Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cánovas del Castillo Antonio
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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ni abandonar del todo el dominio del país, como arriba dijimos. Añadíase que las tropas allí levantadas no eran muy de fiar en guerra como aquélla, sostenida entre provincias hermanas, y así se resistió la pretensión hasta que cedieron los Estados. Pasearon los príncipes todas las provincias de su Imperio, tomando el juramento á cada una de ellas especialmente, y lograron con buenas trazas que se les concediesen algunos subsidios.

      Entonces el Archiduque volvió á poner los ojos en las necesidades de la guerra. Eran éstas á la sazón muy grandes. Wachtendoch, plaza muy fuerte, junto á Güeldres, fué sorprendida por el enemigo. Y sintiendo la falta de pagas y la vecindad del invierno, los soldados del trozo de ejército que estaba aún sobre Bomel se amotinaron en mucha parte. Como estaban terminadas del todo las obras del fuerte, tomóse por buen partido el retirar de allí el ejército, juzgando que no vendría con ello algún daño; mas habiendo quedado de guarnición ciertas compañías de valones, lo entregaron éstos á pocos días después al conde Mauricio por gruesa suma de dinero. Rindióse también por tratos á los enemigos el fuerte de Crevecoeur, guarnecido de alemanes y flamencos. Hechos que daban más y más por imposible el fiar las plazas á otras guarniciones que las españolas. Hallábanse algunas de éstas alteradas, y todas descontentas por la misma falta de pagas; mas no se halló que ninguna de ellas, aun peleando por causa extranjera, como ya á la sazón peleaban, rindiese su puesto al enemigo. Contentábanse con sacar por fuerza del país grandes tributos con que remediaban sus escaseces.

      No tardó en ofrecerse una prueba solemne de la diferente condición de nuestros soldados y los extraños en el suceso que ahora sobrevino. Porque animados los holandeses con las recientes ventajas y con el desconcierto de nuestra gente, reuniendo todas las fuerzas que pudieron juntar, con gran priesa y esmero, salieron de sus puertos y desembarcaron en un lugar no lejos de Gante, con ejército de más de veintitrés mil hombres, el más poderoso que jamás hubiese llevado sus banderas. Era su intento socorrer la guarnición de Ostende, harto apurada de nuestros presidios, y tomar á Newport y otras plazas allí cercanas, de suerte que quedara debajo de su dependencia aquella provincia. Á la nueva de tal peligro, el Archiduque envió á requerir á los soldados de aquí y allá amotinados en los presidios, que saliesen á defender la tierra, manifestándoles el grande apuro en que se hallaba. Negáronse los italianos y valones; prestáronse de muy buena voluntad los españoles. Con ellos, principalmente, se compuso el ejército, que marchó al punto la vuelta de Gante en busca del enemigo.

      Allí se presentó delante de él la infanta doña Isabel Clara Eugenia, y dió gracias á los soldados españoles por su leal comportamiento, recordándoles que eso y más debían al nombre glorioso de su patria. Enardecidos los viejos tercios con tal discurso, pidieron á voces que sin más dilación se los encaminase al combate. Echaron delante los amotinados, jurando lavar en sangre el pasado extravío. Tomaron al paso el fuerte de Andemburg, que se rindió sin defensa. No anduvieron tan presto en rendirse los del presidio de Suaesquerch, y antes que pudieran meditar lo que les estaría mejor, fué asaltada la plaza y pasados todos á cuchillo. Más adelante tropezaron los amotinados y vanguardia de los nuestros con dos mil soldados escoceses y holandeses que enviaba ya el conde Mauricio á ejecutar el socorro de Ostende, cerraron con ellos y no dejaron hombre á vida en pocos instantes.

