– ¡Ah, señor! pienso que vuestro hijo será el primero que mostrará repugnancia á su casamiento: mira con desprecio á los Válor: los llama los renegados.
– ¿Conoce mi hijo á Isabel? exclamó el emir; debe conocerla: cuando yo concebí hace cuatro años el proyecto de casarle con ella, compré la casa medianera á la que habitaba doña Isabel en el Albaicin, con el objeto de que la habitase Yaye: era necesario que se conociesen.
– Y se conocen, dijo Abd-el-Gewar; vuestro hijo la ama, pero sobreponiéndose á su amor la ha desdeñado.
– ¡Fatalidad! dijo el emir: ¡amarla y desdeñarla!
– Vuestro hijo, señor, tiene el corazon lleno de las desgracias de su patria.
– Bien, bien; dijo el emir: aun es tiempo: acaso todo consiste en el horror que tiene Yaye al nombre cristiano: pero concluyamos: estoy impaciente por verle: ¿me recuerda alguna vez, Abdel?
– Con mucha frecuencia me habla de vos y con entusiasmo. Ayer cuando le anuncié que habia llegado el momento de que conociese á su padre me contestó: ¡oh! ¡si fuese tan noble y tan valiente como el wali Yuzuf Al-Hhamar!
– ¡Oh! ¡me recuerda! exclamó Yuzuf con el placer de un padre á quien llena de alegría y de orgullo el amor de su hijo.
– Sí, os recuerda pero jamás ha sospechado, á pesar de vuestras extraordinarias muestras de amor hácia él, que seais otra cosa que un valiente wali vasallo de su padre, un buen creyente, un antiguo amigo mio.
– En lo que por cierto no se engaña. Y dime ¿ha sospechado que su padre era el emir de los monfíes?
– Muchas veces me ha preguntado el nombre y el reino de su padre, pero presume que es hijo de un emir de Africa.
– No importa: aquí mejor que en Africa, tendrá ocasion de mostrar su valor y sus virtudes: la adversidad es la piedra de toque de todos los hombres y especialmente de los reyes. ¿Pero qué me quieren?
Acababa de sonar de nuevo un golpe metálico.
Aquel golpe se repitió tres veces.
– Vé y abre, dijo el emir á Abd-el-Gewar.
El anciano se levantó y abrió.
Entonces apareció en el banco de la puerta un jóven robusto, gallardo, de aspecto bravío y un tanto salvaje, que adelantó y se inclinó por tres veces.
– ¿Qué quieres Aliathar? le dijo el emir.
– Poderoso señor, dijo Aliathar, los doce xeques de las tahas de las Alpujarras acaban de llegar y todas las taifas de los monfíes esperan ya en el cerro de la Sangre.
– Bien, ha llegado el momento, dijo el emir: tú Aliathar, vé al cerro de la Sangre y dí á tus hermanos que muy pronto estaremos entre ellos. De paso dí al wisir Kaleb que introduzca al jóven que acaba de llegar: á Sidy Yaye.
Aliathar se inclinó y salió.
– Tú Abd-el-Gewar, vé al Divan donde ya estan reunidos los xeques: tú los conoces á todos, todos te conocen: prepáralos á la vista de mi hijo.
– ¿Pero habeis meditado bien, señor?
– Sí, sí; la corona pesa ya demasiado sobre mí frente y mi brazo está cansado: me siento morir; vé Abdel, vé, y que se cumpla mi voluntad.
– ¡Que se cumpla la voluntad de Dios! exclamó Abd-el-Gewar, é inclinándose ante el anciano emir salió.
En aquel momento se abrió la puerta y aparecieron el wisir Kaleb y Yaye.
– Jóven, dijo solemnemente el wisir, el alto, el poderoso, el invencible emir de los creyentes de las Alpujarras te espera: prostérnate ante él.
Y el viejo Kaleb se inclinó profundamente, en tanto que Yaye fijaba una mirada atónita en Yuzuf-Al-Hhamar.
