IV
¿En qué habíamos quedado? – decía la dama invisible en su carta del 15 de Agosto. – ¡Ah!, ya recuerdo. Quedaron cual atontados palominos los tres individuos que representaban a la Revolución. El Gómez, no obstante, se rehízo y sacó de su cacumen un argumento que revelaba mayor agudeza de la que esperaban Reina y cortesanos. Asimilándose con rápido instinto las marrullerías del Ministro allí presente, propuso que se mandase publicar la Constitución con la cláusula de que quedase en vigor toda ella, menos el artículo referente a la Regencia. A esto replicaron que no era posible extender el decreto sin que se reuniera el Ministerio para refrendarlo. Ante obstáculo tan insuperable, la única solución era que los sublevados se fueran calladitos al cuartel, con el mayor orden, satisfechos con la promesa que les hacía la Señora de presentar en la próxima reunión de Cortes un proyecto de Constitución, que había de ser muy buena, mejor todavía que la de Cádiz.
Conformes en ello los tres militares, dudaban que sus compañeros se aplacaran con tal expediente, y no querían volver a la plazuela temerosos de ser mal recibidos. Entablose una discusión larguísima y fastidiosa entre el Ministro, el Alcalde, Alagón y San Román de una parte, y de otra, el sargento Gómez, pues Lucas no hacía más que asentir con cabezadas a cuanto el otro decía, y el soldadillo había renunciado cuerdamente al uso de la palabra… Por último, los señores primates, maestros en pastelería sublime, que era su única ciencia, discurrieron amansar la fiera con una Real orden en que la Gobernadora manifestaba al general San Román su voluntad de adoptar nueva Constitución con el concurso de las Cortes. Allí mismo la redactaron, y a los sargentos, crédulos y respetuosos, no les pareció mal. Así lo manifestó Gómez, añadiendo la duda de que con tal emoliente se diesen por satisfechos los sublevados. Pronto lo sabrían, pues con la venia de Su Majestad bajaban a manifestar a sus compañeros el resultado de la junta, en la que se habían empleado tres horas: ya era más de la una cuando salieron a la Cacharrería, donde impacientes aguardaban pueblo y tropa, roncos ya de cantar el himno. Al punto, según oí contar, fueron rodeados de sargentos y oficiales que ansiosos les preguntaban si traían ya el decretito firmado por el Ama. La noticia de que no traían más que una Real orden dilatoria, les sacó de quicio. San Román mandó dar un toque de atención, y obtenido el silencio preparose a leer el papel mojado, empleando antes como vendaje el recurso de los vivas. ¡Viva la Reina! ¡Viva la guarnición de La Granja! ¡Vivan los vencedores de Mendigorría! Las contestaciones fueron calurosas, y el General creyó dominar la situación. Arrancose a leer, y no bien hubo llegado a la mitad del documento, oyó un murmullo, y luego el grito de ¡Fuera!, ¡fuera! En fin, que el hombre no tuvo más remedio que guardar su papelito; y como sonaran disparos al aire, dio media vuelta y se metió en Palacio.
Todo lo que fuera ocurría repercutió bien pronto en las apartadas estancias donde aguardaba María Cristina, desesperanzada ya de que el conflicto se arreglase fácilmente con arbitrios engañosos y evasivas oficinescas. Sin ejército ni Gobierno que apoyaran su dignidad y sus prerrogativas, no tuvo más remedio que darse por vencida, y contestando con desdeñoso gesto a los palaciegos que aún veían términos de acomodo, ordenó que volviese a subir la comisión de sublevados. Sin duda pensaba que los primates que en tal trance la habían puesto con su abandono y desgobierno, merecían la bofetada que el pueblo les daba con la blanca y blanda mano de su hermosa Reina. Adelante, pues, con el pueblo, que era en suma el burro de las cargas, el sostén de cuanto allí existía, el defensor de los derechos dinásticos, el único guerrero que guerreaba, el único político que dirigía, con rudeza y desatino, eso sí, pero con fuerza. ¡Viva la fuerza, sea la que fuere!, debió de decir para sus adentros la graciosa dama, que plebe y Trono no habían de reñir por una Constitución de más o de menos.
Aquí lo tienes ya bien explicado todo. Subieron los sargentos, cerca ya de las dos de la madrugada, y manifestado por ellos que la guarnición no se satisfacía con la Real orden, se pensó en extender el decreto. El Alcalde, Sr. Ayzaga, que no cabía en sí de mal humor y despecho, fue encargado por la Reina de redactarlo. Nada de esto presencié yo: me lo contó mi amiga en la antecámara, donde nos habíamos refugiado, rendidas de fatiga y de hambre, todas las personas que ya no tenían alientos para presenciar la fastidiosa escena histórica. Considerábamos que la página era interesante; pero ya nos aburría y deseábamos volver la hoja.
