Está de Dios que yo no acabe esta carta, pues al querer ponerle fin, se me ocurre decirte otra cosa, y ella es tal, que no la dejo, no, para otro día. Hoy hemos entrado Rodrigo y yo en el cerrado cuarto de D. Beltrán para hacer inventario de lo que allí guardaba el pobre viejo y poner mano en sus papeles. ¡Ay, Mariquita, qué cosas hemos encontrado en la caverna del primer noble de Aragón! Mi primer impulso fue entregar al Santo Oficio su colección de retratos de mujeres; pero hay entre ellos algunas miniaturas preciosas, y eso los ha salvado del auto que merecen. Siempre fue el arte abogado del maleficio. No pude resistir a la tentación de examinar algunos. La mayor parte representan hermosuras francesas o españolas afrancesadas del tiempo del Imperio, con aquellos trajes ceñidos, enseñando las carnazas del cuello, de los hombros y algo más… ¡Hija, qué indecentes! Dice Rodrigo que son damas; pero yo digo que son otra cosa, porque en mi tiempo y en Aragón se vestían las señoras con cierto desavío parecido a la desnudez; pero la que era verdaderamente honesta se tapaba, sin estar por eso menos a la moda. Examinados los retratos, sacamos de las papeleras paquetes de cartas. Entre diversos legajos que no contienen nada de interés, hallamos el archivo de Satanás: cartas de enamoradas, de seducidas, de amigas confianzudas, de bribonas que se titulaban amigas. ¡Qué horror! Muchos de estos documentos históricos están en francés. Propuse quemarlo todo; pero Rodrigo defendió la conservación del archivo con argumentos tan juiciosos, que logró convencerme. Dice que entre aquellos papeles los hay de gran interés para los que coleccionan autógrafos, o para los que allegan datos personales con que escribir la historia. Total: que en París o Londres, y en Madrid mismo, hay quien paga en buena moneda las cartas de celebridades, ya sean de monsiures, ya de madamas notadas por su belleza. ¡Sabe Dios lo que podrá valer el archivo del pobre D. Gastón, que además de lo que te digo, contiene esquelas y aun largas epístolas de hombres que han dado mucho que hablar! ¡Figúrate que hay un billetito de convite firmado Bonaparte! Del Vizconde de Chateaubriand vi algunos pliegos, y de una que llamaban Madama Recamier, o cosa así, de Talleyrand, del Príncipe de… ea, no sé escribirlo… En fin, hasta de cardenales tenía cartas mi suegro; dos de ese Lamartine, tres de un cómico a quien llamaban Talma y una de lord Vellinton.
Por último, la emprendimos con los libros, en grandísimo número, algunos muy buenos, superiores, de historia y letras profanas, otros endemoniados, novelas, artes de amor, aventuras galantes, escenas picarescas, broza, hija, materia infernal que yo habría condenado a la hoguera; pero Rodrigo no está por quemar nada, pues, según dice, el libro que no es valioso por su contenido, lo es quizás por el lujo y la rareza de la edición. Consérvese, pues, todito, y archívese y catalóguese.
¡Y ahora resulta que quien no deja a sus herederos ni especie metálica ni bienes raíces, les beneficia con el propio matalotaje de sus hábitos viciosos! ¡Hija, la Providencia…! Libros devotos de los mejores poseía también; pero de poco le sirvieron para mejorar de costumbres, porque nunca los leía ni por el forro. Dios le haya perdonado. Sin duda le habrá valido su buen corazón, que en verdad lo tenía excelente, excelentísimo, y debemos creer que sus frivolidades y falta de celo no serán parte a privarle de la eterna gloria que con alma y vida le deseo. Que tú y José María me le encomendéis y recéis por él. De todos los que nos honran con su amistad esperamos el mismo favor.
A mis niñas les dirás que sigo enfadada, muy enfadada; pero que no las quiero mal. Deseo vivir mucho para ver por mis propios ojos la felicidad que encontrará Demetria fuera de la que nosotras le hemos propuesto y ha menospreciado. Que me escribas pronto todo lo que ocurra. Dios te me guarde y prospere como ha menester tu amante amiga, – Juana Teresa.
III
De D. José María de Navarridas al Excmo. Sr. Marqués de Sariñá
La Guardia, 16 de Marzo.
