Darius no quería mentir. Pero no sabía qué otra cosa hacer.
Así que, Darius simplemente asintió a los mayores, sin hablar. Que interpreten lo que quieran, pensó.
Poco a poco, la gente, aliviada, se giró a mirar a Loti. Finalmente, uno de sus hermanos dio un paso adelante y la rodeó con su brazo.
“¡Está a salvo!” dijo en voz alta, rompiendo la tensión. “¡Eso es lo único que importa!”
Hubo un gran grito en el pueblo, la tensión se rompió y su familia y todos los demás abrazaron a Loti.
Darius estaba allí y observaba, recibiendo unas cuantas palmaditas poco entusiastas en la espalda, mientras Loti, soloa, se giró hacia su familia, que la acompañó hasta el pueblo. Él veía como se marchaba, esperando, con la ilusión de que se diera la vuelta para mirarlo, solo una vez.
Pero su corazón se secaba dentro de él mientras la veía desaparecer, envuelta por la multitud, sin girarse nunca.
CAPÍTULO NUEVE
Volusia estaba orgullosa en su carruaje de oro, montada en lo alto de su barco de oro que brillaba al sol, mientras lentamente avanzaba por los canales de Volusia, con los brazos abiertos, recibiendo la adulación de su pueblo. Miles de ellos salieron, se apresuraron hacia los límites de los canales, hicieron fila en las calles y callejuelas y gritaban su nombre desde todas las direcciones.
Mientras navegaba por los estrechos canales que se abrían camino a través de la ciudad, Volusia casi podía tocar a su gente, todos llamando su nombre, gritando y chillando con adulación mientras lanzaban tiras de pergamino rotas de todos los colores, que brillaban con la luz mientras caían encima de ella en forma de lluvia. Era la mayor señal de respeto que su pueblo le podía ofrecer. Era su manera de recibir a un héroe que volvía.
“¡Larga vida a Volusia! ¡Larga vida a Volusia!” cantaban, resonando de una callejuela a la otra mientras ella pasaba a través de las masas, los canales llevándola a través de su suntuosa ciudad, sus calles y edificios todos forrados de oro.
Volusia se echaba hacia atrás y lo admiraba todo, emocionada por haber derrotado a Rómulo, haber matado al Gobernante Supremo del Imperio y haber asesinado a su contingente de soldados. Su pueblo era uno con ella y se sentían envalentonados cuando ella se sentía envalentonada y ella nunca se había sentido más fuerte en su vida-no desde que había asesinado a su madre.
Volusia observaba su suntuosa ciudad, a los dos imponentes pilares que daban entrada a ella, de un dorado y verde brillantes al sol; se fijaba en el interminable conjunto de antiguos edificios construidos en tiempos de sus antepasados, de varios centenares de años, bien conservados. Las brillantes calles inmaculadas estaban abarrotadas por miles de personas, guardas en cada esquina, los canales cortados a través de ellas en exactos ángulos perfectos, conectándolo todo. Habían pequeños puentes en los cuales se podían ver caballos pisando fuerte, llevando carruajes de oro, gente luciendo sus más finas sedas y joyas. Se había declarado fiesta en toda la ciudad y todos habían salido a recibirla, todos gritando su nombre en este día sagrado. Ella era más que una líder para ellos, era una diosa.
Todavía era más favorable que este día coincidiera con una festividad, el Día de las Luces, el día en que hacían una reverncia a los siete dioses del sol. Volusia, como líder de la ciudad, siempre era la que daba inicio a las festividades y, mientras navegaba, las dos inmensas antorchas ardían detrás de ella, más brillantes que el día, a punto para iluminar la Gran Fuente.
Todo el mundo la seguía, corriendo por las calles, persiguiendo su barco; sabía que la acompañarían durante todo el camino, hasta que llegara al centro de los seis círculos de la ciudad, donde desembarcaría y encendería las fuentes que marcarían la fiesta del día y los sacrificios. Era un día glorioso para su ciudad y su gente, un día para alabar a los catorce dioses, los que se decía que rodeaban la ciudad, que guardaban las catorce entradas contra invasores no deseados. Su gente rezaba a todos ellos y hoy, como todos los días, debían darles las gracias.
