En verano únicamente ayudaba a la pobre Tona. El lucro uníase á su afán de correteo sin objeto, y cargada con un cántaro tan grande como ella, iba vaso en mano por la playa de los baños ó pasaba audazmente por entre los lujosos carruajes que rodaban por el muelle, mirando á todas partes con sus ojazos soñadores, agitando la maraña de rubios pelos y gritando con su voz débil: ¡Al aigua fresqueta! sacada de la fuente del Gas.
Unas veces con esto y otras con el cesto de caña lleno de galletas, que pregonaba con tono melancólico: ¡Salaes y dolses! Roseta conseguía entregar á su madre por las noches unos dos reales, lo que aclaraba un poco el gesto fosco de Tona, á la que los malos negocios iban haciendo egoísta.
Y así creció Roseta; siempre en huraño aislamiento, acogiendo con serenidad amenazante las palizas de su madre; odiando á Tonet, que nunca se había fijado en ella; sonriendo algunas veces al Retor, que cuando bajaba á tierra solía tirarle amistosamente de los retorcidos pelos, y despreciando á la pillería de la playa, de la cual alejábase con un airecillo de reina orgullosa.
Tona acabó por no ocuparse de la chiquilla, á pesar de ser la única compañera en aquella vivienda, que en las tardes del invierno parecía estar en pleno desierto. Tonet y la hija del tartanero eran su continua preocupación.
Aquella perdida habíase propuesto robarle toda su familia. Ya no se contentaba con Tonet, y éste llevaba á casa de Dolores á su hermano el Retor, el cual, al saltar á tierra, pasaba como rápida exhalación por la tabernilla de la playa, yendo á descansar en casa del tartanero, donde resultaba para los novios un testigo poco molesto.
Pero en realidad lo que incomodaba á Tona más que la influencia que Dolores ejercía sobre sus hijos, era que veía desvanecerse un plan que acariciaba hacía mucho tiempo.
Tenía pensado el matrimonio de Tonet con la hija de una antigua amiga.
Como guapa, no podía compararse con la endemoniada hija del tartanero; pero la siñá Tona se hacía lenguas de su bondad (la condición de los seres insignificantes) y se callaba lo más importante, ó sea que Rosario, la muchacha en quien había puesto los ojos, era huérfana; sus padres habían tenido en el Cabañal una tiendecita, de la que se surtía la tabernera, y ahora, después de su muerte, le quedaba á la hija casi una fortuna; lo menos tres ó cuatro mil duros.
¡Y cómo quería á Tonet la pobrecita! Al encontrarle en las calles del Cabañal, le saludaba siempre con una de sus sonrisas de cordera mansa, y pasaba las tardes en la playa gozándose en hablar con la siñá Tona, tan sólo porque era la madre del gallito bravo que traía revuelta toda la población.
Pero del muchacho no podía esperarse cosa buena. Ni la misma Dolores, con tener sobre él tan absoluto poderío, lograba domarlo cuando le soplaba la racha de las locuras, y á lo mejor desaparecía semanas enteras, sabiéndose después, por referencias, que había estado en Valencia durmiendo de día en alguna casa del barrio de Pescadores, emborrachándose de noche, aporreando á sus embrutecidas compañeras de hospedaje y gastándose en orgías de pirata hambriento lo que ganaba en alguna timba de calderilla.
En una de esas escapatorias fué cuando come tió el gran disparate, que costó á su madre un mes de llantos é innumerables alaridos. Tonet, con otros amigotes, sentó plaza en la marina de guerra. Estaban hastiados de la vida del Cabañal; les resultaba desabrido el vino de las tabernas.
Y llegó el día en que el endiablado muchacho, vestido de azul, con la blanca gorrilla ladeada y el saco de ropa al hombro, se despidió de Dolores y de su madre para ir á Cartagena, donde estaba el buque á que iba destinado.
¡Anda con Dios! Mucho le quería la siñá Tona, pero al fin podía descansar. Por quien más lo sentía era por la pobre Rosario, que, siempre calladita y humilde, iba á coser en la playa en compañía de Roseta y preguntaba con emocionada timidez á la siñá Tona si había recibido carta del marinero.