Allí nos dio un poco de parola D. Fernando Muñoz, que se mostró indignado, primero contra la Guardia, después contra el Gobierno, por no haber previsto suceso tan escandaloso. Ya él se había quejado de que la guarnición del Real Sitio era escasa, y hecho ver al Ministro que estaba maleada por las logias: a esto nos permitimos oponer una observación que me parece irrebatible. Si hubieran mandado más tropa al Real Sitio, la Revolución se habría hecho quizás con mayor escándalo y transgresión más violenta de la disciplina. Después de todo, no habían pasado las cosas tan mal: ‘¡Ay, mi señor D. Fernando! – le dijo mi amiga, demostrando su profundo conocimiento de España y de los españoles, – dé usted gracias a Dios por haber tenido aquí tan sólo a la Guardia Real, que con otros cuerpos, más tocados del maleficio revolucionario, no sabemos lo que habría ocurrido. Lo que había de acontecer, acontece con el menor daño posible. Y si no, vea usted cómo está Madrid, enteramente entregado a la anarquía. Barricadas, tumultos, muertes, atropellos. Pues aquí, donde parece que se desenlaza el drama, todo queda reducido a una revolución di camera, ni más ni menos. Con una escenita de ópera cómica, hemos transformado la política, nos hemos divertido un poco con las gansadas del soldado intruso, y hemos visto que la Monarquía no ha perdido el respeto del Ejército. ¡Ay de nosotros, el día en que ese respeto falte!’. No se dio a partido tu tocayo con estas razones, y agregó que la revolución di camera no podía formar estado, como hecha por sorpresa, violentando el ánimo de la Señora; que nada adelantarían los sublevados del Real Sitio si en Madrid se mantenía el Gobierno en sus trece. Órdenes se habían dado ya para que resistiera Quesada a todo trance el empuje de las turbas, ya fueran de milicianos, ya de plebe turbulenta, y Quesada era hombre con quien no se jugaba. Ya le conocían los patriotas: de él se esperaba el triunfo de la legalidad, de los buenos principios de gobierno. Si el pueblo quería nueva Constitución, manifestáralo por las vías derechas, por sus representantes naturales. Tanto mi amiga como yo creímos oportuno expresar nuestra conformidad con estas rutinas, puesto que de rutinas vivimos todos, cada cual en su esfera, y los Reyes más que nadie.
Las tres eran ya cuando firmó Doña María Cristina el decreto mandando promulgar el divino Código, y se retiró a sus habitaciones, dándonos las buenas noches con amable sonrisa. Llegó la hora de que celebráramos la feliz terminación del conflicto, comiendo alguna cosa, y así lo hicimos. Mi amiga me ofreció aposentarme, pues no era prudente que saliéramos tan a deshora los que vivíamos fuera de Palacio. A las cuatro todo estaba en silencio, y la tropa se había retirado a sus cuarteles. Contáronnos al siguiente día que al bajar de nuevo San Román con el decreto, los sublevados prorrumpieron en vivas y mueras, estos últimos dirigidos principalmente contra la camarilla, sin mencionar a nadie. Algunos dudaban que fuese auténtica la firma de la Gobernadora; pero les tranquilizó sobre este punto un tal Higinio García, escribiente de San Román, el cual dio fe de que no había engañifa en la firma y rúbrica de Su Majestad. Agregose Higinio a los sublevados. Resultó que también era sargento, y desde aquella ocasión ha continuado funcionando como uno de tantos cabezas de motín. Me dicen que fue con veinte soldados y un oficial a Segovia para hacer allí el pronunciamiento. Todos estos trámites son fastidiosos, ¿verdad? Las juntas, la proclamación, los actos de entusiasmo con lápida de mal pintado lienzo; la continua y mareante cancamurria del himno, quizás con alguna estrofa y estribillo nuevos, debidos al numen de cualquier patriota versificador; los abrazos en medio de la calle; las congratulaciones de los ilusos que creen entramos en una era de felicidad: todo esto aburre, y si pudiéramos escondernos en el último rincón de España para no verlo ni oírlo, ¡qué bien estaríamos!
Consecuencia de aquella mala noche en Palacio, viendo cómo se escribe, mejor dicho, cómo se hace la historia, fue un dolor de cabeza que ayer y hoy me ha retenido en