Flor de mayo. Blasco Ibáñez Vicente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Blasco Ibáñez Vicente
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal, y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de truque y flor, esperando la hora de hacerse à la mar y amenizando el juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la misma Cuba, según su formal juramento.

      La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.

      Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento. Corrían con gracioso contoneo sobre la ardiente arena más de veinte gallinas, capitaneadas por un gallo matón y vocinglero que se las tenía tiesas con todos los perros vagabundos que correteaban la playa; al través de los cañizos oíase el gruñido de un cerdo atacado del asma de la obesidad, y frente al mostrador, bajo el sombrajo, flameaban á todas horas dos fogones, donde las paellas de arroz burbujeaban su caldo substancioso o el pescado chirriaba, dorándose entre el azulado vapor del aceite frito. Había allí prosperidad y abundancia. No era para hacerse ricos, pero se vivía bien. La Tona sonreía con satisfacción pensando que nada debía y viendo el techo empavesado de morcillas secas, sobreasadas lustrosas, tiras de negra mojama y algún jamón espolvoreado con pimiento rojo: los tonelitos llenos de líquido, las botellas, escalonadas, luciendo licores de color variado, y las sartenes de diversos tamaños colgadas de la pared, prontas á chillar sobre el fogón con su cavidad repleta de cosas substanciosas.

      ¡Y pensar que había pasado hambre en los primeros meses de su viudez! Por eso, harta y satisfecha, repetía ahora tantas veces la misma afirmación. Por más que digan, Dios no desampara á las buenas personas.

      La abundancia y la falta de cuidados la rejuvenecieron. Engordaba dentro de su barca con cierto lustre de carnicera ahita; siempre á cubierto del sol y la humedad, no tenía el color seco y tostado de las que esperaban en la orilla de la playa, y se presentaba tras el mostrador luciendo sobre la voluminosa pechuga una colección interminable de pañuelos de tomate y huevo, complicados arabescos rojos y amarillos tejidos en la sólida seda.

      Permitíase lujos de decorado. En el fondo de su tienda, sobre las maderas blanqueadas, alternaban con los toneles una colección de cromos baratos con rabiosos colorines que apagaban los de sus vistosos pañuelos; y los pescadores, mientras bebían bajo el sombrajo, miraban por encima del mostrador la Cacería del león, La muerte del justo y la del pecador, La escala de la vida, media docena de santos, entre los cuales no faltaban San Antonio y el comerciante flaco y el gordo representando al que fía y al que vende al contado, con la consabida leyenda: «Hoy no se fía aquí, mañana sí

      Había para estar satisfecho viendo cómo se criaba la familia sin grandes privaciones. La tienda siempre adelante, y poco á poco se llenaba de duros ahorrados una media vieja que ella guardaba en su camarote, entre el piso de tablas y el grueso colchón.

      Algunas veces no podía contenerse, y deseosa de apreciar en conjunto su fortuna, salía hasta la orilla de la playa. Desde allí contemplaba con ojos enternecidos el cercado de las gallinas, la cocina al aire libre, la anchurosa pocilga donde roncaba el sonrosado cerdo, y la barca, que asomaba entre la aglomeración de cercas y cañares sus dos puntas de deslumbrante blancura, como embarcación fantástica que, arrastrada por un huracán, hubiese ido á caer en el corral de una granja.

      No por esto se hallaba libre de incomodidades. Dormía poco, levantábase al amanecer, y muchas veces, á media noche, aporreaban la puerta de la barca y había que levantarse para servir á los pescadores recién llegados á la playa, que descargaban su pescado y tenían que hacerse á la mar antes del alba.

      Estas francachelas nocturnas eran las más productivas y las que mayor cuidado inspiraban á la tabernera. Conocía bien á aquella gente, que después de pasar una semana sobre las olas, quería en las pocas horas de holganza gozar de un golpe todos los placeres de la tierra.