Este año, a su pueblo le esperaba una sorpresa: Volusia había añadido un decimoquinto dios, era la primera vez en siglos, desde la creación de la ciudad, que se añadía un dios. Y ese dios era ella misma. Volusia había levantado una imponente estatua de oro de ella misma en el centro de los siete círculos y había declarado ese día el día de su nombre, de su fiesta. Cuando la descubrieran, todo su pueblo la vería por primera vez, verían que ella, Volusia, era más que su madre, más que una líder, más que una simple humana. Era una diosa, que merecía ser venerada cada día. Ellos le rezarían y harían reverencias junto con los demás dioses – lo harían o ella los mataría.
Volusia sonreía para sí misma mientras se acercaba más al centro de la ciudad. Apenas podía esperar a ver sus expresiones, a hacer que todos la adoraran como a los catorce dioses. Ellos todavía no lo sabían pero, un día, destruiría a los otros dioses, uno a uno, hasta que solo quedara ella.
Volusia, emocionada, miró por detrás de su hombro y vio una interminable colección de barcos que la seguían, todos llevando toros y cabras y carneros vivos, moviéndose y haciendo ruido al sol, todos preparados para el sacrificio del día para los dioses. Ella sacrificaría al más grande y al mejor delante de su estatua.
El barco de Volusia finalmente llegó al canal abierto que lleva a los siete círculos de oro, cada uno de ellos más ancho que el anterior, anchas plazas de oro separadas por anillos de agua. Su barco pasó lentamente a través de los círculos, cada vez más cerca del centro, pasando cada uno de los catorce dioses y su corazón latía por la emoción. Cada dios se elevaba por encima de ellos mientras pasaban, cada estatua de oro brillante, de unos ocho metros. En el centro de todo aquello, en la plaza que siempre se había mantenido vacía para sacrificios y para congregarse, ahora se levantaba un pedestal de oro acabado de construir, encima del cual había una estructura de unos quince metros cubierta con una ropa de seda blanca. Volusia sonrió: ella era la única de entre su gente que sabía lo que había bajo aquella tela.
Volusia desembarcó, sus sirvientes se apresuraron a ayudarla a bajar cuando llegaron a la plaza del centro. Observó cómo otro barco se acercaba, sacaban de allí al toro más grande que jamás había visto y una docena de hombres lo llevaban hasta ella. Cada uno sostenía una gruesa cuerda, llevando a la bestia con cuidado. Este toro era especial, adquirido en las Provincias Inferiores: casi cinco metros de alto, con la piel roja y brillante, era un modelo de fuerza. También estaba lleno de furia. Se resistía, pero los hombres lo mantenían en su sitio a la vez que lo llevaban delante de la estatua.
Volusia oyó como se desenfundaba una espada, se giró y vio a Aksan, su asesino personal, de pie a su lado, sujetando la espada ceremonial. Aksan era el hombre más leal que jamás había conocido, dispuesto a matar a cualquiera que ella le pidiera solamente con un gesto de su cabeza. También era sádico, razón por la que le gustaba y se había ganado su respeto muchas veces. Era una de las pocas personas a las que permitía acercarse a su lado.
Aksan la miró, con su cara hundida y llena de surcos, sus cuernos eran visibles detrás de su grueso pelo rizado.
Volusia cogió la larga y dorada espada ceremonial, con una hoja de casi dos metros de largo y sujetó su empuñadura fuerte con ambas manos. Se hizo un silencio profundo mientras ella le daba vueltas, la levantaba en alto y la dirigía hacia la nuca del toro con todas sus fuerzas.
La espada, afilada como estaba, delgada como un pergamino, lo rebanó y Volusia sonreía mientras oía el satisfactorio sonido de la espada perforando la carne, sintió cómo la cortaba de arriba aabajo y sintió la sangre caliente salpicándole en la cara. Salía a borbotones por todas partes, un enorme charco rezumaba a sus pies y el toro se tambaleó, sin cabeza, y cayó en la base de la estatua, todavía cubierta. La sangre se desparramó por encima de la seda y el oro, manchándolos, mientras la gente