Ilustre amigo y dueño mío: ¡Que no fuera este papel ave ligerísima, que de un vuelo llegase a las nobles manos de usted, y con ella mi alegría, mi felicitación, mis gritos de júbilo! Pero no, no seré yo el primero que a Cintruénigo comunique la fausta nueva, pues ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro D. Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Acábese el duelo; huya la tristeza de la ilustre morada, y las campanas que días ha sonaron con fúnebre clamor, repiquen ahora con toque de triunfo y alborozo. ¡Ay, qué alegría tan grande, mi Sr. D. Rodrigo! ¡Mi señora Doña Juana Teresa, yo estoy loco de contento!… Abrácenme ustedes, abracémonos todos en espíritu, ya que a tan larga distancia no podemos hacerlo corpóreamente, y juntemos y confundamos nuestro gozo en una sola exclamación: «¡Ay, qué felicidad!…». Ha deshecho la impostura mi amigo y ahijado Nicasio Pulpis, de quien acabo de recibir carta en que me notifica el falso rumor de la muerte de Don Beltrán en la Codoñera, agregando que fue equivocación o trastrueque de nombres. Bueno y sano estaba el prócer en Utiel y muy considerado de Cabrera, que le sentaba todos los días a su mesa y no hacía nada sin consultarle. Incluyo la carta de Pulpis para que ustedes gocen en su lectura y lloren sobre ella de alegría, como he llorado yo. Esta resurrección de nuestro anciano viene a confirmar la idea que con tanta gracia como tesón solía manifestar, y era que él tenía hecha la contrata o asiento de un siglo de vida, y que, por tanto, lleva forrado el cuerpo con una costra de confianza que no traspasan balas ni epidemias. El cólera le mira con miedo, y la muerte vuelve la vista cuando a su lado pasa. ¡Viva, pues, D. Beltrán, y viva con su pepita, con los defectillos y púas de su carácter, los cuales no empecen para que le admiremos y le queramos todos! Bien sé que ustedes le adoran. ¿Cómo no, si es tan bueno, aunque pródigo? Y mi Sr. Don Rodrigo, penetrándose bien de la lección que nos dio Nuestro Divino Maestro en su admirable parábola, dirá: «Traed un ternero cebado, y matadlo y comamos, porque este mi abuelo era muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido hallado».
Ya sabrán ustedes que el día 6 le hice mi funeral, todo lo que aquí puede hacerse, y entre los coadjutores y yo le hemos aplicado como unas nueve misas. Nada de esto vale. Mejor. Dios quiere que el Sr. D. Beltrán el Grande nos entierre a todos… Cedo pluma y papel a mi señora hermana, que me da prisa para tomar su vez en la demostración de nuestro júbilo por el feliz suceso. Vivan todos mil años, repite, besando las manos de usted, su muy obligado servidor y capellán, – José M. de Navarridas.
IV
De Doña María Tirgo a su amiga Doña Juana Teresa. – (Incluida en la anterior)
Hoy, lunes 16.
Ya decía yo, mi amante amiga, que os habíais corrido con harta precipitación a celebrar el funeral, dando por verdaderas las primeras noticias que recibisteis. Os movió a ello sin duda vuestra gran piedad y el deseo de ayudar al buen viejo, con vuestro sufragio, en la reparación de su alma. No necesito decirte cuánto nos hemos alegrado de que viva el noble señor, y de que aún tengáis que sufrir alguna de sus impertinencias, propias de la edad. Mil y mil felicitaciones, amados Juana y Rodrigo, por la vuelta del pródigo D. Gastón. Pero se me ocurre que si continúa tu suegro en lo que llaman el teatro de la guerra… que teatro había de ser para mayor perversión… no esté su vida muy segura, pues allí fusilan a cada triquitraque, y a muerte natural le exponen además sus años cansados y las penalidades, ajetreos y hambres que ha de sufrir. Manda, pues, que se conserve todo lo que se preparó para las frustradas honras, catafalco, blandones y demás, y si por desgracia viniese con veras lo que antes vino con engaño, cumples disponiendo un ceremonial decoroso y modestito, evitando esa traída de señores eclesiásticos, buena cosa para una vez, como demostración de la nobleza y poderío de tu ilustre casa.
Las niñas me encargan os exprese su alegría por esta felicidad de la resurrección del caballero. Las pobrecitas lloraron por su falsa muerte, y ahora no caben en sí de satisfacción: le querían, le quieren; se encantaban oyéndole cuando aquí estuvo con vosotros, y celebraban el recreo y finura de su conversación y su especialísimo donaire para obsequiar a las damas, cualidad en que nadie le iguala debajo del sol. «¡Viva Don Beltrán! – clamaban Demetria