No quería dormirse, pero estaba exhausta, y se durmió, y soñó con Kirtash. Y cuando se despertó a la mañana siguiente, sobresaltada y confusa, con las primeras luces del alba, vio que Jack seguía dormido en el sillón, sano y salvo.
V
SECRETOS
L
A Torre de Drackwen llevaba siglos abandonada. Levantada en el seno mismo de Alis Lithban, el sagrado bosque de los unicornios, en los tiempos más pujantes de la Orden Mágica, había sido el origen de los Archimagos, hechiceros poderosos que se habían formado allí, donde la magia vibraba en el aire con más intensidad que en ningún otro lugar de Idhún. La sola existencia de la Torre de Drackwen amenazaba el frágil equilibrio entre la Orden Mágica y los Oráculos, entre el poder mágico y el poder sagrado, y por ello se había decidido finalmente, de común acuerdo, que los hechiceros renunciarían a ella. Y sus ruinas seguían allí, en el corazón de Alis Lithban.
Solo que ya no estaban deshabitadas.
En el bosque ya no quedaban unicornios y, por tanto, había agonizado en los últimos tiempos. Después de la muerte de todos los unicornios, también el pueblo feérico había desaparecido de Alis Lithban, huyendo al bosque de Awa, y desde allí resistían todavía al imperio de Ashran el Nigromante y sus aliados, los sheks.
La Torre de Drackwen tampoco era lo que había sido. Y, sin embargo, Ashran se había instalado en ella, y gobernaba desde allí los destinos del mundo que había conquistado.
Kirtash avanzaba por los pasillos de la torre, con el paso ligero y sereno que le caracterizaba. Se detuvo un momento junto a una ventana y echó un vistazo al exterior. En el cielo, una figura larga y esbelta sobrevolaba los árboles moribundos con elegancia, y Kirtash la contempló un momento. El shek pareció darse cuenta de su presencia, porque se detuvo y se quedó suspendido en el aire, proyectando la sombra de sus enormes alas sobre lo que quedaba de Alis Lithban, y dirigió la mirada de sus ojos irisados hacia la ventana donde se hallaba el joven asesino. Kirtash saludó con una inclinación de cabeza. La gigantesca serpiente correspondió a su saludo y prosiguió su camino en dirección al norte.
Kirtash siguió avanzando hasta que llegó a la sala que se abría al fondo del pasillo. No hizo falta que llamara a la puerta; esta se abrió ante él.
Kirtash se quedó en la entrada y alzó la mirada. Al fondo de la sala, junto al ventanal, de espaldas a él, se hallaba Ashran, el Nigromante. Kirtash hincó una rodilla en tierra para saludar a su señor. Sin necesidad de volverse, este se percató de su presencia.
—Kirtash –dijo, y la palabra sonó como el golpe de un látigo.
—Mi señor –murmuró el muchacho.
—Te he llamado para hablar de tu último informe. Kirtash no dijo nada. Contempló la alta figura de Ashran, recortada contra la luz del ocaso del último de los tres soles, que comenzaba a ocultarse tras el horizonte.
—Ha resurgido la Resistencia –dijo Ashran.
—Así es, mi señor.
—Y han estado a punto de matarte.
—Lo reconozco –asintió Kirtash, con suavidad–. Pero no volverá a pasar.
—Te sorprendieron, Kirtash. Pensaba que a estas alturas nada podría sorprenderte.
Kirtash no respondió. No tenía nada que decir.
—Pasa por alto ese capricho tuyo de dedicarte a la música, muchacho, porque me estás sirviendo bien –prosiguió el Nigromante–. Has hecho desaparecer a casi todos los hechiceros renegados que huyeron a la Tierra. Y no me cabe duda de que tarde o temprano encontrarás al dragón y al unicornio que, según la profecía, amenazan mi estabilidad futura. Sin embargo... ¿por qué un grupo de muchachos te hace tropezar, una y otra vez?
—Todos ellos portan armas legendarias, mi señor. Y se ocultan en un refugio al que yo no puedo llegar. De todas formas, terminaría por aplastarlos, antes o después.
—Lo sé, Kirtash; confío en ti, y sé que es cuestión de tiempo. Y, sin embargo... me da la sensación de que es demasiado trabajo para ti solo.
Kirtash no dijo nada, pero frunció levemente el ceño.
—He encontrado al hechicero que me pediste hace tiempo –dijo Ashran–. Alguien del pueblo de los feéricos, ¿no es así?
—He cambiado de idea –replicó el muchacho, con suavidad, pero con firmeza–. Trabajo mejor solo.
—Eso era antes –el Nigromante se volvió hacia él, pero la luz quedaba a su espalda, y su rostro seguía permaneciendo en sombras–. Esos chicos han vuelto a plantarte cara, y ahora estás en minoría. Ella equilibrará la balanza y te ayudará a encontrar a esas criaturas, particularmente al unicornio –hizo una pausa–. Los feéricos tienen una especial sensibilidad para detectar a los unicornios –añadió.
—¿Ella? –repitió Kirtash en voz baja.
—Un hada que ha traicionado a su estirpe para unirse a nosotros –confirmó Ashran–. Insólito, ¿verdad? Es, no obstante, una hábil hechicera, y no me cabe duda de que te será muy útil. Pronto la enviaré a la Tierra, para que luche a tu lado.
—Pero yo vivo en un ático en plena ciudad de Nueva York –objetó Kirtash–. No es el lugar adecuado para un hada.
—Recupera ese castillo que tenías, entonces. Sigo sin entender por qué lo abandonaste pero, en cualquier caso, no te será difícil hacerlo de nuevo habitable, ¿verdad?
Kirtash tardó un poco en responder.
—No, mi señor –dijo por fin.
—Excelente –Ashran volvió a darle la espalda para contemplar cómo la última uña de sol desaparecía tras la línea del ocaso–. Cuando lo tengas todo preparado, házmelo saber, y le haré cruzar la Puerta para acudir a tu encuentro.
Kirtash supo que el encuentro había terminado. Inclinó la cabeza y dio media vuelta para marcharse.
—Kirtash –lo llamó entonces Ashran, cuando ya estaba en la puerta. Él se volvió–. Sospecho que te has encaprichado de esa chica, ¿no? De la portadora del Báculo de Ayshel.
Kirtash no respondió, pero su silencio fue lo bastante elocuente.
—¿Vale la pena? –preguntó el Nigromante entonces, y su voz tenía un matiz peligroso.
—Creo que sí. Pero, si tú deseas que...
Ashran hizo un gesto con la mano, pidiendo silencio, y Kirtash enmudeció.
—¿Ella siente algo por ti? ¿Traicionaría a sus amigos por ti, muchacho?
—Es lo que estoy tratando de averiguar, mi señor.
—Bien. No tardes mucho, Kirtash, porque si duda demasiado es que no merece la pena. ¿Me oyes? Y entonces, tendrás que matarla. Hazte a la idea.
—Me hago cargo, mi señor.
—Bien –repitió el Nigromante.
Kirtash no dijo nada. Se inclinó de nuevo y, discreto como una sombra, abandonó la sala.
Jack alzó la mirada hacia el suave cielo estrellado de Limbhad.
—Aquí no hay luna –hizo notar–. ¿Estás seguro de que te transformarás de todas maneras?
Alexander asintió.
—El flujo de la luna late en mi interior, chico. Lo siento, lo huelo. Es la luna que brillaba sobre aquel castillo, en Alemania, en la noche