Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cánovas del Castillo Antonio
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
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constancia.

      Fernando V se propuso y alcanzó, en compañía de su esposa la magnánima Isabel, la grande obra de arrojar de España á los mahometanos, y más tarde se apoderó, no bien halló pretexto para ello, del reino de Navarra, que era una parte esencial y necesaria de la Monarquía española. También se hizo restituir los condados de Rosellón y Cerdaña, que de tiempo antes estaban empeñados en poder de la Francia, y que eran esencialísimos para resguardar la Península por aquella parte y para tener en respeto á nuestros turbulentos vecinos, poseyendo tal puerta por donde invadir á mansalva su territorio. Pero apartó de su cauce la política española, empleando en Nápoles y en las guerras de Italia las sumas y soldados con que debió pesar en África. Cabalmente alcanzó tiempos en que pudo hacerlo con ventaja, porque caídos los benimerines en el Mogreb-el-acsa ó imperio de Marruecos, hubo allá una horrible división y anarquía, que duró ochenta años, hasta la derrota de los beni-wataces y la exaltación al trono de los sanguinarios xerifes. Aprovecháronse de ella los portugueses; hicieron grandísimas conquistas con ayuda de los mismos naturales, que á la sazón se alistaban sin empacho debajo de las banderas cristianas; pero no supieron conservar lo adquirido. Y Fernando el Católico, que tantos recursos tenía en sus reinos, echados los moros de Granada, para hacerlas mayores y conservarlas eternamente, descuidó de esta manera el constituir de nuevo la España romana y goda, que pasando el estrecho tenía puestas sus fronteras en el Atlas, límite que la Naturaleza al propio tiempo que la Historia, nos tienen señalado. Grande error fué, que no disculparían ni aun los empeños del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Acometiéronse empresas parciales; tomáronse algunas plazas de la costa; pero el error de Fernando V fué perpetuándose en los reinados sucesivos, y después de no pequeños gastos y pérdidas de hombres y navíos, después de muchas batallas ganadas y de harta sangre vertida en aquellos arenales, no pudimos recobrar la España transfretana, y quedaron nuestras costas y nuestros mares á merced de los piratas berberiscos, que nos causaron gravísimos perjuicios los años adelante, todo por no haber hecho á tiempo el esfuerzo que se requería, llevando de una vez nuestras armas á aquellas regiones, donde de ir entonces todavía estarían de seguro imperando. Arrastró á Fernando V el orgullo de preponderar en Europa, y pudo más en él esto que no el útil de España.

      Dejó también sembrada Fernando V copiosa cizaña con el matrimonio que pactó entre su hija y Felipe el Hermoso, del cual nos vinieron los Estados de Flandes. ¿Cómo era posible que Carlos V abandonase luego fácilmente aquella herencia tan legítima de sus padres? Sostúvola, que era ya grave error, y además cometió por su parte mayores faltas que Fernando V: unas dictadas por el propio espíritu de preponderancia, apoderándose de Milán, ni más ni menos que como aquél se había apoderado de Nápoles; otras por la cualidad que tuvo de Emperador de Alemania. Acrecentadas con esto sus fuerzas, se acrecentó su ambición naturalmente, y además, teniendo que acudir á defender el Imperio, empleó en ello parte de las fuerzas nacionales, desperdiciándolas: bien que sea preciso convenir en que los alemanes tienen razón cuando se quejan de que Carlos V no pareció más que Rey de España. La verdad es que aquel Príncipe fué español en sus sentimientos, y lo fué en sus conquistas, dejándolo todo á beneficio de España. Su falta estuvo en que, deslumbrado con las grandes fuerzas de que á la sazón disponía, llevó demasiado adelante sus pensamientos. No tuvo idea de lo que España con sus fuerzas ordinarias podía sustentar, y de lo que particularmente la convenía, y así le vemos no sólo desatender la conquista del Mogreb-el-acsa, entreteniendo el ocio de sus armas cuando no eran empleadas contra alemanes y franceses, ya en Argel y Túnez, ya en otras expediciones menos importantes, sino dejar á la Francia vencida la merindad de San Juan de Pie del Puerto que había pertenecido siempre al reino de Navarra, tierra española. Más tarde, dió también la isla de Malta á los caballeros de San Juan de Jerusalem, isla de suma importancia para la dominación del Mediterráneo.

