Y antes de terminar, debo manifestarle que hace dos días recibí carta de un carísimo amigo de Madrid, Frey D. Higinio de Socobio y Zuazo, de la Orden de Calatrava, del Consejo de S. M., auditor decano de la Rota y capellán mayor del Real Convento de la Madre de Dios de la Consolación, vulgo Descalzas Reales, el cual es hermano del D. Félix de Socobio, vicario foráneo de este pueblo, y del Dr. D. Vicente de Socobio, canónigo patrimonial de media ración en la Insigne Iglesia Colegial de Vitoria… déjeme tomar resuello para decirle que Higinio me escribe recomendándome a un amigo suyo a quien profesa particular estimación, el Dr. D. Pedro Hillo, ejemplarísimo sacerdote y gran humanista, secretario de la Vicaría General de los Ejércitos, el cual viene a este país por asuntos del servicio Vicarial Castrense y expresamente a esta villa de La Guardia para particulares negocios. Los encomios que del señor Hillo leo en la carta, y el encarecimiento de que le trate y obsequie como lo haría con la propia persona del recomendante, han movido mi curiosidad, despertando en mí recuerdos de ese nombre, que más de una vez oí en boca del Sr. D. Fernando. Este Sr. Hillo, a quien diputo por eminencia en las letras divinas y profanas, ¿es el mismo que a usted escribía en Agosto último, refiriéndole las trapisondas de La Granja y Madrid? No olvidará usted que me leyó párrafos de aquella docta, amenísima correspondencia, y si no estoy equivocado, díjome además que el tal era su capellán y había sido su preceptor en humanas letras. Porque si resultara que el recomendado de Socobio es al propio tiempo el grande amigo de Don Fernando, ya me parecerían pocos todos los agasajos de que yo pudiera disponer. Le aposentaré en mi propia casa, y mi hermana y yo nos multiplicaremos para servirle y hacerle grata la vida en este lugarón. Espero que satisfará usted mi justa curiosidad, y ahora sí que no tiene más remedio que coger la pluma y echar para acá una buena parrafada. ¿Ve usted cómo le he cogido? ¡Si conmigo no vale huir el bulto y hacerse el mortecino, no señor! Soy un posma terrible. Ya le cayó que hacer al Sr. D. Fernando. Y por de pronto, aguante el apretado abrazo que en estas letras le envío. El Espíritu Santo nos conceda sus dones, y a usted larga vida y salud robusta. Su afectuoso capellán, – J. M. de Navarridas.
IX
De Valvanera a su fraternal amiga Pilar
Villarcayo, Marzo.
Amiga del alma: La carta de Juan Antonio a Felipe te habrá informado de la horrible desazón que por acá hemos tenido con la falsa noticia de la muerte de papá. El contento de verla desmentida no ha borrado los efectos de la consternación y amargura de aquel trance, y aquí me tienes sin levantar cabeza desde que nos fue comunicada la falsa tragedia. Espero que disculpes, por este motivo, mi tardanza en contestarte, y confío en que ahora y siempre la falta de carta mía no te inducirá a creer que descuido tus encargos, ni que dejo de cumplir la santa misión que en mis manos has puesto. Practico al pie de la letra tus teorías acerca de la sustitución del cariño legítimo por el prestado. ¿No puedes manifestarle tu amor públicamente? Pues yo le quiero como a mis hijos y se lo manifiesto a todas horas del día. ¿No puedes verle? Pues yo hago por traer a mis ojos los tuyos, a fin de que con los míos le veas. Si esto en la realidad no pasa de un vano deseo, entiende, amiga querida, que te sustituyo en la vigilancia amorosa, y que no haría más por Fernando si fuese su madre.
No creas: algún trabajillo me ha costado convencer a Juan Antonio de que ningún daño puede ocasionarnos esta buena obra, y sí el beneficio de salvar una vida preciosa. He logrado catequizar a mi marido, y ya conviene conmigo en que Fernando se lo merece todo. ¡Excelente corazón el de este chico, y qué hermosura de inteligencia! Se resiente de haberse criado solo, consumiendo su propia substancia, sin un cariño verdaderamente tutelar que le dirija. El brutal desengaño que acaba de sufrir le ha herido en la cabeza y en el corazón. No creas que las huellas de tal golpe se borrarán pronto. Tú cuentas poco con el tiempo, querida Pilar; es tu flaco. En el colegio eras lo mismo: te ponías furiosa, te golpeabas la cabeza cuando no dominabas en un día lecciones en que las demás empleábamos semanas enteras; entre el pensamiento y su realización pones siempre menos espacio del que pide la realidad. Tu inquietud loca es espuela de tu existencia, haciéndote vivir con demasiada prisa, ávida del mañana. Yo te llevo dos años, y según me ha dicho Carlota Cisneros, representas diez más que yo.
