–¡Isidora!…—exclamó D. Francisco, poniendo cara de regocijo, cosa en él muy desusada.– ¿A dónde va usted con ese ajetreado cuerpo?
–Iba a su casa. Sr. D. Francisco, tenga compasión de nosotros … ¿Por qué es usted tan tirano y tan de piedra? ¿No ve cómo estamos? ¿No tiene tan siquiera un poquito de humanidad?
–Hija de mi alma, usted me juzga mal … ¿Y si yo le dijera ahora que iba pensando en usted … que me acordaba del recado que me mandó ayer por el hijo de la portera … y de lo que usted misma me dijo anteayer en la calle?
–¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación!—dijo la mujer echándose á llorar.—Martín muriéndose … el pobrecito … en aquel buhardillón helado.... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste puchero para darle una taza de caldo.... ¡Qué dolor! Don Francisco, tenga cristiandad y no nos abandone. Cierto que no tenemos crédito; pero á Martín le quedan media docena de estudios muy bonitos.... Verá usted … el de la sierra de Guadarrama, precioso … el de La Granja, con aquellos arbolitos … también, y el de … qué sé yo qué. Todos muy bonitos: Se los llevaré… pero no sea malo y compadézcase del pobre artista....
–Eh … eh … no llore, mujer.... Mire que yo estoy montado á pelo … tengo una aflicción tal dentro de mi alma, Isidora, que … si sigue usted llorando, también yo soltaré el trapo. Vayase á su casa, y espéreme allí. Iré dentro de un ratito.... ¿Qué … duda de mi palabra?
–¿Pero de veras que va? No me engañe, por la Virgen Santísima.
–¿Pero la he engañado yo alguna vez? Otra queja podrá tener de mí; pero lo que es esa....
–¿Le espero de verdad?… ¡Qué bueno será usted si va y nos socorre!… ¡Martín se pondrá más contento cuando se lo diga!
–Vayase tranquila.... Aguárdeme, y mientras llego pídale á Dios por mí con todo el fervor que pueda.
VII
No tardó en llegar á la casa del cliente, la cual era un principal muy bueno, amueblado con mucho lujo y elegancia, con vistas á San Bernardino. Mientras aguardaba á ser introducido, el Peor contempló el hermoso perchero y los soberbios cortinajes de la sala, que por la entornada puerta se alcanzaban á ver, y tanta magnificencia le sugirió estas reflexiones: «En lo tocante á los muebles, como buenos lo son … vaya si lo son.» Recibióle el amigo en su despacho; y apenas Torquemada le preguntó por la familia, dejóse caer en una silla con muestras de gran consternación. «¿Pero qué le pasa?—le dijo el otro.
–No me hable usted, no me hable usted, señor D. Juan. Estoy con el alma en un hilo.... ¡Mi hijo…!
–¡Pobrecito! Sé que está muy malo.... ¿Pero no tiene usted esperanzas?
–No, señor.... Digo, esperanzas, lo que se llama esperanzas.... No sé; estoy loco; mi cabeza es un volcán....
–¡Sé lo que es eso!—observó el otro con tristeza.—He perdido dos hijos que eran mi encanto: el uno de cuatro años, el otro de once.
–Pero su dolor de usted no puede ser como el mío. Yo padre, no me parezco á los demás padres, porque mi hijo no es como los demás hijos: es un milagro de sabiduría.... ¡Ay, D. Juan, Don Juan de mi alma, tenga usted compasión de mí! Pues verá usted.... Al recibir su carta primera, no pude ocuparme.... La aflicción no me dejaba pensar … Pero me acordaba de usted y decía: «Aquel pobre D. Juan, ¡qué amarguras estará pasando!…» Recibo la segunda esquela y entonces digo: «Ea, pues lo que es yo no le dejo en ese pantano. Debemos ayudarnos los unos á los otros en nuestras desgracias.» Así pensé; sólo que con la batahola que hay en casa, no tuve tiempo de venir ni de contestar.... Pero hoy, aunque estaba medio muerto de pena, dije: «Voy, voy al momento á sacar del purgatorio á ese buen amigo D. Juan …» y aquí estoy para decirle que aunque me debe usted setenta y tantos mil reales, que hacen más de noventa con los intereses no percibidos, y aunque he tenido que darle varias prórrogas, y … francamente … me temo tener que darle alguna más, estoy decidido á hacerle á usted ese préstamo sobre los muebles para que evite la peripecia que se le viene encima.
–Ya está evitada—replicó D. Juan, mirando al prestamista con la mayor frialdad.—Ya no necesito el préstamo.
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