Escuela de Humorismo / Novelas.—Cuentos
Prólogo del autor
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: eso dije al empezar este libro. ¡Que sea lo que Dios quiera! – pensé al concluirlo.
Siempre he considerado un acto de soberbia, un atrevimiento enorme, la publicación de todo primer libro; pero considero que ese atrevimiento llega á su colmo al tratarse de este mío.
Los que hoy son y valen, al publicar nuevas y mejores obras, han demostrado que la publicación de su primer libro, ni fué acto de soberbia, ni atrevimiento inaudito: fué la consecuencia lógica de sus grandes dotes literarias.
Yo, toda vez que mi anterior labor es demasiado modesta, no sé si con el tiempo podré justificar la publicación de mi primer libro. ¡Dios lo haga!
Al decidirme á publicarlo, lo hago declarando de la manera más solemne que es el peor de cuantos se han escrito, y que su autor es el último de cuantos tomaron la pluma como intérprete de sus ideas.
De cosas cortas lo compuse, pensando que para probar tu paciencia, caro lector, ellas se bastan.
Si tu bondad es tanta que te permite leerlo; si tu paciencia no se agota antes de terminarlo, y si, en caso de hacerlo, sientes por su lectura alguna complacencia, ella me recompensará de las dudas y zozobras que me embargan; mas si sus páginas no lograron interesarte ni un solo momento, sé indulgente con el que las compuso… Después de todo, un libro más, ¿qué importa al mundo?
Escuela de humorismo
El Jefe del Negociado 2.º – el departamento no hace al caso – , sentado ante la mesa de su despacho, concluyó, sin duda, el estudio de unos documentos que tenía delante, por cuanto, colocándolos todos juntos, unos sobre otros, dejó caer sobre ellos, á modo de pisapapel, su gruesa mano derecha; recostóse en el sillón que le servía de asiento, contemporáneo de Isabel II, como todos los demás muebles que había en el despacho, y meditó breves instantes; después, inclinando la cabeza hacia la puertecilla, siempre abierta, que ponía en comunicación su despacho con el que ocupaban los oficiales, formuló la siguiente pregunta, con recia voz de bajo profundo:
– ¿Quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez?
Los oficiales, al oir la voz del Jefe, suspendieron su tarea y se miraron unos á otros.
– ¿Qué ha dicho? – preguntó en voz baja el más joven de ellos, llamado Gutiérrez, á su compañero Martínez, que estaba sentado ante una mesa frontera á la suya.
– Pregunta por las tripas de no sé quién – respondió el interpelado.
Como quiera que el Jefe no obtuviese respuesta á su pregunta, apareció en la puertecilla de comunicación, con los antes citados papeles, formulándola de nuevo:
– He preguntado, que quién tiene las tripas de Antonio Rodríguez.
– Tú, Pepe, ¿no las tienes?
– No, hombre, no; ¡yo qué voy á tener!
– A que resulta que no las tiene nadie – refunfuña el Jefe.
– Yo no las tengo – vuelve repetir Pepe – ; se las di á Jacinto hace cinco días… Tú, Jacinto, tú las tienes.
– ¡Ah! sí, es verdad – replicó el llamado Jacinto – ; aquí las tengo, en el cajón.
– Vamos… vamos – dice el Jefe, malhumorado por la tardanza en encontrar las susodichas tripas– . En qué estará usted pensando… ¡En escribir algún cuentecito de esos que le ponen á uno la carne de gallina!.. ¡Ni sé cómo le admiten ninguno!
Un coro de carcajadas siguió á las palabras del Jefe. Jacinto, abochornado y corrido, buscaba en los cajones de la mesa los malditos documentos que constituían las tripas del expediente de Antonio Rodríguez.
– Tome usted – dijo el Jefe, echando los papeles que tenía en la mano, sobre la mesa de Jacinto – . Cósale usted la cabeza y la nota, y téngalo listo para bajarlo luego á la firma. Pero tenga usted cuidado, no vaya á coser algún cuentecito de esos tan distraídos, entre las tripas.