– Vete; dijo el emir, indicando con un ademan á Kaleb que saliese.
Kaleb salió.
El emir y Yaye, esto es, el padre y el hijo, quedaron solos.
Yuzuf adelantó hácia Yaye.
Este se inclinó.
– Perdonad, señor, dijo, mi sorpresa: pero yo creia…
– Sí, tú creías, Sidy Yaye, que yo no era otra cosa que un noble walí, dijo Yuzuf tomando las manos de su hijo y mirándole con delicia y con orgullo.
– Perdonad aun, pero jamás creí…
– ¡Qué! ¿no me crees digno de ser rey de los valientes monfíes de las Alpujarras?
– Os creo digno, señor, de ocupar el Divan de los califas de Oriente, de ser rey del mundo: ¿acaso la virtud y el valor no viven en vos? ¿A quién mejor pudieran haber elegido los monfíes para que los gobernase y los llevase al combate contra nuestros enemigos?
– Mi padre antes que yo fue emir de los monfíes.
– ¡Ah señor! ¿con que el noble walí que en mi niñez me sentaba sobre sus rodillas, y me estrechaba conmovido entre sus brazos; el que tantas veces me ha aconsejado el desprecio de la vida por la patria; el que de una manera tan enérgica me ha referido las hazañas de nuestros abuelos, era ese poderoso emir invisible, á cuyo nombre palidecían de terror los cristianos, cuyos alcázares jamás ha pisado planta infiel, y que ha fecundado con torrentes de sangre impura las breñas de las Alpujarras?
– Yo era.
– ¡Mil veces para mí dichoso el dia, en que puedo saludaros, señor, como al valiente caudillo, como á la invencible espada, perennemente desnuda y enrojecida en defensa del Islam!
Y Yaye se prosternó.
– Alzad, príncipe, dijo Yuzuf: en mis brazos, que no á mis piés es donde debeis estar: ¿acaso el emir de los monfíes, os inspira menos amor que el walí Yuzuf para que huyais de sus brazos?
Yaye se arrojó en los brazos del anciano. El corazon de Muley Yuzuf latía con una violencia tal, que no pudo menos de percibirlo Yaye: un pensamiento, primero indeciso como una sospecha, luego mas determinado, cubrió de palidez sus mejillas; pero con la palidez que causa una gran emocion: su mirada destelló un relámpago de orgullo y dijo con la voz trémula, pero grave y digna.
– Me habeis llamado príncipe, señor.
– ¿Acaso no eres hijo de un rey? ¿acaso ayer no te anunció tu maestro, que muy pronto conocerias á tu padre?
– Es verdad, y acaso…
– Sidy-Yaye-ebn-Al-Hhamar, vuestro padre satisfecho de vos, cumplidos los años que habia querido que viviéseis como uno de esos infinitos hombres que han nacido para obedecer, os llama para entregaros su espada y su corona.
– Cómo, señor, vos… añadió Yaye mas pálido aun.
– Yo soy vuestro padre y vuestro rey, dijo acreciendo en solemnidad el emir.
Hubo un momento de profundo silencio.
– Disponed de mí, señor, como mejor os cumpla, dijo al fin Yaye.
– Sé siempre, hijo mío, dijo Muley Yuzuf despues de un largo espacio en que estuvo hablando á Yaye acerca de los deberes que el nuevo lugar que iba á ocupar le imponia; ten siempre presente que desde este momento debes sacrificarlo todo á la patria: la felicidad, la vida, y sí es preciso el honor: todo por la patria, nada por tí: sé justo y fuerte, y Dios te ayudará.
– Puesto, señor, que es vuestra voluntad el que yo os suceda en vida, os juro que sabré morir antes que manchar con un hecho cobarde, con una injusticia ó con una traicion á la patria, el ilustre nombre que me legais.
Despues de esto el emir condujo á su hijo á través