Así pasó el tiempo, siguiendo ellas desde la barcaza de la playa todos los viajes y estaciones que hacía la Villa de Madrid, fragata en la que iba Tonet como marinero de primera.
¡Qué emoción cuando caía sobre el mostrador de húmedos tablones el estrecho sobre, pegado unas veces con roja oblea y otras con miga de pan, con su complicada dirección en letras gruesas: «Para la siñora Tona la del cafetín, junto á la casa dels bòus!»
Un perfume raro, exótico, que hablaba á los sentidos de vegetaciones desconocidas, mares tempestuosos, costas envueltas en celajes de rosa y cielos de fuego, parecía salir de las groseras envol turas de papel; y las tres mujeres, leyendo y releyendo las cuatro carillas, soñaban con países desconocidos, viendo con la imaginación los negros de la Habana, los chinos de Filipinas y las modernas ciudades del Sur de América.
¡Qué chico aquel! ¡Cuánto tendría que contar cuando volviese! Tal vez había sido un bien que cometiera la calaverada de marcharse; así sentaría la cabeza. Y la siñá Tona, poseída de nuevo por aquella preferencia que la hacía idolatrar á su hijo menor, pensaba con cierto despecho en que su Tonet, el gallito bravo, estaba sometido á la rígida disciplina de á bordo, mientras que el otro, el Retor, el que ella tenía por un infeliz, marchaba viento en popa y era casi un prohombre en el gremio de la pesca.
Iba siempre á partir con el dueño de su barca; tenía sus secretos con el tío Mariano, aquel personaje al que recurría Tona en todos sus apuros. En fin, que ganaba dinero, y la siñá Tona se daba á todos los demonios viendo que no traía un cuarto á casa y apenas si por ceremonia iba á sentarse un rato bajo el toldo de la tabernilla.
En otra parte le guardaban los ahorros; ¿y dónde había de ser? en casa de Dolores, de la gran maldecida; que sin duda les había dado á sus hijos polvos seguidores, pues corrían á ella como perros sumisos.
Allí estaba metido el Retor, como si en casa del tartanero se le perdiera algo al gran babieca. ¿No sabía que Dolores era para el otro? ¿No veía las cartas de Tonet y las contestaciones que ella hacía escribir á algún vecino? Pero el muy tonto, sin hacer caso de las burlas de su madre, allí permanecía, usurpando poco á poco el puesto de su hermano, sin que pareciera darse cuenta de sus avances. Dolores tenía con él las mismas atenciones que con Tonet. Le arreglaba la ropa y le guardaba los ahorros, cosa que no le ocurría con el otro despilfarrador.
Un día murió el tío Paella. Lo trajeron á casa destrozado por las ruedas de su tartana. La borrachera le había hecho caer de su asiento, y murió como hombre consecuente, agarrado al látigo, que no abandonaba ni para dormir, sudando aguardiente por todos los poros y con la tartana llena de parroquianas pintarrajeadas, á las que él llamaba su ganado.
Á Dolores no le quedaba otro arrimo que su tía Picores la pescadera, protectora poco envidiable, pues hacía el bien á bofetadas.
Y entonces, á los dos años de estar ausente Tonet, fué cuando circuló la gran noticia. Dolores y el Retor se casaban. ¡Gran Dios! ¡Qué ruido produjo la noticia en el Cabañal! La gente decía que era ella la que se había declarado al novio, añadiendo otros detalles más fuertes que hacían reír.
Á Tona había que oirla. Aquella siñora de la herradura se había empeñado en meterse en la familia, é iba á conseguirlo. Ya sabía lo que se hacía la muy tunanta. Un marido bobalicón que se matase trabajando era lo que le convenía. ¡Ah ladrona! ¡Cómo había sabido coger el único de la familia que ganaba dinero!
Pero la reflexión egoísta hizo callar poco después á la siñá Tona. Mejor era que se casasen. Esto simplificaba la situación y favorecía sus planes. Tonet se casaría con Rosario. Y aunque á regañadientes, se dignó asistir á la boda y llamar filla mehua al hermoso culebrón, que tan fácilmente dejaba á unos para tomar á otros.
Á todos preocupaba lo que