Mi padre se nos presentó de repente, se nos dió á conocer, y se puso á nuestra cabeza en un camino que se internaba en la montaña, y que á medida que adelantábamos se estrechaba hasta el punto de que nos fue necesario echar pié á tierra y marchar uno en pos de otro.
Mi padre iba delante.
Caminamos todo el dia en silencio por ásperos desfiladeros, viendo á nuestros piés valles profundísimos por cuyo fondo se precipitaban rios convertidos en torrentes por las lluvias del invierno, y sobre nuestras cabezas montañas cubiertas de nieve: sobre las colinas levantaban las tristes y altísimas copas solitarios pinos, y en el fondo de las estrechas vegas, en las vertientes de la montaña, bravíos bosques de deshojadas encinas.
Ni una aldea, ni una habitacion humana, ni aun la choza de un pastor, vimos durante el dia desde el camino por donde nos guiaba mi padre. Solo se escuchaba el graznar de las águilas, el ahullar de los lobos hambrientos, el rugir de los torrentes y el zumbido del viento entre las quebraduras de la montaña.
Llegó la noche y con ella llegamos á una cumbre ancha, árida, cubierta de nieve, desde la cual se veian otras muchas cumbres que se levantaban en anfiteatro hasta el altísimo pico de Muley Hhacem6. Tampoco se veia desde allí ninguna habitacion humana.
Detúvose allí mi padre y descabalgó: todos descabalgamos, y durante los primeros momentos de descanso, nuestras mujeres y nuestros esclavos descansaron.
Despues mi padre llamó en torno de sí á los guerreros de nuestra familia.
– «Hemos sido arrojados de nuestros hogares, nos dijo, y ya no tenemos patria: somos vencidos: el vencedor nos ha asegurado nuestras propiedades, nuestra religion, nuestras leyes y nuestras costumbres, por medio de una capitulacion: esa capitulacion que algunos creen honrosa y estable, no vale mas ni es mas fuerte que el papel en que está escrita: la mano del vencedor procurará pasar primero por cima de ella, y cuando aleguemos los capítulos concertados con los reyes de Aragon y de Castilla, la mano del sacerdote cristiano rasgará la capitulacion, y los soldados de los reyes de España, nos impondrán la sumision por la fuerza. Todo lo hemos perdido, todo: patria, religion, leyes, costumbres, haciendas: nos espera una suerte semejante á la de los judíos: la esclavitud y la vergüenza.
Resistamos con valor la inclemencia de los hados: si vivimos en los pueblos, allí nos vigilará el recelo del vencedor, que tendrá siempre el atento ojo sobre nuestros semblantes para medir su alegría ó su tristeza: si nos reunimos en mucho número recelaran; si evitamos reunirnos, recelaran tambien: acecharan por las rendijas de nuestras puertas para sorprender el pudor de nuestras mujeres, y procuraran apartar nuestros hijos de nuestro amor y de nuestras costumbres.
Debemos vivir lejos de los cristianos, y acecharlos incesantemente, en vez de ser acechados: debemos preparar el dia glorioso de una reconquista, si no para nosotros, para nuestros hijos: debemos continuar siendo fieles observantes de la ley, buenos musulmanes; en los pueblos no podríamos serlo: pero por fortuna la montaña es áspera, tiene guaridas desconocidas donde podremos ocultarnos, y desde las cuales seremos el terror del vencedor: es necesario que olvidemos el regalo de nuestras casas de Granada, las suntuosas fiestas, las alegres zambras: nuestros jardines seran las desnudas ramblas de las Alpujarras; nuestras zambras el combate continuo con el cristiano: que el que se aventure en la montaña muera, y que los cobardes habitantes de las poblaciones paguen tributo al rey de la montaña.
En una palabra, desde hoy, si quereis seguir mis consejos, seremos monfíes.»
Concluyó mi padre, y los mas ancianos, los mas prudentes de la familia aprobaron su parecer.
Pero era necesario que aquel nuevo pueblo que habia elegido para su residencia las grutas de las montañas, y por ejercicio la continua guerra con el cristiano, tuviese á su frente un caudillo que les gobernase.
Mi padre fue elegido unánimemente emir de los monfíes.
Un resto de la familia real de Granada, guarecido entre rocas y desfiladeros, no rendia vasallaje al vencedor del reino de Granada; los demás se arrojaban á sus piés en un cobarde vasallaje, ó se desterraban voluntariamente del suelo que les vió nacer, pasando al Africa.
