¿Quién era este rey?
El mismo nos lo va á decir.
Yuzuf, despues de haber mostrado á su hijo todas las maravillas del alcázar subterráneo, le condujo á un departamento separado: era el harem.
Mas de una magnífica hermosura, jóven y pudorosa, habia levantado la cabeza adormida de sobre un divan, al sentir los pasos de su señor; Yaye vió con una indiferencia verdaderamente ascética aquellas niñas que se ponian de pié cubriéndose con sus velos y bajando las frentes ante la presencia del padre y del hijo: Yuzuf vió con placer que Yaye era un espíritu fuerte, noblemente levantado sobre las miserias humanas.
Hay que tener en cuenta para apreciar su indiferencia, y casi su hastío, que Yaye solo contaba veinte y cuatro años, que las mujeres, junto á las cuales de retrete en retrete y precedido por esclavos mudos, le llevaba su padre, eran jóvenes, deslumbrantes de belleza, la mayor de las cuales apenas llegaria á los diez y ocho años, africanas las unas, asiáticas las otras, bellezas de ojos negros, cabelleras brillantes, talles flexibles, y aspecto de pureza y de candor: algunas de ellas admiradas de la hermosura de Yaye fijaban en él una mirada dulcemente curiosa, y volvian á inclinar la vista cubiertas de rubor.
Yuzuf hizo conocer á Yaye muchas esclavas: habló con cada una de ellas, no con el acento impuro é imperativo de un déspota musulman, sino con el acento dulce de un padre.
A cada una de ellas decia tambien señalándolas á Yaye.
– Este es mi hijo: este es vuestro señor.
Las esclavas al escuchar esta frase callaban, cruzaban sus brazos sobre el pecho y se inclinaban.
Cuando hubieron salido del harem, Yuzuf dijo á Yaye:
– Las mujeres que acabas de ver son tus concubinas, estan destinadas para tí; un rey debe tener en su harem las mujeres mas hermosas del mundo.
– Yo jamás tendré esclavas para el amor, dijo brevemente Yaye.
– Yo siempre he tenido vírjenes en mi harem, dijo Yuzuf, pero jamás esclavas impuras: han sido mis hijas: con ellas he premiado el valor de mis guerreros, haciéndolas sus esposas; en vez de hacer de una esclava una mujer impura, he hecho buenas madres de familia. Solo he amado una mujer, y aquella mujer era mi esposa.
– ¡Mi madre! ¡Oh! ¡en verdad, señor, que nada me habeis dicho de mi madre!
– ¡Oh! no he querido hablarte de ella, hasta hacerlo en el sitio á donde te voy á conducir: ven.
Al pasar por una habitacion, cuyas puertas estaban fuertemente cerradas, Yuzuf se detuvo.
En aquella habitacion habia seis fuertes y enormes arcas de hierro.
Yuzuf abrió una de las arcas; estaba llena de doblas de oro.
– Yo creí, señor, dijo Yaye, que me habiais traído al lugar en que debíais hablarme de mi madre.
– ¡Cómo! ¿no te maravilla saber que eres dueño de tantas riquezas?
– Las riquezas solo deben servir para hacer el bien de nuestros hermanos: de tal manera las aprecio: consideradas de otro modo me causan hastío.
– Te he dado una corona y la has recibido sin envanecerte ni asombrarte; te he presentado mujeres, por cualquiera de las cuales arderia en fuego impuro, un morabitho5 apartado del mundo, y las has visto sin conmoverte; te he hecho ver el brillo del oro, y no te has asombrado, ni ha nublado tu rostro la palidez de la codicia. Eres digno, hijo mio, de ceñir mi espada y mi corona, digno de vengar á tu madre.
– ¿De vengar á mi madre habeis dicho, señor?
– Silencio: aun no hemos llegado, sígueme.
Yuzuf cerró cuidadosamente otra puerta, atravesó con Yaye una larga y estrecha mina, y llegó al fin de ella á una puerta maravillosa, tanto por su labor como por las ricas maderas y preciosos metales con que estaba construida, sacó una llave de oro de entre sus ropas y abrió aquella puerta.