Pues sí: no esperes que a Fernando se le pase pronto el malestar causado por la conmoción reciente. A cualquiera le doy yo un trance de esta naturaleza. El pobrecito ha soportado su desairada situación con verdadero heroísmo; pero aún no le tenemos en los días de convalecencia, como tú crees… ¡tú siempre viviendo y sintiendo a escape!… Aún se ve atormentado por renovaciones de la ira, de la amargura y despecho que esas caídas suelen producir. Pero no temas nada; yo velo, yo no me descuido un instante; soy como el médico que consagra toda su ciencia a un solo enfermo y no le quita los ojos de encima a ninguna hora. Tu temor de que la desesperación le venza, de que imite al joven Werther, en la manera de dar solución a sus penas, no tiene fundamento. Desecha esa idea; duerme tranquila. Él mismo me ha dicho que jamás atentará contra su vida, que ama su sufrimiento y no quiere desprenderse de él… ya ves… Por las noches, después que las niñas y los pequeños se acuestan, se queda un ratito con nosotros en el comedor: nos acompañan dos venerables amigos del pueblo, furibundos tresillistas y lectores de papeles públicos. A ratos se aparta Fernando conmigo y me cuenta su triste historia: el conocimiento de esa buena pieza en la casa de una diamantista; los amores, como incendio repentino o estallido de un volcán; las mil peripecias y contrariedades que sobrevinieron; sus estudios de raptos y lances amatorios, que no sirvieron para nada; la poesía de sus entrevistas secretas con la niña, y la prosa de su encierro en la cárcel por intriga tuya. En todo lo que me refiere se revela el mal gravísimo que tiempo ha viene padeciendo, y no es otro que la desproporción monstruosa entre lo que piensa, siente o sueña, y lo que le sucede. ¡Tanta poesía en su espíritu, y prosa tan baja en la realidad! La última expresión de este desequilibrio ha sido la catástrofe de Bilbao; ya puedes figurarte: caer desde la poesía más alta a una prosa rastrera y tristísima. Tienes razón, hay que equilibrarle, querida Pilar; pero persuádete de que esto no se consigue en dos días ni en cuatro. Déjanos a mí y al tiempo. No te metas a empujar y a dar prisa. Tus arranques comprometen el éxito de tus ideas, las cuales son siempre más felices que oportunas tus acciones. ¿Me explico?
Convencida de que al anhelado equilibrio no podemos llegar sino pasito a paso, te digo formalmente que me parece un desatino abordar tan pronto el asunto de La Guardia. Créelo: no está el horno todavía para esos pasteles. Mis informes acerca de las niñas de Castro concuerdan con los tuyos: papá, la última vez que estuvo aquí, se hacía lenguas de la mayor de ellas y hablaba con donaire de la adoración y entusiasmo que ambas sienten por nuestro enfermito. Pero no nos precipitemos, amiga de mi alma; la idea es admirable, como tuya; déjame a mí la ejecución lenta, gradual, que no es la cosa tan fácil como tu viva imaginación te la representa, pues las pretensiones de mi sobrino complican terriblemente el asunto. ¡Buena se va a poner tu hermana si descubre que ando yo en estos tratos! Y no quiero, no, no quiero cuestiones con Juana Teresa; ya sabes quién es y el genio que gasta. Lastimado su amor propio por la esquivez de la niña de Castro, que no quiso ver en Rodriguito el mejor de los esposos, no ha renunciado a convencer a la que tuvo por la mejor de las nueras. Me consta que tanto ella como los Navarridas trabajan a la desesperada por enderezar este negocio, llevándolo a la solución que desean. Si de acá echamos nuestro memorial y ellos fracasan nuevamente, verán en nosotros la causa del desastre, y no quiero decirte los disgustos que a Juan Antonio y a mí nos traerían las iras de Juana Teresa. ¡Pues si ellos ganan la partida y nosotros nos llevamos el sofión, figúrate…! Un segundo desengaño de esta naturaleza, tan reciente y doloroso aún el primero, no lo soportaría tu Fernando. Además, la situación moral en que ahora se halla no es la más propia, no, para improvisar matrimonios, ni siquiera noviazgos formales. Pues qué, ¿tienes a Fernando por un cazador de dotes; es airoso para tal caballero el quitar tan pronto la mancha de la mora madura con la verde? Ni él está en tal disposición, ni yo, que tanto