– ¡Qué prodigiosa memoria!
– No diga usted memoria; diga usted años. Cuando uno va de capa caída, se entretiene en ajustar estas tristes cuentas, en comparar vejeces… Consolemos, yo mis cansados años, usted los suyos verdes, con este vinito blanco… ¡Ah, señor de Calpena!, habrá usted pasado en la casa de Castro una temporada agradabilísima…
Ponderó Fernando con frase entusiasta las excelencias de la vida en aquella señoril y opulenta mansión, y al panegírico que hizo de sus habitantes, asentía D. Beltrán entornando los ojos y paladeando el vino.
«Sí, sí… las niñas son dos ángeles, Demetria un prodigio, Navarridas un santo, tan cariñoso, tan servicial… aunque a veces el exceso de su amabilidad resulta un poquitín enfadoso, ¿verdad? Y en cuanto a Doña María Tirgo, que es otra santa, otro prodigio, otro ángel, no dudo que le habrá mareado a usted más de la cuenta, hablándole de linajes, su ciencia y su manía».
– Algo me hizo ver la señora de sus conocimientos genealógicos: por ella estoy bien enterado de la nobleza de los Urdanetas e Idiáquez. De los entronques con las primeras casas de Aragón y Navarra resulta que llevan ustedes sangre de mil y mil varones insignes y de santos gloriosos.
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