No me satisfacían estas claridades, harto tenues, que arrojando iba el trato de diferentes personas sobre el obscurísimo problema, y al siguiente día, después de una noche de horrible insomnio y tensión de nervios, volví al maldecido almacén de Arratia, donde encontré a un joven llamado Martín, que me saludó tímidamente, y con voz temblorosa repitió que él también se lavaba las manos, que allá lo habían compuesto los mayores de la familia, y que los recién casados, con el padre de Zoilo y los tíos Ildefonso y Prudencia, no se hallaban en Bilbao. Repitió sus cortesanías, dictadas por el azoramiento y turbación que embargaban su ánimo, y me despidió entre paquetes de clavos y hediondas breas, incitándome a tener paciencia, a lavarme también las manos, como se las había lavado él… y ofreciéndome su inutilidad para cuanto en Bilbao se me ocurriese. Secamente le di las gracias, y salí de la horrenda casa, tan semejante por su ahogada estrechez a la bodega de un buque, que me faltó poco para sentir los efectos del mareo. Puse el pie en tierra, o sea, en la calle, arrancándome del corazón con vigoroso esfuerzo la raíz doliente. ¡Ay, cuánto dolía! Uhagón, que en aquel trance me demostró leal amistad, aconsejome que diese por terminado aquel asunto, y lo enterrara antes que sobreviniese la descomposición, echándole encima la mayor capa posible de olvido. Esto no era fácil; mas lo intenté, y empecé a arrojar sobre mi fosa puñados de tierra. El cadáver no se cubría, y pasados dos días de estos esfuerzos por taparlo, asomaba todo entero y aun parecía que resucitaba. Decíame constantemente Uhagón, deseoso de mi alivio, que no pensase en más averiguaciones, y abandonara mi loco propósito de perseguir a los recién casados para obtener una explicación de su traidora y desleal conducta. Hízome ver la fuerza que al complot de los Negrettis debió de dar mi prolongada ausencia, la falta sistemática de noticias de mi persona. De la indudable virtud de estos argumentos, obtuve más y más tierra con que llenar el fúnebre hoyo. Al propio tiempo, no dejaba de comprender que mi situación iba entrando en el período de ridiculez; que la monotonía de mi desesperación lúgubre comenzaba a ser enfadosa en los círculos que yo frecuentaba. Disimulé por el pronto. El carácter de Werther sin suicidio no me convenía en modo alguno, ni era papel airoso para ningún cristiano. Nunca he gustado de los llorones: yo lo fuí tan poco tiempo, que no llegué a excitar la conmiseración burlesca de mis amigos. Pero mi terquedad, debajo de los disimulos y de las composturas de mi rostro, continuaba induciéndome a la investigación solapada, al descubrimiento de la trama traidora, a la querencia de más viva luz. Decidí seguir a Espartero en las operaciones que emprendió en el interior de Vizcaya, pues me daba el corazón que podría encontrar algún rastro de mi res secuestrada o perdida; pero entre Uhagón y Fernando Cotoner me quitaron de la cabeza este audaz pensamiento, cuya realización me habría ocasionado quizás nuevos reveses y mayores desdichas. Pasé a Balmaseda, donde me puse al habla contigo y con el mundo. Venía yo de otro planeta. Tu primera carta, mi buen clérigo, fue para mí nueva revelación de mi destino, gran consuelo de mis penas. Volví a Bilbao solicitado de amistades generosas. No parecí por la tienda de efectos navales ni por sus cercanías. Sentíame bastante aliviado: el hoyo había disminuido, y el cadáver apenas se veía ya de tanta tierra como sobre él eché.
Recibida en aquellos días la orden dictatorial inexcusable de venir aquí, me apresuré a cumplirla, observando que toda presión de otra voluntad sobre la mía desmayada y caduca me hace gran provecho. «Bendito sea el despotismo – dije entonces. – Soy como un pueblo desgarrado por las revoluciones, hecho trizas por el jacobinismo y la anarquía, y que antes de perecer se entrega al dulce dominio de sus reyes históricos». La dictadura me ha traído la paz, y aunque me entristece el pisar mis iniciativas, caídas de mí como coronas marchitas y deshojadas, me consuelo con la conservación de mi existencia dentro de una plácida esclavitud. Confinado en este castillo de Villarcayo, donde me guardan los más bondadosos carceleros que es posible imaginar, se han recrudecido los dolores de mi caída, vuelven las dudas a inquietarme, y a encenderme el magín las cavilaciones acerca de las causas, todavía obscuras, de la traición no perdonada. Es que, mientras la acción del tiempo no labra las gruesas capas de olvido, el silencio y la paz favorecen el reverdecimiento de las penas, cuando estas no son muy próximas ni están aún muy distantes. Hay un período medio entre lo reciente y lo remoto, que es el más abonado para las recaídas. Yo he recaído a intervalos, sin saber por qué. Los motivos de gozo, la tranquilidad misma, son a veces causa misteriosa de reincidencia. Una palabra insignificante despierta los dormidos dolores; una escena, un paso cualquiera, sin congruencia con nuestra cuita, hácenla revivir, como otro pasaje o sucedido la adormece. Explícame esto. La tristeza que reina en esta casa por la desastrada muerte de D. Beltrán, a quien no puedo apartar de mi pensamiento, ha sido parte a que mi hoyo se vacíe de la tierra que había logrado echarle… No sigo; no quiero entristecerte.
