Alistair abrió los ojos y, cuando el tiempo volvió a acelerarse, miró hacia arriba y vio a Bowyer acercándose con el hacha y el ceño fruncido.
En un movimiento, Alistair se giró y levantó los brazos y, al hacerlo, esta vez sus grilletes se quebraron como si fueran ramitas. En el mismo movimiento, rápida como el rayo, se puso de pie, levantó una mano hacia Bowyer y mientras el hacha descendía sucedió la cosa más increíble: el hacha se disolvió. Se convirtió en cenizas y polvo y cayó en un montoncito a sus pies.
Bowyer se balanceó, con las manos vacías y tropezó, cayendo de rodillas.
Alistair dio vueltas y sus ojos se fijaron en una espada al otro lado del claro, en el cinturón de un soldado. Con su otra mano le ordenó que viniera hacia ella; al hacerlo, se levantó de su empuñadura y voló por los aires, justo hasta la mano que tenía extendida.
Con un único movimiento, Alistair la agarró, dio vueltas, la alzó hacia arriba y la dirigió hacia abajo, hacia el cuello de Bowyer, que estaba al descubierto.
La multitud se quedó perpleja, boquiabierta, al escuchar el sonido de metal cortando la carne y Bowyer, decapitado, se derrumbóen el suelo, sin vida.
Allí estaba, muerto, en el lugar exacto donde, solo unos momentos antes, había querido matar a Alistair.
Se oyó un grito de entre la multitud y Alistair dio un vistazo y vio cómo Dauphine se soltaba de las garras del soldado, agarraba la daga del cinturón del soldado y le cortaba el cuello. En el mismo movimiento, dio vueltas sobre sí misma y cortó las cuerdad de Strom. Inmediatamente Strom se hizo hacia atrás, agarró una espada de la cintura de un soldado, giró y, a cuchillazos, mató a tres de los hombres de Bowyer antes de que pudieran reaccionar.
Con Bowyer muerto, hubo un momento de duda, pues estaba claro que la multitud no sabía qué hacer a continuación. De entre la multitud surgieron gritos, ya que su muerte claramente envalentonaba a aquellos que se habían aliado con él a regañadientes. Estaban reconsiderando su alianza, especialmente cuando docenas de los hombres leales a Erec rompieron filas y se pusieron del lado de Strom, luchando con él, mano a mano, contra aquellos leales a Bowyer.
El ímpetu rápidamente cambió a favor de los hombres de Erec, mientras hombre a hombre, fila a fila, se formaban alianzas; los hombres de Bowyer, cogidos desprevenidos, se dieron la vuelta y huyeron a través de la explanada hacia la rocosa ladera de la montaña. Strom y sus hombres los perseguían de cerca.
Alistair seguía allí, espada en mano, y observaba cómo empezaba una gran batalla, a lo largo y ancho del campo, los gritos y los cuernos resonaban mientras toda la isla parecía manifestarse, desparramarse en una guerra por ambos lados. El sonido del estruendo de las armaduras, de los gritos de muerte de los hombres llenaban la mañana y Alistair sabía que había estallado una guerra civil.
Alistair mantenía la espada en alto, el sol brillaba encima de ella, y sabía que la gracia de Dios la había salvado. Se sintió renacer, más poderosa de lo que nunca se había sentido y sentía que su destino la llamaba. Estaba rebosante de optimismo. Sabía que matarían a los hombres de Bowyer. La justicia prevalecería. Erec se levantaría. Se casarían. Y pronto sería la Reina de las Islas del Sur.
CAPÍTULO SEIS
Darius corría por el sendero de barro que sale de su pueblo, siguiendo las pisadas hacia Volusia, con la decisión en su corazón de salvar a Loti y matar a los hombres que se la habían llevado. Corría con una espada en su mano-una espada de verdad, hecha con metal de verdad – era la primera vez que empuñaba metal de verdad en su vida. Sabía que solo esto bastaría para que lo mataran a él y a todo su pueblo. El acero era tabú – incluso su padre y el padre de su padre temieron poseerlo -y Darius sabía que había cruzado una línea en la que no había retorno.
