– Por el cuento – dijo Quevedo, sacando una moneda del bolsillo – ; porque pierdas la memoria – y sacó del bolsillo otra moneda.
– ¿La memoria de qué? – dijo Juara.
– De que me has visto en tu vida.
Y sin decir más, rebozóse y se entró gentilmente por el zaguán.
Al pasar junto al de la capa parda, se detuvo y le miró fijamente.
– Mucho os tapáis – le dijo.
– Hace frío – contestó el otro con mal talante.
– Quien por damas se enzaguana – dijo don Francisco – , ó es tonto ó merece serlo.
– Yo os conozco, ¡vive Dios! – dijo el de la capilla poniéndose de pie y dejando caer el embozo.
– ¡Mi buen Juan! – exclamó con alegría Quevedo.
– ¡Mi buen Quevedo! – exclamó con no menos alegría Juan Montiño, que él era.
–Diez años me dais de vida; ¡apretad! ¡apretad recio!
– ¡Que me place! ¡siempre el mismo!
– No tal; contempladme espectro.
– ¡Vos espectro!
– Quedé pobre.
– ¡Pobre vos!
– Y… vedme muerto, que entre un tuvo y un no tiene, hay un mundo de por medio. En prisiones me han tenido, y hoy á la corte me vuelvo á ser pelota de tontos y pasadizo de enredos.
– Pues en lo de hacer hablar con vos en verso al más topo cuando queréis, sois el mismísimo Quevedo de hace tres años; cinco minutos lo menos hemos estado hablando en romance.
– ¡Ah! sí, tenéis razón; sudo para hablar en prosa, ni más ni menos que le acontece á Montalván cuando quiere hablar en verso, ó como al duque de Lerma cuando no encuentra cosa á qué echar el guante.
– ¡Por la Virgen! ¡ved que estamos en casa del duque, y que nos escuchan sus criados!
– ¡Pues mejor!
– ¿Mejor? no entiendo.
– Entendedme; las verdades, cuando las lleva un correo, llegan verdades sopladas, y ganan ciento por ciento. Pero volviendo á nosotros, ¡mal hayan, amén, los versos! se me escapan como el flato. ¡Juro á Dios!..
– ¡Guardad, Quevedo!
– Decís bien; no está en mi mano; es ya enfermedad de perro; comezón, archimanía. ¿Qué buscáis aquí?
– Pretendo…
– ¿Lo véis? vos tenéis la culpa.
– ¿Yo la culpa?
– Sí por cierto; me buscáis el asonante.
– ¡Sois terrible!
– Soy… Quevedo. ¿Habéis acompañado á una dama?
– Sí; ¿quién os lo ha dicho?
– Los enredos son mi sombra; en viniendo yo á la corte, se vienen á mi los tales á bandadas, y lo que es peor, enrédanme, me sofocan, me traen de acá para allá, me sudan y me trasudan, y ni con reliquias de santo que lleve encima, dejan de acometerme. Pero volviendo á vuestra aventura, «Erase una tapada…
– Tapada era.
– …alta y garrida…
– ¡Sí!
– …ancha de hombros, alta de seno, manto á los ojos, y halda hasta el suelo.»
– ¿Conocéisla?
– No, ¿y vos?
– Tampoco.
– ¿Pero no habéis reñido por ella?
– Sí.
– ¿No habéis vencido?
– Sí.
– ¿Y dónde la habéis dejado?
– Se fué sola.
– ¿Y no venís aquí por ella?
– ¡Ah! ¡no!
– ¿Y no habéis vislumbrado quién ella sea?
– La tengo por principal.
– Dios os libre de un portento embozado, de un lucero entre nubes, de una mano entre rendijas, de un envido de buscona, y sobre todo, de un quiero. Desconfiad de carta de dueña como de pastel de hostería, y sobre todo, recibidme por maestro. ¿Dónde vivís?
– No lo sé aún; ¿y vos?
– Yo… vivo aquí.
– ¿Acabáis de llegar?
– Ya os lo dije; torno á esta tierra, de un destierro.
– Y yo acabo de llegar de Navalcarnero. Fuí á buscar á mi tío á palacio; llovieron sobre mí aventuras y desventuras, porque esos porteros, á quienes Dios confunda, no han querido avisar de mi llegada á mi tío.
– ¿Y quién es ese vuestro tío?
– El cocinero de su majestad.
– ¡Francisco Martínez Montiño! pues me alegro, ¡hombre sois!
– ¡Cómo!
– ¡Ahí es nada! ¡con tío en palacio, cocinero de su majestad y enredador, avaro y celoso! ¡cuando os digo que habéis hecho suerte! ya veréis; ahora, si os importa ver vuestro tío, seguid á mi lado, ni más ni menos que si no os hubiesen negado la entrada; alta la cabeza, fruncido el ceño, y por no dar, que el dar daña, no les deis ni las buenas noches.
Y Quevedo tiró hacia las escaleras, desde en medio del portal donde había estado hablando con Juan Montiño.
Al ver acercarse á un caballero del hábito de Santiago, á quien habían oído hablar mal de su señor, porque Quevedo había levantado la voz para llamar ladrón al duque, los porteros le tuvieron, sin duda, por tan amigo de Lerma, que le dejaron franco el paso inclinándose, y sin duda también porque el caballero de Santiago se mostraba amigo del de la capilla parda, no se les ocurrió ni una palabra que decirle.
Entre tanto murmuraba Quevedo, subiendo lentamente las escaleras:
– Para entrar en todas partes, sirve una cruz sobre el pecho; mas para salir de algunas, sólo sirve cruz de acero.
– ¿Qué decís? – le preguntó Juan Montiño.
– Digo que al entrar aquí, no somos hombres.
– ¿Pues qué somos?
– Ratones.
– ¿Supongo que mi tío no será el gato?
– No, porque vuestro tío es comadreja.
– ¿Dónde vais, caballero? – dijo á Quevedo un criado de escalera arriba.
Quevedo no contestó, y siguió andando.
– ¿No oís? ¿dónde vais? – repitió el sirviente.
– ¿No lo veis? voy adelante – contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo.
– Perdonad – dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.
Entraron en una magnífica antecámara estrellada de luces y llena de lacayos.
El lujo de aquella antecámara en la casa de un ministro, era escandaloso: alfombras, cuadros de Tiziano, de Rafael, de Pantoja, del Giotto; tapicerías