijo Jack, azorado, desviando la mirada–. El caso es que... ya casi es luna llena y... le va a volver a pasar. Dentro de cinco días. Y le gustaría... a los dos nos gustaría –se corrigió– que no vinieses a Limbhad entonces.
—¿Por qué? –se rebeló ella–. No estoy indefensa, lo sabes. Podré defenderme de él si se enfurece, podré ayudarte a controlarlo...
—Sé que sabes defenderte –la tranquilizó él–. Lo demostraste el otro día frente a Kirtash. Le salvaste la vida a Alexander.
Victoria se encogió de hombros —Estaba atenta, eso es todo.
Pero no pudo evitar pensar que después también le había salvado la vida a Jack, y no precisamente