Dicho esto salió de estampía. Todas le miraban por la escalera abajo, y por el patio adelante, y por el portal afuera, haciendo unos gestos tales que parecía el mismo demonio persignándose.
V
Corrió hacia su casa, y contra su costumbre (pues era hombre que comunmente prefería despernarse á gastar una peseta), tomó un coche para llegar más pronto. El corazón dió en decirle que encontraría buenas noticias, el enfermo aliviado, la cara de Rufina sonriente al abrir la puerta; y en su impaciencia loca, parecíale que el carruaje no se movía, que el caballo cojeaba y que el cochero no sacudía bastantes palos al pobre animal.... «Arrea, hombre. ¡Maldito jaco! Leña en él—le gritaba.—Mira que tengo mucha prisa.»
Llegó por fin; y al subir jadeante la escalera de su casa, razonaba sus esperanzas de esta manera: «No salgan ahora diciendo que es por mis maldades, pues de todo hay …» ¡Qué desengaño al ver la cara de Rufina tan triste, y al oir aquel lo mismo, papá, que sonó en sus oídos como fúnebre campanada! Acercóse de puntillas al enfermo y le examinó. Como el pobre niño se hallara en aquel momento amodorrado, pudo Don Francisco observarle con relativa calma, pues cuando deliraba y quería echarse del lecho, revolviendo en torno los espantados ojos, el padre no tenía valor para presenciar tan doloroso espectáculo y huía de la alcoba trémulo y despavorido. Era hombre que carecía de valor para afrontar penas de tal magnitud, sin duda por causa de su deficiencia moral; se sentía medroso, consternado, y como responsable de tanta desventura y dolor tan grande. Seguro de la esmeradísima asistencia de Rufina, ninguna falta hacía el afligido padre junto al lecho de Valentín: al contrario, más bien era estorbo, pues si le asistiera, de fijo, en su turbación, equivocaría las medicinas, dándole á beber algo que acelerara su muerte. Lo que hacía era vigilar sin descanso, acercarse á menudo á la puerta de la alcoba, y ver lo que ocurría, oir la voz del niño delirando ó quejándose; pero si los ayes eran muy lastimeros y el delirar muy fuerte, lo que sentía Torquemada era un deseo instintivo de echar á correr y ocultarse con su dolor en el último rincón del mundo. Aquella tarde le acompañaron un rato Bailón, el carnicero de abajo, el sastre del principal y el fotógrafo de arriba, esforzándose todos en consolarle con las frases de reglamento; mas no acertando Torquemada á sostener la conversación sobre tema tan triste les daba las gracias con desatenta sequedad. Todo se le volvia suspirar con bramidos, pasearse á trancos, beber buches de agua y dar algún puñetazo ea la pared. ¡Tremendo caso aquel! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!… ¡Aquella flor del mundo segada y marchita! Esto era para volverse loco. Mas natural sería el desquiciamiento universal, que la muerte del portentoso niño que había venido á la tierra para iluminarla con el fanal de su talento … ¡Bonitas cosas hacia Dios, la Humanidad, ó quien quiera que fuese el muy tal y cual que inventó el mundo y nos puso en él! Porque si habían de llevarse á Valentín, ¿para qué le trajeron acá, dándole á él, al buen Torquemada, el privilegio de engendrar tamaño prodigio? ¡Bonito negocio hacía la Providencia, la Humanidad, ó el arrastrado Conjunto, como decía Bailón! ¡Llevarse al niño aquél, lumbrera de la ciencia, y dejar acá todos los tontos! ¿Tenía esto sentido común? ¿No había motivo para rebelarse contra los de arriba, ponerle como ropa de pascua y mandarles á paseo?… Si Valentín se moría, ¿qué quedaba en el mundo obscuridad, ignorancia. Y para el padre, ¡que golpe! ¡Porque figurémonos todos lo que sería D. Francisco cuando su hijo, ya hombre, empezase á figurar, á confundir á todos los sabios, á volver patas arriba la ciencia toda!… Torquemada sería en tal caso la segunda persona de la Humanidad: y sólo por la gloria de haber engendrado al gran matemático, sería cosa de plantarle en un trono. ¡Vaya un ingeniero que sería Valentín si viviese! Como que había de hacer unos ferrocarriles que irían de aquí á Pekín en cinco minutos, y globos para navegar por los aires, y barcos para andar por debajito del agua, y otras cosas nunca vistas ni siquiera soñadas. ¡Y el planeta se iba á perder estas gangas por una estúpida sentencia de los que dan y quitan la vida!