      Felipe II conquistó á Portugal con ventaja tan grande de la Monarquía, que basta con ello para que su memoria sea honrada en España. Hubo en este Príncipe más idea que en otro alguno de nuestros verdaderos intereses; pero de una parte se encontró ya planteados los más de los errores nacionales por Fernando V y Carlos V, dueño á su pesar de Nápoles y Milán y Flandes, Borgoña y Sicilia, y de otra, sus medidas y sus nuevas empresas pecaron siempre ó de poco maduras ó de sobrado grandes, por lo cual no sacó de las más el buen partido que se proponía. Encadenado á la política de sus antecesores, no hizo más que aplicar á ella todo lo grande de sus pensamientos y el impulso de su voluntad invencible. De aquéllos y ésta tuvo sobradamente para cambiar de política; pero era doloroso y ofensivo á su orgullo el cambio, y así vino á tomar el verdadero camino demasiado tarde. ¿No había más que abandonar la herencia de su padre y abuelo, los campos donde fueron las hazañas de Gonzalo de Córdoba y de Antonio de Leiva? Felipe, en lugar de retroceder luego, siguió adelante. Á la verdad, sus intentos contra los ingleses no han de culparse porque salieron desgraciados, que el éxito no da ni quita la razón á las cosas. Véase adonde la Inglaterra ha llegado después, lo que ha sido para nosotros mientras hemos tenido Américas y hemos tenido Marina, y acaso se encuentren justificados los proyectos de aquel Monarca. Él, antes que Napoleón, acometió la grande empresa de humillar al leopardo inglés en su guarida, y supo hacer más para lograrlo; hasta el bloqueo continental, ese sueño magnífico del capitán del siglo, fué imaginado por Felipe II, llevando para su ejecución muy adelante los tratos. Pero en sus intentos contra la Francia anduvo mucho menos acertado. Si en vez de poner en el trono de Francia á una hija suya, hubiera intentado, prevaliéndose de las luchas civiles, el desmembrar el territorio y extender lejos del Pirineo nuestra frontera, con harto ahorro de dinero y de fatiga, lo habría conseguido. Entonces la Francia no habría podido tomar sobre nosotros la superioridad que tomó en adelante. Dueño como fué de Marsella y de otras plazas importantes del Mediodía, fácil habría sido que nuestra nación se estableciese allí de un modo duradero.

      No desconoció Felipe tal sistema, pero comenzó á emplearlo tarde, cuando ya su influencia y sus fuerzas estaban muy quebrantadas. Más diestro anduvo Luis XIV, que abusando de la incapacidad de nuestros gobernantes y del estado mísero de la nación, fué apoderándose, debajo de frívolos pretextos, de tantas provincias nuestras; y luego que nos traía despojados de todo lo que le convenía, fué cuando emprendió las negociaciones para sentar á un príncipe de su sangre en el trono de España. Y cierto que á Felipe II le habrían sido más fáciles que á Luis XIV semejantes empresas, porque el monarca francés tuvo que acabar de abrir con su espada nuestros aportillados baluartes, y tuvo que derramar en el campo de batalla la poca sangre que quedaba en nuestras venas; mas al Rey de España le tenían vendida la Francia los franceses á precio vil de oro, duques y arzobispos, soldados y burgueses: de suerte que no había más que tomar de ella al antojo. Algo alcanzamos al principio, pero no lo que más convenía; Marsella era de mayor importancia que Calais, que hubo al fin que entregar á los franceses, y cuatro plazas de la parte del Rosellón valían más que muchas en Flandes, puesto que bien se pudo preveer, aun queriendo sostenerlas entonces por honor ú orgullo, que tarde ó temprano habían de perderse aquellas provincias.

      Tales errores hicieron que el Imperio de España, que debía hallarse á la muerte de Felipe II con fronteras seguras y ventajosas en las montañas de África y en el corazón de la Francia; que debía ser señor del Mediterráneo, poseyendo ambas orillas del estrecho de Gibraltar y el puerto de Marsella, por lo menos, en la costa francesa, Sicilia, Cerdeña, Malta y las Baleares, en medio del mar, y el gran puerto de Nápoles, que al abrigo de tales puertos y fronteras debía parecer invulnerable, fuese dificilísimo de defender y facilísimo para la ofensa, débil y flaco por su grandeza misma.

      Réstanos hablar de la despoblación y pobreza del reino y del desorden y penuria de la hacienda pública, que con el fanatismo religioso y la falta de unidad política, han de contarse también entre las causas que influyeron en la ruina de nuestro poderío. No conviene tratar separadamente de tales objetos, porque son por su índole tan semejantes y caminan tan juntos en la Historia que, sin lo uno, difícilmente puede comprenderse lo otro.

      No hay datos que den á conocer cuál fuese el número de pobladores ni la riqueza é industria que tuviese España durante los siglos medios. Dividida en tantos reinos cristianos y moros, éstos bien y aquéllos mal gobernados; pasando los territorios y provincias de unas manos á otras con tanta frecuencia;