Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cánovas del Castillo Antonio
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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causaron muchas lástimas y miserias en Castilla. No tuvieron mejor suerte las demás provincias: en todas se impusieron más contribuciones de las que buenamente podían soportar, añadiéndolas á las que ya pagaban en los reinados anteriores. Sólo Vizcaya tuvo valor para resistir (1601), y eso en mengua de la Monarquía, porque no se negó á pagar los nuevos impuestos, alegando el interés común y general de los pueblos, sino sólo sus propios fueros y exenciones. Cedió Felipe III á las reclamaciones enérgicas de Vizcaya por consejos del favorito, y escribió una carta á la provincia, revocando su determinación y confirmando todos sus privilegios antiguos: que fué perder los recursos con que ya se contaba y perder á la par mucha parte de su dignidad el Gobierno, retardándose más y más la necesaria y deseada unidad de la Monarquía.

      Mas no bastaron las nuevas contribuciones y recursos ordinarios para apagar la sed del Tesoro, y lo demás que se imaginó fué de poca eficacia y muy ruinoso. Alzóse el valor de la moneda de cobre (1603), lo cual hizo que los comerciantes extranjeros se apresurasen á inundar de cobre nuestros mercados, llevándose en cambio mayor cantidad de plata de la que el cobre valía, con que se perdieron muchos millones en aquella operación disparatada, además del crédito. Y no fué esto sólo, sino que tal especie de moneda se acrecentó á punto de entorpecer las transacciones. Durmióse tanto el Gobierno, que en vez de hacerlo consumir, acrecentó las licencias de acuñarlo, y contempló impasible el continuo arribo de bajeles que vaciaban en las costas españolas aquella moneda vil de que venían cargados, retornando llenos del oro y plata de América. Poco antes de esta alteración de la moneda, sonaron intentos misteriosos sobre la plata labrada, que en gran copia tenían los particulares y principalmente las iglesias, los cuales no llegaron á realizarse (1602), pero pusieron en no poca tribulación y descontento los ánimos. La expoliación y la violencia del fisco tocaba así ya en los mayores extremos. El duque de Lerma no acertaba con otros medios para llenar el vacío de las arcas públicas. Claramente se veía que el más eficaz era la economía en los gastos y en la administración; pero esto cabalmente no quería practicarlo el favorito. Así fué que desde los primeros años del reinado de D. Felipe, que vamos relatando, la Hacienda pública se vió en mayor pobreza que hubiera sentido hasta entonces. Faltan documentos originales para determinar su verdadero estado; pero en una memoria presentada al rey de Francia, Enrique IV, por sus espías en España, cuando meditaba sus grandes proyectos de guerra contra la casa de Austria, se leen datos curiosos, que si no del todo exactos, puede creerse por el objeto que se acercaban bastante á la verdad. Asegurábase que las rentas de la corona, prescindiendo de las de Portugal, llegaban á quince millones seiscientos cuarenta y ocho mil ducados; pero que en 1610 estaban ya todas empeñadas en ocho millones trescientos ocho mil quinientos ducados, á pesar de los esfuerzos y sacrificios de las Cortes de Castilla, que cada año concedían nuevos subsidios. Las rentas de las Baleares, Nápoles, Milán, Sicilia y Flandes no bastaban para su administración y defensa; y sólo las provincias de España, y más que ninguna, Castilla, conllevaban aquella carga inmensa capaz de agobiar á los países más prósperos.