Anduvimos sin cesar por ásperos senderos durante aquella larga noche, alumbrados por la clarísima luna del mes de las nieves, y al amanecer llegamos al centro de un espeso pinar delante de la boca de una lúgubre gruta.
Esa gruta es la misma en que ahora te encuentras, hijo mio.
Dentro de esta gruta, mi padre construyó el alcázar subterráneo del emir de los monfíes.
– Pero segun las cámaras que he visto antes de llegar á esta, dijo Yaye, si he de juzgar por el régio esplendor que nos rodea, este alcázar es tan rico como la Alhambra; para construirlo han debido gastarse tesoros incalculables.
– Mi padre, continuó el anciano Yuzuf, previendo á tiempo la conquista, habia vendido sus tierras, sus alquerías, sus castillos: el precio de estos, aunque enorme, no bastaba ciertamente para la construccion de este alcázar maravilloso, del cual solo has visto una pequeña parte. Pero los monfíes hacian la guerra al cristiano y con mucha frecuencia penetraban en las villas mas populosas y ricas de las Alpujarras, las entraban á saco y se volvian cargados de botin: el quinto de las presas era de mi padre: ademas, justo era que los que habian inclinado cobardemente su cabeza bajo el yugo del vencedor, los que se habian convertido de miedo (porque los cristianos tardaron muy poco en faltar á la fe de las capitulaciones), justo era que los que habian renegado vilmente de su Dios, contribuyesen al sostenimiento de los valientes moros que habian rechazado toda servidumbre, todo envilecimiento, toda apostasía, prefiriendo una sangrienta y continua lucha entre las breñas de la montaña, á una paz vergonzosa entre el ocio y el regalo de las poblaciones, bajo la mano de hierro y la vista recelosa de los cristianos: al poco tiempo de haberse hecho mi padre rey de la montaña, aparecieron gacelas escritas en las puertas de las iglesias, sin que nadie supiese quién las habia puesto, en que se imponia á los moriscos renegados y á los cristianos, un fuerte tributo para el emir de los monfíes: la primera vez las gacelas fueron arrancadas sin temor, y solo recibieron por contestacion un silencio de desprecio: el castigo no tardó mucho despues de la ofensa: una y otra y otra villa fueron acometidas de noche, en medio del silencio, y sus moradores entregados al degüello y al incendio: cuando de nuevo se fijaron gacelas en los mismos parajes que las anteriores, los vecinos, cada uno segun su riqueza, se apresuraron á pagar el tributo impuesto por el rey de la montaña, llevándole al lugar que se prefijaba en la gacela. Asi han continuado año tras año. Al terminar la luna de los frutos, nuestros monfíes entran de noche en las villas y fijan en las iglesias las gacelas en que se les anuncia el dia y el lugar en que han de pagar el tributo y dónde han de depositarle. Ningun año ha faltado una sola villa á cumplir esta prescripcion. Tenia, pues, mi padre tesoros y los tengo yo. Con esos tesoros se ha construido en las entrañas de la tierra, en las excavaciones de unas antiquísimas canteras, este alcázar, que es una ciudad subterránea; con esos tesoros hemos podido ir aumentando el número de los monfíes, que al principio apenas llegaban á quinientos; que cuando murió mi padre llegaban á cuatro mil, y que hoy forman un ejército de diez mil soldados, fuertes, bravos, sin piedad, incansables, que conservan la pureza de la ley alcoránica, y entero el amor de la patria: con esos tesoros podemos tener espías en todas partes, hombres activos que encontraran medio de saberlo todo, de oirlo todo: estos hombres estan allí do quiera ondea la bandera española: en la córte del emperador, en la del rey de Francia, en Italia, en Flandes, hasta el remoto continente americano, de donde nos envian oro á raudales; nadie conoce á esos emisarios mios, y muchos de ellos sirven á sueldo bajo las banderas del rey de España, muchos alientan con mi oro las tentativas de los enemigos de Carlos V, y si yo quisiera, ese soberbio rey caeria herido por un puñal invisible: ¿pero qué me importa la vida de don Carlos? El es un solo hombre, aunque poderoso, y nuestro enemigo es un pueblo entero, un pueblo de soldados aventureros y rapaces, de frailes codiciosos, de jueces y abogados que son otras tantas aves de rapiña: la codicia hace invencibles á