Pero a Darius ya no le importaba. Ya había habido demasiada injusticia en su vida. Con Loti desaparecida, lo único que le preocupaba era recuperarla. Apenas había tenido la oportunidad de conocerla pero, paradójicamente, sentía que ella era toda su vida. Una cosa era que lo tomaran a él como esclavo; pero llevársela a ella era demasiado. No podía dejar que se fuera y considerarse a sí mismo un hombre. Era un chico, lo sabía, pero aún así se estaba convirtiendo en un hombre. Y eran estas decisiones, se dio cuenta, estas difíciles decisiones que nadie más quería tomar, las que convirtien a uno en un hombre.
Darius emprendió el camino solo, el sudor le nublaba la vista, respiraba con dificultad, un hombre dispuesto a encararse a un ejército, a una ciudad. No había ninguna alternativa. Necesitaba encontrar a Loti y traerla de vuelta, o morir en el intento. Sabía que si fracasaba – o aún si salía victorioso – esto traería la venganza a toda la aldea, a su familia, a todo su pueblo. Si se paraba a pensar en esto, puede que incluso hubiera dado la vuelta.
Pero lo movía algo más fuerte que su propia preservación o la preservación de su familia y su pueblo. Lo movía un deseo de justicia. De libertad. Un deseo de deshacerse de su opresor y ser libre, aunque solo fuera por un instante en su vida. Si no era por él, sería por Loti. Por su libertad.
A Darius le movía la pasión, no el pensamiento lógico. El amor de su vida estaba allí y él ya había sufrido muchas veces a manos del Imperio. Fueran cuáles fueran las consecuencias, ya no le preocupaba. Necesitaba enseñarles que había un hombre entre su gente, incluso aunque fuera solo un hombre, incluso solo un chico, que no sufriría su trato.
Darius corría y corría, dando vueltas por los caminos serpenteantes de aquellos campos conocidos y hacia las afueras del territorio de Volusia. Sabía que el mero hecho que lo encontraran allí, tan cerca de Volusia, le valdría la muerte. Siguió las pistas, doblando su velocidad, viendo que las huellas de los zertas estaban cerca las unas de las otras, y sabiendo que se estaban moviendo lentamente. Si iba suficientemente rápido, los alcanzaría.
Darius rodeó una colina, respirando con dificultad, y finalmente, en la distancia, divisó lo que estaba buscando: allí, quizás a menos de cien metros, estaba Loti, encadenada por el cuello con unos gruesos grilletes de hierro, de los que salía una larga cadena, de casi veinte metros, hasta el arnés en la espalda de un zerta. Encima del zerta cabalgaba el capataz del Imperio, el que se la había llevado, de espaldas a ella, y a su lado, caminando junto a ellos, dos soldados más del Imperio, llevando gruesas armaduras negras y doradas del Imperio, que brillaban al sol. Hacían casi dos veces el tamaño de Darius, guerreros formidables, hombres con las armas más finas, y un zerta a sus órdenes. Darius sabía que sería necesaria una multitud de esclavos para vencer a estos hombres.
Pero Darius no permitía que el miedo se interpusiera en su camino. Lo único que lo llevaba era la fuerza de su espíritu y su feroz decisión y sabía que debía encontrar la manera en que esto fuera suficiente.
Darius corría y corría, acercándose por detrás a la desprevenida caravana y pronto los alcanzó, corrió hacia Loti por detrás, levantó su espalda en alto, mientras ella lo miraba con una expresión de perplejidad, y cortó la cadena que la unía al zerta.
Loti chilló y saltó hacia atrás, sorprendida, mientras Darius cortaba sus cadenas, liberándola, el característico sonido del metal cortando el aire. Loti estaba allí, libre, con los grilletes todavía alrededor del cuello, la cadena colgaba en su pecho.
Darius se dio la vuelta y vio la misma mirada de sorpresa en el rostro del capataz del Imperio, mirando hacia abajo desde su asiento en el zerta. Los soldados que iban a pie a su lado se detuvieron también, todos ellos aturdidos al ver a Darius.
Darius estaba allí, con los brazos temblorosos, sosteniendo la espada de acero delante de él y decidido a no mostrar miedo mientras estuviera entre ellos y Loti.
“Ella no te pertenece”, exclamó Darius con voz temblorosa. “Es una mujer libre. ¡Todos nosotros somos libres!”
Los soldados miraron hacia el capataz.
“Chico”, dijo dirigiéndose a Darius, “has cometido el