Entró en su casa cerca de la una, sintiendo algún alivio en las congojas de su alma; se adormeció vestido, y á la mañana del día siguiente la fiebre de Valentín había remitido bastante. ¿Habría esperanzas? Los médicos no las daban sino muy vagas, y subordinando su fallo al recargo de la tarde. El usurero, excitadísimo, se abrazó á tan débil esperanza como el náufrago se agarra á la flotante astilla. Viviría, ¡pues no había de vivir!
–Papá—le dijo Rufina llorando,—pídeselo á la Virgen del Carmen, y déjate de Humanidades.
–¿Crees tú?… Por mí no ha de quedar. Pero te advierto que no habiendo buenas obras no hay que fiarse de la Virgen. Y acciones cristianas habrá, cueste lo que cueste: yo te lo aseguro. En las obras de misericordia está todo el intríngulis. Yo vestiré desnudos, visitare enfermos, consolaré tristes.... Bien sabe Dios que esa es mi voluntad bien lo sabe.... No salgamos después con la peripecia de que no lo sabía.... Digo, como saberlo, lo sabe.... Falta que quiera.
Vino por la noche el recargo, muy fuerte. Los calomelanos y revulsivos no daban resultado alguno. Tenía el pobre niño las piernas abrasadas á sinapismos, y la cabeza hecha una lástima con las embrocaciones para obtener la erupción artificial. Cuando Rufina le cortó el pelito por la tarde, con objeto de despejar el cráneo, Torquemada oía los tijeretazos como si se los dieran á él en el corazón. Fué preciso comprar más hielo para ponersolo en vejigas en la cabeza, y después hubo que traer el iodoformo; recados que el Peor desempeñaba con ardiente actividad, saliendo y entrando cada poco tiempo. De vuelta á casa, ya anochecido, encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más venerable no se podía encontrar sino en las estampas del Año cristiano. Tenía la barba erizada y la frente llena de arrugas, como San Pedro; el cráneo terso, y dos rizados mechones blancos en las sienes. «Señor, señor—decía con el temblor de un frío intenso,—mire cómo estoy, míreme.» Torquemada pasó de largo, y se detuvo á poca distancia; volvió hacia atrás, estuvo un rato vacilando, y al fin siguió su camino. En el cerebro le fulguró esta idea: «Si conforme traigo la capa nueva, trajera la vieja....»
VI
Y al entrar en su casa:
–¡Maldito de mí! No debí dejar escapar aquel acto de cristiandad.
Dejó la medicina que traía, y, cambiando de capa, volvió á echarse á la calle. Al poco rato, Rufinita, viéndole entrar en cuerpo, le dijo asustada:
–Pero, papá, ¡cómo tienes la cabeza!… ¿En dónde has dejado la capa?
–Hija de mi alma—contestó el tacaño bajando la voz y poniendo una cara muy compungida,—tú no comprendes lo que es un buen rasgo de caridad, de humanidad.... ¿Preguntas por la capa? Ahí te quiero ver.... Pues se la he dado á un pobre viejo, casi desnudo y muerto de frío. Yo soy así: no ando con bromas cuando me compadezco del pobre. Podre parecer duro algunas veces; pero como me ablande.... Veo que te asustas. ¿Qué vale un triste pedazo de paño?
–¿Era la nueva?
–No, la vieja.... Y ahora, créemelo, me remuerde la conciencia por no haberle dado la nueva … y se me alborota también por habértelo dicho. La caridad no se debe pregonar.
No se habló más de aquello, porque de cosas más graves debían ambos ocuparse. Rendida de cansancio, Rufina no podía ya con su cuerpo: cuatro noches hacía que no se acostaba; pero su valeroso espíritu la sostenía siempre en pie, diligente y amorosa como una hermana de la caridad. Gracias á la asistenta que tenían en casa; la señorita podía descansar algunos ratos; y para ayudar á la asistenta en los trabajos de la cocina, quedábase allí por las tardes la trapera de la casa, viejecita que recogía las basuras y los pocos desperdicios de la comida, ab initio, ó sea desde que Torquemada y Doña Silvia se casaron, y lo mismo había hecho en la casa de los padres de Doña Silvia. Llamábanla la tía Roma, no sé por qué (me inclino á creer que este nombre es corrupción de Jerónima), y era tan vieja, tan vieja y tan fea, que su cara parecía un puñado de telarañas revueltas con ceniza; su nariz de corcho ya no tenía forma; su boca redonda y sin dientes, menguaba ó crecía, según la distensión de las arrugas que la formaban. Más arriba, entre aquel revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había restos de un traje de la madre de Doña Silvia, cuando era polla. Esta pobre mujer tenía gran apego á la casa, cuyas barreduras había recogido diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación á Doña Silvia, la cual nunca quiso dar á nadie más que á ella los huesos, mendrugos y piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente á los niños, principalmente á Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración supersticiosa. Al verle con aquella enfermedad tan mala, que era, según ella, una reventazón del talento en la cabeza, la tía roma no tenía sosiego: iba mañana y tarde á enterarse; penetraba en la alcoba del chico, y permanecía largo rato sentada junto al lecho, mirándole silenciosa, sus ojos como dos fuentes inagotables que inundaban de lágrimas los flácidos pergaminos de la cara y pescuezo.
Salió la trapera del cuarto para volverse á la cocina, y en el comedor se encontró al amo que, sentado junto á la mesa y de bruces en ella, parecía entregarse á profundas meditaciones. La tía Roma, con el largo trato y su metimiento en la familia, se tomaba confianzas con él.... «Rece, rece—le dijo, poniéndose delante y dando vueltas al pañuelo con que pensaba enjugar el llanto caudaloso,—rece, que buena falta le hace.... ¡Pobre hijo de mis entrañas, qué malito está!… Mire, mire (señalando