La tía Picores estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas. Buen corazón ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era bastante? Ahora un abrazo y todo se acabó.
Y de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se abrazaron sin levantarse de las sillas.
La tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una locura que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No había de sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy granujas; que riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa voluntad.
La mujer debía tener agallas, sí señor; muchas agallas. Ser como ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al orden, y hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese perdón.
Además, buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno? ¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de casa? No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus pilladas y no darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la quieren. Lo que hacía ella con el difunto cuando sospechaba algo. ¡Fuera de la cama; y donde has pasado el verano pasa el invierno! Siempre la cara de perro; nada de mimos ni cucamonas; así la respetan á una.
Dolores, seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la risa que le escarabajeaba en el paladar.
Rosario protestaba. No; ella no estaba conforme con la tía Picores. Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la imitara. No le gustaban líos ni enredos.
La vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas, hipocresías que la daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran. ¿Verdad, chicas?..
Y todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio viejo.
La tía Picores continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que cuanto más mal los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la que quisiera tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la cama con las cintas de las enaguas… Y no decía más.
El tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente y manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones contra aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza propia.
–¡Aguárdat, cara de palleta!– gritó la ronca vieja – . ¿Qué no te paguem?…
Y al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su brazo majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era cosa suya. Había que celebrar la reconciliación de las chicas.
Poniéndose en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las enaguas una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja mohosa, y por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.
Algunos minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas, saturadas de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el mármol, saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se habían encaramado en la vieja tartana.
Rosario, con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores, mirándose las dos y sin saber qué decirse.
La tía Picores la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco y la llevarían hasta casa… ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho: mucha paz y tranquilidad.
– Adiós, Rosario– dijo Dolores sonriendo graciosamente – . Ya saps que som amigues.
Y saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía, inclinándose quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos soberbias moles.
Se alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó inmóvil en la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la realidad de una reconciliación con su rival.
II
Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo ocurrido un martes de Cuaresma.
El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.
Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.
Á mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán, arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.
En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las que dejan rastro en los hogares de los pescadores.
Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte, cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de hirvientes espumarajos.
La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo momento se hacían trizas.
Á media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se remontaban como desaparecían.
Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa, cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.
La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella noche dejó memoria en el Cabañal.
Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible agonía de las últimas barcas.
Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!.. ¡qué felices eran las mujeres