… Nada, nada, envidia pura, envidia. Allá arriba, en las invisibles cavidades de los altos cielos, alguien se había propuesto fastidiar á Torquemada. Pero … pero.... ¿y si no fuese envidia, sino castigo? ¿Si se había dispuesto así para anonadar al tacaño cruel, al casero tiránico, al prestamista sin entrañas? ¡Ah! cuando esta idea entraba en turno, Torquemada sentía impulsos de correr hacia la pared más próxima y estrellarse contra ella. Pronto se reaccionaba y volvía sobre sí. No, no podía ser castigo, porque él no era malo, y si lo fue, ya se enmendaría. Era envidiable, tirria y malquerencia que le tenían, por ser autor de tan soberana eminencia. Querían truncarle su porvenir y arrebatarle aquella alegría y fortuna inmensa de sus últimos años.... Porque su hijo, si viviese, había de ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y de aquí la celestial intriga. Pero él (lo pensaba lealmente) renunciaría á las ganancias, pecuniarias del hijo, con tal que le dejaran la gloria, ¡la gloria! pues para negocios, le bastaba con los suyos propios.... El último paroxismo de su exaltada mente fue renunciar á todo el materialismo de la ciencia del niño, con tal que le dejasen la gloria.
Cuando se quedó solo con él, Bailón le dijo que era preciso tuviese filosofía; y como Torquemada no entendiese bien el significado y aplicación de tal palabra, explanó la sibila su idea en esta forma: «Conviene resignarse, considerando nuestra pequeñez ante estas grandes evoluciones de la materia … pues, ó substancia vital. Somos átomos, amigo D. Francisco, nada más que unos tontos de átomos. Respetemos las disposiciones del grandísimo Todo á que pertenecemos, y vengan penas. Para eso está la filosofía, ó si se quiere, la religión: para hacer pecho á la adversidad. Pues si no fuera asi, no podríamos vivir.» Todo, lo aceptaba Torquemada menos resignarse. No tenía en su alma la fuente de donde tal consuelo pudiera salir, y ni siquiera lo comprendía. Como el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, á D. Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas, destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se asustó y puso punto en sus teologías.
A prima noche, Quevedito y el otro médico hablaron á Torquemada en términos desconsoladores. Tenían poca ó ninguna esperanza, aunque no se atrevían á decir en absoluto que la habían perdido, y dejaban abierta la puerta á las reparaciones de la naturaleza y á la misericordia de Dios. Noche horrible fué aquélla. El pobre Valentín se abrasaba en invisible fuego. Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón. Cuando D. Francisco, transido de dolor, se acercaba á la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia adentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la calentura. Puso atención á las expresiones incoherentes del delirio, y le oyó decir: «Equis elevado al cuadrado, menos uno, partido por dos, más cinco equis menos dos, partido por cuatro, igual equis por equis más dos, partido por doce.... Papa, papá, la característica del logaritmo de un entero tiene tantas unidades menos una como....» Ningún tormento de la Inquisición iguala al que sufría Torquemada oyendo estas cosas. Eran las pavesas del asombroso entendimiento de su hijo, revolando sobre las llamas en que éste se consumía. Huyó de allí por no oir la dulce vocecita, y estuvo más de media hora echado en el sofá de la sala, agarrándose con ambas manos la cabeza como si se le quisiese escapar. De improviso se levantó, sacudido por una idea; fué al escritorio donde tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser calderilla, y vacíandoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y sombrero, cogió el llavín, y á la calle.
Salió como si fuera en persecución de un deudor. Después de mucho andar, parábase en una esquina, miraba con azoramiento á una parte y otra, y vuelta á correr calle adelante, con paso inglés tras de su víctima. Al compás de la marcha, sonaba en la pierna derecha el retintín