Nueva explosión de risa, que fué en aumento al salir el Jefe, y que se prolongó largo rato, aumentando el azoramiento de Jacinto. Al fin, éste, queriendo disimular, hubo de decir:
– ¡Qué barbaridad!.. ¡A ver si es que nos vamos á reir todos!
De tal modo dió á entender con la entonación de sus palabras lo corrido que se hallaba, que las risas llegaron á su colmo.
Jacinto, de un humor rematado, doblaba los documentos que, por fin, había encontrado, en forma adecuada para ser cosidos con el expediente.
Cuando la hilaridad dió lugar á las palabras, dijo Gutiérrez:
– No te enfades, Jacinto…
– ¡No te enfades! – murmuró éste – . Os creeréis que voy á servir de mono.
– Pero si es que el Jefe tiene razón; si es que escribes cada cosa que le pones á cualquiera los pelos de punta.
– ¡Pues no las leas!
Nuevas carcajadas estallaron en el Negociado.
– Si escribieras cosas cómicas, verías cómo ganabas más.
– ¡Para escribir cosas cómicas estoy yo! ¿Es que tú te figuras que con 6.000 reales de sueldo, mujer y tres hijos, se pueden escribir cosas cómicas?
– Anda ése… – dice Pepe terciando en el diálogo – . Lo menos te has figurado tú que los demás no tenemos familia… ¡Bueno!
– Yo no te digo que tengas familia ó que dejes de tenerla; lo que yo te digo es que cuando se llega á casa y se ve lo que se ve… no se puede tener humor de escribir cosas cómicas.
– ¡Toma… toma…! ¿Y me quieres decir á mí qué adelantas con ponerte fúnebre? ¡A mal tiempo, buena cara! ¿Que te hace falta una cosa y no la puedes comprar? ¡Pues te pasas sin ella!
– Eso… eso… – grita Gutiérrez. – Mira, á mí me hacía falta haber comprado una cajetilla cuando he venido esta mañana…
– Y á mí también me había hecho falta que la hubieras comprado – añadió vivamente Martínez – ; así no te hubieras fumado los pocos pitillos que me quedaban.
– No te apures, hombre, no te apures por eso… Oye, tú, Pepe… echa un pitillo, que éste no tiene… y yo no he podido comprar…
– Oye, tú – contesta Pepe, remedando el tonillo de Gutiérrez – : cuando á uno le hace falta una cosa… y no la puede comprar, ya sabes lo que acabo de decir: se pasa uno sin ella.
– Bueno, Pepito; pero antes se cuenta con los amigos… como tú.
– Sí, ¿eh? Pues desde este momento puedes romper las amistades.
– Vamos, no seas así, Pepe… Si ya sabemos que tú eres un hormiguita que te llega el tabaco hasta fin de mes… Danos uno que sea gordo, y haremos dos. ¡Me parece que no podemos hacer más…!
– Toma… ahí tienes – dijo Pepe, tirando dos pitillos por el aire – ; pero despídete, ¿eh? despídete.
Los demás protestan airadamente, y Pepe no tiene más remedio que echar una ronda; lo cual le pone de un humor de todos los demonios.
– Lo que es mañana, como no os fuméis los mangos de pluma…
– Calla, burgués; no gruñas.
Jacinto, sin despegar los labios, y contento porque el giro de la conversación se hubiera desviado de su persona, daba fin al cosido del expediente.
– Verdaderamente, y yo lo declaro así, – dijo Montalbo, el oficial de más categoría del Negociado, que no había despegado los labios hasta la fecha – , es deprimente para nosotros y es vergonzoso para el Estado, que unos funcionarios públicos, como nosotros, no tengamos para fumar el día 26 de mes; porque yo, sin rubor lo manifiesto, tampoco tengo tabaco.
– No tendrás tabaco, pero bien chupas – agrega Pepe, que tiene clavada en el corazón la ronda