Tu amigo Hillo fue ayer a Madrid, por acuerdo mío, con objeto de agenciar algo que a ti se refiere. No te digo lo que es, ni hay para qué decirlo por ahora. Desde allá te escribirá tu Mentor, que no desea otra cosa que servirte y hacerte grata la vida. Por su gusto iría contigo; pero yo no le dejo por ahora. Tu carta última me informa de que estás bien de la herida, y de que esta no inspiró nunca ningún cuidado; dices que te asisten los mismos ángeles… Necesito más pormenores. Cuéntale a D. Pedro lo que él y yo ignoramos, pues no ha de faltarte tiempo para escribir, a no ser que con tantos mimos y con ese sibaritismo en que vives se te haya embotado la voluntad.
Quedamos en que te traes a tu Aura. Falta sólo que te la den. Como eres tan poco comunicativo, no sé si te agradaría que alguien hablase de este asunto al Sr. Mendizábal. Explícate, hombre; habla: pide por esa boca. ¿También te enfadas porque cambio ahora los papeles, trocándome de tirana en sierva? ¡Si ahora eres tú el tiranuelo!
Ya principian a decir que Córdoba no vuelve al Norte. Cualquiera que sea su sucesor, llámese Oraa, Rodil o Espartero, tendrás una eficaz recomendación para que te den todo el auxilio que necesites en tus románticas empresas. No te maravilles de esto: vivimos en el país de las recomendaciones y del favor personal. La amistad es aquí la suprema razón de la existencia, así en lo grande como en lo pequeño, así en lo individual como en lo colectivo… Y este descubrimiento, ¿no vale nada? Es verdad, ¿sí o no? ¿Qué tienes que decir?».
V
Conforme leía, Calpena daba cuenta a los visitantes de la casa de Castro de lo substancial de estas cartas, o sea de aquella parte que era o había de ser histórica. Reuníanse allí por la noche media docena de personas de lo más granadito del pueblo, y charlaban de política, inclinándose los más a los temperamentos medios o incoloros. El general lamento era que España tenía todo lo bueno que Dios crió, menos gobernantes que supieran su obligación, resultando que con unos y otros siempre estábamos lo mismo. Alguno de los tertulianos respiraba por el régimen absoluto, pero en la forma antigua, patriarcal, no con las ferocidades que se traían los adeptos de Don Carlos, y dos tan sólo, menos aún, uno y medio casi, eran resueltamente liberales, también con mesura y templanza, renegando del faroleo continuo de la Milicia nacional y de los desafueros de las logias. Excusado es decir que todos los concurrentes a la plácida reunión poseían bienes raíces, y aun adquirirían muchos más cuando pasara el escrúpulo de comprar las fincas de los conventos. Aburríase Fernando en la tal tertulia de medias tintas, de una opacidad tristísima en las ideas, y si no estuvieran allí Demetria y Gracia, le sería intolerable la sociedad de aquellos señores tan bien entonados. Más grato que la tertulia había venido a ser para él rezar el rosario con las niñas, Doña María Tirgo, D. José y la servidumbre. Rezando, su mente vagaba por ideales esferas, donde veía resplandores místicos o profanos, a veces filosóficos, y hermosas imágenes, todo más bello que las opiniones grises y deslucidas de los notables de La Guardia.
Pasada la Virgen de Agosto (fecha de la fiesta y feria del pueblo, que aquel año, por motivo de la guerra, fue de muy escaso lucimiento), pudo Calpena salir a la calle, cojeando un poco. D. José María le acompañaba casi siempre, y le mostraba lo notable de la villa, dándole frecuentes descansos, ora en la botica de Montenegro, ora en la tienda de Sacristán, para concluir en la iglesia, en la cual le fue enseñando todo lo que en ella había: altares, cuadros, sepulcros, ropas y vasos sagrados. Tan minuciosa prolijidad empleaba en la descripción y en la historia de cada objeto, que fueron precisas cinco largas tardes para que D. Fernando se enterase de todo. Ni en la Catedral de Toledo ni en San Pedro de Roma tardara más un cicerone de conciencia en mostrar antiguas riquezas. Y eso que las obras de arte de la parroquia de La Guardia no eran cosa del otro jueves. La última tarde, cuando Calpena no ignoraba ningún detalle cronológico ni artístico, y conocía los santos de todos los altares como a personas de su intimidad, le metió D. José en la sacristía, y obsequiándole con vino blanco y bizcochos, se dispuso a comunicarle cosas de la mayor importancia.
«Aquí solitos, Sr. D. Fernando – le dijo, sentados ambos en viejísimos sillones de cuero, – quiero poner en su conocimiento un delicado asunto referente a la casa de Castro, y no sólo me mueve a ello el deseo, casi estoy por decir la obligación, de enterarle de tal asunto, sino mi propósito… yo soy así… mi propósito de consultarle acerca del mismo».
– ¿De qué se trata, Sr. D. José María? – dijo Calpena, comenzando a asustarse por el tonillo misterioso que tomaba el clérigo. – ¿Qué ocurre?
– No ocurre nada de particular, señor mío – replicó Navarridas aproximando más su sillón: – el caso es sencillísimo, aunque nuevo en esta juvenil generación de la familia de Castro. Tratamos de casar a Demetria.
– ¡Ah!… no creía, no sabía… no sospechaba – dijo balbuciente el joven, mirando a un lienzo antiquísimo, colgado en la pared frontera, y en el cual, entre las negruras del óleo secular, se distinguía la cara de un santo de sexo indefinido. – Es muy natural… sí, señor… casar a Demetria.
– Ya ve usted. Mi hermana y yo venimos poniendo en ello de un mes acá nuestros cinco sentidos, que son diez sentidos… La chica anda ya en los veintiún años. Es, como usted sabe, una rica mayorazga, la más rica de este término. Conviene, pues, buscarle marido; pues aunque ella no necesita de ayuda de varón para el gobierno de su hacienda, no es bien que la poseedora de estos estados permanezca soltera. Para la felicidad de ella, para su equilibrio, vamos al decir, así como para lustre de su nombre y de su casa, conviene que la niña tenga esposo. ¿No piensa usted lo mismo?
– Exactamente lo mismo – respondió el joven, que volvió a mirar al santo; y ya en aquel punto, o porque entrase más luz, o porque sus ojos se habituasen a la penumbra, ello es que le pareció mujer, es decir, santa y bonita.
– Celebro que sea usted de mi parecer. Pues un mes llevamos María y yo en este negocio, y creo que nos aproximamos a un resultado felicísimo, pues el punto delicado de la elección de esposo está casi resuelto.
– ¿Y quién es… ¿se puede saber?… quién es el venturoso mortal a quien se cree digno de poseer tal joya?
– Tiene usted razón: joya es de gran precio la niña, y mucho tiene que valer el que se la lleve… Ahí estaba la dificultad: elegir un hombre que si no igualase en prendas a Demetria, se le aproximara; vamos, que fuera de lo más selecto entre los jóvenes del día. Pues sí, señor: hemos encontrado ese rara avis.
– ¿Puedo saber quién es? ¿Acaso le conozco?
– Espérese usted un poco. Como me consta el interés vivísimo con que usted mira cuanto a mis sobrinas se refiere; como no puedo olvidar que ha sido usted el espíritu valiente que las redimió