Un Mandato De Reinas . Морган Райс. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Серия: El Anillo del Hechicero
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9781632915566
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de guerreros con ojos amables, observándolos. Estaba claro que nunca antes habían visto nada parecido a Gwen y su gente. Aunque curiosos, también eran prudentes. Gwen no podía culparles. Una vida como esclavos los había moldeado para ser cautos.

      Gwen vio todas las hogueras que se estaban erigiendo por todas partes y se extrañó.

      “¿Por qué todas estas hogueras?” preguntó.

      “Llegáis en un día de buen augurio”, dijo Bokbu. “Es nuestra festividad de los muertos. Una noche santa para nosotros, sucede solo una vez durante el ciclo del sol. Quemamos hogueras en honor a los muertos y se dice que, durante esta noche, los dioses nos visitan y nos hablan de lo que está por venir”.

      “También se dice que nuestro salvador vendrá en este día”, dijo inesperadamente una voz.

      Gwen miró a su alrededor y vio a un hombre mayor, quizás de unos setenta años, alto, delgado con una apariencia sombría, caminando a su lado, llevando un largo bastón amarillo y vistiendo una túnica amarilla.

      “Le presento a Kalo”, dijo Bokbu. “Nuestro oráculo”.

      Gwen le saludó con la cabeza y él hizo lo mismo, sin expresión.

      “Vuestro pueblo es hermoso”, comentó Gwendolyn. “Percibo el amor de familia aquí”.

      El jefe sonrió.

      “Es joven para ser reina, pero sabia, afable. Es cierto lo que dicen de usted más allá de los mares. Desearía que usted y su gente pudieran quedarse aquí mismo, en el pueblo, con nosotros; pero entenderá que debemos esconderlos de los ojos entrometidos del Imperio. Estarán cerca, no obstante; aquel será su hogar, allí”.

      Gwendolyn siguió su mirada y a lo alto vio una montaña lejana, llena de agujeros.

      “Las cuevas”, dijo él. “Allí estarán seguros. El Imperio no los buscará allí y podrán encender hogueras y preparar su comida y recuperarse hasta que estén bien”.

      “¿Y después?” preguntó Kendrick, uniéndose a ellos.

      Bokbu lo miró, pero antes de que pudiera responder se detuvo, pues delante suyo apareció un aldeano alto y musculoso sujetando una lanza, flanqueado por una docena de hombres musculosos. Era el mismo hombre del barco, el que había protestado por su llegada y no parecía contento.

      “Pones en peligro a todo nuestro pueblo dejando que estén aquí los extraños”, dijo con voz oscura. “Debes devolverlos al lugar del que vienen. No nos corresponde acoger hasta la última raza que el mar arroja hasta aquí”.

      Bokbu negó con la cabeza mientras lo miraba.

      “Tus padres se avergüenzan de ti”, dijo. “Las leyes de nuestra hospitalidad se extienden a todos”.

      “¿Y un esclavo debe cargar con el peso de conceder hospitalidad?” replicó. “¿Cuando no podemos encontrarla nosotros mismos?”

      “El modo en que nos tratan a nosotros no tiene nada que ver con el modo en que nosotros tratamos a los demás”, replicó el jefe. “Y no daremos la espalda a aquellos que nos necesiten”.

      El aldeano miró con burla a Gwendolyn, Kendrick, a los demás y otra vez al jefe.

      “No los queremos aquí”, dijo, muy indignado. “Las cuevas no están lo suficientemente lejos y cada día que estén aquí, estamos un día más cerca de la muerte”.

      “¿Y qué tiene de bueno esta vida a la que te aferras si no la pasas justamente?” preguntó el jefe.

      El hombre lo miró fijamente durante un buen rato y, finalmente, se dio la vuelta y se marchó furioso, seguido de sus hombres.

      Gwendolyn observaba como se iban, extrañada.

      “No le haga caso”, dijo el jefe, mientras continuaba andando y Gwen y los demás hicieron lo mismo a su lado.

      “No quiero ser una carga para ustedes”, dijo Gwendolyn. “Podemos marcharnos”.

      El jefe negó con la cabeza.

      “No se marcharán”, dijo. “No hasta que hayan descansado y estén preparados. Hay otros sitios donde pueden ir en el Imperio, si lo prefieren. Sitios que también están bien escondidos. Pero están lejos de aquí y es peligoso llegar a ellos y deben recuperarse y decidir y quedarse aquí con nosotros. Insisto. De hecho, solo por esta noche, deseo que se unan a nosotros, que participen en las festividades de nuestro pueblo. Ya está anocheciendo, el Imperio no los verá, y es un día importante para nosotros. Sería un honor para mí tenerlos como invitados”.

      Gwendolyn percibió que estaba anocheciendo, vio como encendían las hogueras, los aldeanos vestían sus mejores galas, reuniéndose; escuchó el sonido de un tambor que empezaba a sonar fuerte, suave, al ritmo y después cantos. Vio niños corriendo alrededor, cogiendo regalos, que parecían caramelos. Vio hombres que pasaban cocos llenos con algún líquido y sentía el olor a carne de los grandes animales que se estaban asando en las hogueras.

      A Gwen le gustaba la idea de que su gente tuviera la oportunidad de descansar, recuperarse y comer bien antes de ascender al aislamiento de las cuevas.

      Se giró hacia el jefe.

      “Me gustaría”, dijo. “Me gustaría mucho”.

*

      Sandara caminaba al lado de Kendrick, embargada por la emoción de estar de nuevo en casa. Estaba feliz de estar en casa, de estar de nuevo con su gente en una tierra conocida; sin embargo también se sentía reprimida, se sentía otra vez como una esclava. Estar aquí le devolvía recuerdos de por qué se había ido, de por qué se había ofrecido voluntaria para estar al servicio del Imperio y cruzar los mares con ellos como curandera. Al menos esto la había sacado de este sitio.

      Sandara se sentía muy aliviada por haber ayudado a salvar a la gente de Gwendolyn, por haberlos traído aquí antes de que murieran en el mar. Mientras caminaba al lado de Kendrick deseaba, más que nada, darle la mano, mostrar su hombre a su pueblo. Pero no podía. Demasiados ojos estaban fijados en ellos y ella sabía que el pueblo nunca toleraría una unión entre razas.

      Kendrick, como si le leyera el pensamiento, deslizó una mano alrededor de su cintura y Sandara la apartó rápidamente. Kendrick la miró herido.

      “Aquí no”, le respondió en voz baja, sintiéndose culpable.

      Kendrick frunció el ceño, desconcertado.

      “Hemos hablado de esto”, dijo ella. “Te dije que mi pueblo era rígido. Debo respetar sus leyes”.

      “Entonces, ¿te avergüenzas de mí?” preguntó Kendrick.

      Sandara negó con la cabeza.

      “No, mi señor. Al contrario. No existe nadie de quien me sienta más orgullosa. Ni nadie a quien quiera más. Pero no puedo estar contigo. No aquí. No en este lugar. Debes entenderlo”.

      La expresión de Kendrick se oscureció y ella se sintió fatal por ello.

      “Pero es donde estamos”, dijo él. “No hay otro lugar para nosotros. Entonces, ¿no estaremos juntos?”

      Ella habló, mientras su corazón se rompía por sus propias palabras: “Tú estarás en las cuevas de tu pueblo”, dijo ella. “Yo estaré aquí, en el pueblo. Con mi gente. Es lo que me toca. Te quiero, pero no podemos estar juntos. No en este lugar”.

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