Allá te van, pues, los pormenores que me pedías. No te quejarás ahora: bien explícito he sido, y bastante carne y hueso, despojo de mi disección lastimosa, te mando en estos renglones. Entierra toda esa miseria. Que sólo la vea quien verla debe y apropiarse los dolores que llevan esos pedazos de mí mismo. Vive y triunfa. Otro día espera ser menos tétrico tu infeliz amigo – Fernando.
VII
Del mismo al mismo
Marzo.
Desocupado sacerdote: Sabrás que anoche se me apareció Larra, quiero decir que soñé con él o que se me apareció en sueños, que es lo mismo. Era el Larra que conocí y traté hace año y medio, antes de su viaje a París. Vino a mí en un bosquecito próximo a esta casa, en el cual suelo pasar algunos ratos divagando, y se mantuvo a distancia de cuatro o cinco pasos, mirándome con la fijeza que a sus amargas bromas precedía comúnmente. No le veía yo más que medio cuerpo, de la cintura para arriba; en su cara no había más alteración que el crecimiento de la barba. Ignoro si al morir era más barbudo que cuando le conocí. Su boca entreabierta dejaba ver los dientes ennegrecidos, y lo blanco de sus ojos amarilleaba más de lo habitual; tenía los lagrimales muy rojos, con irritación que le hacía pestañear de continuo. Aunque nunca nos habíamos tuteado, yo le dije: «Hola, Mariano, dichosos los ojos que te ven». Y él a mí: «Fernando, no sé qué me pasa; no me encuentro sin oír hablar mal de mí… Verdad que ya no oigo palabra buena ni mala, porque me he quedado enteramente sordo. Háblame por señas. Y tú, ¿por qué lloras? ¿Por mí acaso?». Respondile que yo no lloraba por él ni por nadie, y la visión entonces, dando un gran suspiro, me dijo que había yo hecho mal en matarme tan joven. «Paréceme – le contesté, – que aún vivo; pero no estoy seguro de ello. Tú también vives, vienes a desmentir la noticia de tu suicidio…». Pasó un rato, en que tanto él como yo nos desvanecimos, nos apagamos, y luego volvimos a vernos en el comedor de la casa, junto a la chimenea, más cerca uno de otro; pero ni él ni yo teníamos piernas, por lo que no puedo asegurar si estábamos en pie o sentados. «Debemos matarlas a ellas – díjome Larra con triste sonrisa, – y a nosotros no. ¿Qué culpa tenemos nosotros de sus traiciones?… No pensemos en eso, que aquí no hemos venido más que a leer nuestras obras. Lo que a mí me trastorna es que se me han olvidado casi todas las mías, harto famosas, y sólo recuerdo El día de difuntos y Nadie pase sin hablar al portero. Por más esfuerzos que hace mi memoria, no consigo apoderarme de los otros títulos. ¿Verdad que era yo un gran escritor?». «Has sido único, Mariano – le dije. – ¿Y no te acuerdas del Castellano viejo, ni de la Junta de Castello Branco? ¿Has olvidado las críticas de Antony, del Trovador, de Catalina Howard…?». «Sí, sí: tienes razón; todo eso fue mío… Pero si los títulos van viniendo a mi memoria, no recuerdo nada de lo que escribí debajo de ellos. La pólvora mata la memoria… ¿no crees tú? ¿Qué medicina hay para esto?». Al decirlo tocó mi mano, y el frío intensísimo de la suya, que más que mano de hombre era un témpano de hielo, me comunicó un temblor convulsivo, agónico.
Ya puedes comprender que desperté con aquel frío glacial. Así terminó la idolopeya, que fue seguida de un desvelo enojoso, porque habiéndoseme caído, con las vueltas que di, la colcha que me abrigaba, tuve que salir