      Sabido por los enemigos cómo avanzaba aquel impetuoso torrente, determinaron evitar su furia embarcándose. Pero no les dieron tiempo los nuestros, que sin descansar un momento llegaron á ponérseles delante. Habían dejado atrás, para asegurar ciertos pasos, cuatro mil infantes y los cañones al mando de D. Luis de Velasco, general de la Artillería, de suerte que el total no pasaba de seis mil hombres de infantería con seiscientos caballos. Dióles frente el conde Mauricio con diez y seis mil infantes y dos mil seiscientos caballos, fortificados en siete dunas ó colinas de arena puestas á la orilla del mar entre Newport y Ostende. La Infantería ocupaba el centro formada en lo alto de las dunas. Los flancos de la posición, que eran los espacios que se hallaban entre las dunas y el mar, estaban defendidos de la Artillería, plantada también en lo alto de éstas, señaladamente en las dos puestas á los extremos. Además, la Caballería, partida en dos trozos al diestro y siniestro lado, así como emboscada entre las dunas y el mar, cubría ventajosamente al centro. Muchos de los capitanes españoles fueron de opinión que no se empeñase la batalla. Proponían que haciendo alto el ejército, tomase allí posiciones entre Ostende y el mar, de suerte que cerrase al enemigo el camino de esta plaza fortísima, donde podría fácilmente embarcarse, obligándole á pelear con manifiesta desventaja ó á embarcarse en la playa abierta, donde no podría menos de ser destruído. No dió oídos á aquel consejo prudente el ardor irreflexivo de los más, ni se quiso esperar siquiera á que llegase D. Luis de Velasco con la gente que quedaba atrás y la Artillería. Así, en aquel lugar donde pudo acaso acabar la guerra con victoria nuestra, nacieron mayores desdichas para en adelante y una fatal derrota. Era el ejército español menos de la mitad en número que el de los contrarios. Hería el sol en lo más recio del día y mortificaba mucho á nuestros soldados, que venían ya hartas horas sin comer y con largo camino, después de haber asaltado plazas y peleado á campo raso con numeroso escuadrón. Estaban los holandeses descansados y en muy buenas posiciones fortalecidos, con la espalda á las brisas frescas del mar. Con todo, se empeñó la batalla.

      Á ella acudieron por el centro los seis mil hombres de infantería española y extranjera, al mando del Archiduque mismo con Zapena, Villar, Monroy y otros Maestres de campo muy nombrados, y embistieron con las dunas, defendidas por más de diez y seis mil soldados. Era difícil el asalto, porque las piernas de los que subían se enterraban en la arena, de suerte que apenas podían ellos dar un paso, mientras que los que estaban en lo alto disparaban la artillería á pie firme y hacían muy ordenadamente sus fuegos. Tomóse, sin embargo, la más avanzada de las dunas, y acometióse otra que era la mayor y mejor defendida. Allí pelearon los nuestros pica á pica por espacio de una hora, y aunque tan inferiores en número, lograron quitar algunos cañones á los contrarios y poner de su parte las probabilidades del vencimiento. Pero entre tanto nuestra Caballería, que acometió por los costados entre las faldas de las dunas y el mar, fué puesta en derrota. El Almirante de Aragón, Capitán general de nuevo de la Caballería, que entró por uno de los costados, fué detenido por el fuego de la artillería enemiga, plantada en la duna que allí hacía frente; y tal estrago hicieron las balas en sus filas, que espantados los caballos y confundidos los jinetes, no fué posible hacerlos pasar adelante. Al propio tiempo el comisario Pedro Gallego, sucesor de Contreras, había acometido por el ala opuesta, y saliendo contra él seiscientos corazas francesas que defendían aquel costado, puestos en emboscada detrás de las dunas, destrozaron sus compañías.

      No se contentó con este triunfo el ímpetu de los franceses, y pasando adelante vinieron á caer sobre el centro. En vano el capitán Rodrigo Laso con dos solas compañías de caballos cerró con todo el escuadrón de los enemigos; él fué derribado medio muerto y dispersada su escasa gente. Entonces la Infantería española, que coronaba ya las dunas, viendo tomada de los enemigos la retaguardia, se puso en retirada. Pero al pie de las mismas posiciones que abandonaba fué acometida por los triunfantes corazas franceses, mientras que los infantes enemigos bajaban ordenadamente á acometerla por la espalda. No era posible la defensa; los soldados bajaban sueltos y sin orden, como habían peleado en lo alto. No se podía formar escuadrón que resistiese á los caballos ni á los escuadrones de la infantería enemiga, y el campo se convirtió entonces en una carnicería horrible, donde los infantes españoles uno á uno peleaban por la vida y la honra. Ordenóse la retirada, que fué peor que la batalla en aquel trance. El Archiduque, que no se había separado un momento del combate, estuvo á punto de morir, y por defenderlo cayeron á su lado los más esforzados de los españoles. Perdimos en esta batalla dos mil quinientos hombres de escasos siete mil con que entramos en ella, todos capitanes y soldados viejos, que no habían vuelto nunca rostro al enemigo. Y sólo pudo servir de siniestro consuelo el que de cerca de diez y nueve mil hombres de todas armas con que nos aguardó el enemigo, seis mil quedaron en el campo. De entre los muertos merecieron contarse los capitanes Andrés Ortiz, D. Ramiro de Guzmán, Ulloa, Dávila, Ezpeleta y otros no menos valientes, y el Maestre de campo Zapena. Tal fué la jornada de las Dunas (1600), la más funesta que hubiesen empeñado hasta entonces las armas de España en los campos extranjeros. Perdióse, como se ha visto, por sobra de valor y falta de cordura.

      El