El retrete á que aquella puerta daba entrada era pequeño, pero resplandeciente; una lámpara de cuatro luces, suspendida de la cúpula, hacia brillar el oro de las labores sobre fondos esmaltados, el bruñido mármol de las columnas, y la tersa superficie de los mosáicos, de los que arrancaba cien cambiantes; alrededor de este retrete habia un ancho divan de seda y oro, y al fondo un magnífico arco primorosamente labrado y cubierto enteramente por la parte interior por una cortina de brocado, que ocultaba completamente lo que tras aquel arco existia.
Yuzuf se sentó en el divan y atrajo á sí á Yaye.
– Siéntate, le dijo.
– ¿Ha llegado el momento de que me hableis de mi madre?
– Aun no: antes es preciso que conozcas la historia de tu padre.
– Os escucho, señor.
El anciano empezó su relato de esta manera:
– Mi edad ha pasado de los sesenta años, el dia en que Granada, destrozada por las guerras civiles, vendida por el cobarde Muley Abd-Allah, su último rey, se entregó á los cristianos, tenia diez y seis. Mi padre era uno de los héroes de nuestro pueblo, mi padre era el infante Muza-ebn-Abil-Gazan, hijo bastardo de Muley Hhacem, y hermano de Boabdil el desdichado.
Me acuerdo perfectamente del fatal dia en que despues de haber entregado las llaves de Granada al rey don Fernando en las orillas del Genil, Muley-Abd-Allah se encaminó con su familia y con los que quisieron seguirle á las Alpujarras.
Nuestras mujeres lloraban, lloraban nuestros viejos y nuestros soldados cabizbajos y avergonzados marchaban en silencio, sin atreverse á volver el rostro para mirar á la hermosa ciudad, entre cuyos escombros no habian sabido perecer como valientes.
Asi en paso tardo como el de quien se aleja por la fuerza del objeto de su cariño, llegamos al alto del Padul.
Era el último lugar desde donde podíamos ver á Granada: el rey revolvió transido de dolor su caballo, y se arrojó de él. Luego se prosternó mirando á Granada y lloró: todos nos habíamos prosternado; todos llorábamos menos una mujer: aquella mujer estaba de pié, altiva, serena, pero profundamente pálida: aquella mujer era la madre de Muley Abd-Allah: la sultana Aixa-la-Horra.
Aun me parece que la veo de pié en medio de nosotros, como un genio fatal; aun me parece que escucho sus altivas y terribles palabras.
– Llora, dijo al rey, llora como una débil mujer, la pérdida del reino que no has sabido defender como hombre.
Al escuchar el severo acento de su madre, el rey se alzó, lanzó una mirada suprema á Granada, exhaló un grito de dolor, se cubrió el rostro con las manos, y luego, montó de un salto á caballo, le revolvió hácia las Alpujarras, y apretándole los acicates partió á la carrera.
Todos le seguimos como una tromba: la desesperacion nos impulsaba, y doblamos la falda de la montaña, con el estruendo y la rapidez del viento de la tempestad.
Yo cabalgaba al frente de nuestros soldados y de nuestros ginetes, agoviado bajo el peso de un doble é intenso dolor: salia desterrado de la ciudad en donde habia nacido, y el noble infante mi padre, habia desaparecido sin que nadie supiese lo que habia sido de él: acaso habia ido á buscar la muerte en alguna aventura desesperada, yendo solo á hacerse matar por los cristianos, encubriendo su nombre, como un moro cualquiera: acaso habia huido para no ver la deshonra de su pueblo, la rendicion á los castellanos, la Alhambra en poder de los infieles, la vergüenza en la frente del cobarde rey; acaso yo no debia volver á ver á mi padre.
Junto á mí; triste y pensativo como yo, cabalgaba el valiente Ali Huseín, alferez de mi padre, que en otros tiempos habia llevado su bandera de infante á la victoria.
Algo mas allá del Padul, Ali Huseín, detuvo su caballo y me dijo:
– Poderoso señor, tu padre quiere que nos separemos del rey y de sus gentes.
– ¡Mi padre! exclamé: ¡pues qué! ¿sabes tú de mi padre?
– Tu