      Abalanzábanse al vino como mosquitos; los viejos quedábanse dormitando sobre la mesa con la pipa apagada entre los secos labios; pero los jóvenes mozetones fornidos, excitados por la vida trabajosa y casta del mar, miraban á la siñá Tona de modo tal, que ella torcía el gesto con enfado y se preparaba á rechazar los brutales cariños de aquellos tritones de camiseta rayada.

      Nunca había valido gran cosa; pero su naciente obesidad, los ojazos negros, que parecían aclarar su rostro moreno y lustroso, y más que todo la ligereza de ropas con que en verano servía á los nocturnos parroquianos, hacíanla hermosa para los muchachos rudos que, al poner la proa hacia Valencia, pensaban con regocijo en que iban á ver á la siñá Tona.

      Pero ella era una hembra brava que sabía tratarlos. Jamás se rendía; las proposiciones audaces las contestaba con gestos de desprecio; los pellizcos con bofetones, y los abrazos por sorpresa con soberbias patadas, que más de una vez hicieron rodar por la arena á un mocetón tieso y fuerte como el mástil de su barca.

      Ella no quería líos como muchas otras, ni permitía que le faltasen en tanto así. Además, era madre, los dos chicos dormían á poca distancia, separados de ella por un tabique de tablas, al través del cual oía sus poderosos ronquidos, y sólo estaba para pensar en mantener á la familia.

      El porvenir de sus chicos comenzaba á preocuparla. Se habían criado en la playa como dos gaviotas, anidando en las horas del sol bajo la panza de las barcas en seco ó correteando por la orilla en busca de conchas y caracoles, hundiendo sus piernecitas de color de chocolate en las gruesas capas de algas.

      El mayor, Pascualet, era un retrato vivo de su padre. Grueso, panzudo, carilleno; tenía cierto aire de seminarista bien alimentado, y los pescadores le llamaron el Retor, apodo que había de conservar toda su vida.

      Tenía ocho años más que su hermano Antonio, un muchacho enjuto, nervioso y dominante, cuyos ojos eran iguales á los de Tona.

      Pascualet fue una verdadera madre para su hermano. Mientras la siñá Tona atendía á la taberna en los primeros tiempos, que fueron los más penosos, el bondadoso muchacho cargaba con el hermanito como niñera cuidadosa, y jugaba con los pilletes de la playa, sin abandonar nunca al arrapiezo rabioso y pataleante que le martirizaba la espalda y le pelaba el cogote con sus pellizcos.

      Por la noche, en el camarote estrecho de la barca-taberna, para Tonet era el mejor sitio, y su cachazudo hermano se apelotonaba en un rincón para dejar espacio á aquel diablejo que, á pesar de su debilidad, le trataba como un déspota.

      Los dos muchachos, arrullados por el sordo oleaje, que en los días de marea llegaba hasta la misma taberna, y oyendo como el viento del invierno silbaba al querer introducirse por entre los tablones, dormíanse estrechamente abrazados bajo la misma colcha. Algunas noches despertábanse con el ruido de los pescadores, que celebraban su fiesta de tierra; oían las palabrotas que su madre profería en momentos de indignación, el sonoro choque de alguna bofetada, y más de una vez el tabique de su camarote conmovíase con el sordo golpe de un cuerpo falto de equilibrio; pero volvían á dormirse, poseídos por una ignorancia inocente, libre de sospechas y alarmas.

      La siñá Tona tenía injustas debilidades tratándose de sus hijos. Al principio de su viudez, cuando por las coches les veía dormir en el angosto camarote, con las cabecitas juntas, rozando tal vez la misma madera en que se había aplastado el cráneo de su padre, sentía profunda emoción y lloraba como si fuera á perderlos dentro del fúnebre armazón de tablas, como ya había perdido á su Pascual. Pero cuando llegó la abundancia y el tiempo fué borrando el recuerdo de la catástrofe, la siñá Tona comenzó á mostrar predilección por su Tonet, criatura de gracia felina, que trataba á todos con sequedad é imperio, pero que tenía para su madre cariños de gatito travieso.

      La