      Sin embargo, el duque de Lerma no hizo lo que debía por mantenernos en el reposo á que prudentemente nos había traído Felipe II. Sin ser de carácter tan emprendedor y belicoso como otros ministros que antes y después tuvo por aquellos siglos la Monarquía, pagó también algún tributo al orgullo nacional, y se lanzó sin reparo en nuevas expediciones y aventuras. Para prolongar la lucha ya irrevocablemente resuelta del catolicismo contra la reforma, continuó pagando las pensiones cuantiosas que en tiempo de Felipe II recibían con el propio objeto los católicos de Inglaterra y Alemania y los descontentos de Francia. Aprobaba la política de la época, harto imbuída en las máximas que reveló Maquiavelo, semejante sistema de hostilidades; y Felipe II lo empleó contra sus enemigos políticos, como ellos lo emplearon contra él en Flandes y en otras partes. Pero pasadas las ocasiones de guerra, cuando la reforma estaba consumada en Inglaterra y Alemania, dada por imposible su conversión por las armas y hecha la paz con Francia, ni eran necesarias tales pensiones, ni parecía siquiera sensato el continuarlas pagando. El duque de Lerma las mantuvo, sin embargo, como estaban, porque aspiraba aún á levantar el catolicismo en Alemania y en Inglaterra, á desmembrar cuando menos á la Francia y á dominar en Italia. Por locos que parezcan tales pensamientos, no hay que culpar de ellos al duque de Lerma solamente: justo es decir que dominaban en muchas personas de cuenta, y en no poca parte del pueblo, que habiéndose criado en las grandezas de Carlos V ó en las altas empresas de Felipe II, juzgaban á la nación capaz de tanto todavía. Faltóle al favorito firmeza de ánimo y una conciencia de su deber bastante ilustrada para no ceder á las exigencias insensatas del orgullo nacional; que bien pudo despreciar por esta parte sus murmuraciones, quien sabía despreciarlas en cosas menos injustas, y que más herían su honra. Hubiérale ayudado en ello el clamor de los muchos que ante todo pedían algún alivio en sus miserias. Ni era aquella la ocasión de pensar en altas empresas, ni era él hombre para llevarlas á cabo; y acontece en las cosas políticas que lo que en tal hombre y en tal día es grande y digno de aplauso, ó cuando menos de respeto, parece ridículo en otra ocasión y en otras manos.

      Los temporales solamente pudieron impedir que la Invencible destruyera el poder del protestantismo inglés; mas las empresas que intentó contra aquella nación el ministro de Felipe III llevaban la destrucción en sí mismas y en su propia pequeñez é impotencia. Mandó una expedición en favor de los católicos de Irlanda que estaban hacía tiempo en armas contra la metrópoli (1602), donde apenas se contarían seis mil hombres de desembarco gobernados de D. Juan del Águila, capitán criado en la escuela del duque de Alba, y luego Maestro de campo debajo del príncipe de Parma, valerosísimo y prudente. Desembarcó esta gente y se apoderó de Baltimore y de Kinsale. Desde allí envió Águila un escuadrón de dos mil españoles, al mando de su segundo Ocampo, á que se incorporase con las fuerzas del conde de Tyron, caudillo principal de los rebeldes. Hallábanse éstos muy disminuídos y desalentados con las derrotas que habían padecido antes de llegar los españoles; de suerte que solo se reunirían con los nuestros unos cuatro mil soldados. Montjoy, Virrey de la isla, llegó con el ejército inglés y encontró al conde de Tyron y á Ocampo no bien habían logrado reunirse. Trabóse al punto un combate, en el cual los nuestros hicieron prodigios de valor y mantuvieron por largo espacio indecisa la victoria: con todo fueron vencidos. Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. Á estas nuevas, D. Juan del Águila, sitiado por mar y tierra, se vió con el resto de la gente forzado á capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se daría una completa amnistía á los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habían prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conduciría á España sus tropas con toda la artillería, municiones y efectos desembarcados. Á todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, contábase por feliz con que á tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse á la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fué á acabar sus días en Roma.

      Murió á poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte abriéronse de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron á terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habían de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fué ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que á sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la política de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fué cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra política tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fué incitar á la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que había poseído en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquí, si fué cierto, el interés católico al gran interés político y de conservación de la Monarquía, cosa rarísima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, así como imaginada en los días de Felipe II y de la reina María,