– ¡Ay Isidoro! – dijo mi ama. – Yo procuro siempre hacerlo lo mejor posible para que no te enfades ni me riñas; pero tanto miedo tengo a que me reprendas que en la escena tiemblo desde que te veo aparecer. ¿Querrás creer una cosa? Pues cuando estamos representando juntos, hasta temo hacerlo demasiado bien porque si me aplauden mucho, me parece que tomo para mí una parte del triunfo que a ti sólo corresponde, y creo que has de enfadarte si no te aplauden a ti solo. Este temor, unido al que me causas cuando me amenazas por señas o me corriges con enojo me hace temblar y balbucir, y a veces no sé lo que me digo. Pero descuida que ya me enmendaré: no tendrás que echarme de tu teatro.
No oí lo que siguió a estas palabras, porque salí con un velón que exhalaba mal olor; al volver noté que la conversación había variado. Isidoro permanecía en el sillón con indolencia y mostrando un gran aburrimiento.
– ¿Pero no vienen tus convidados? – preguntó.
– Es temprano. Veo que te fastidias en mi compañía – contestó mi ama.
– No; pero la reunión hasta ahora no tiene nada de divertida.
Isidoro sacó un cigarro y fumó. Debo advertir que el ilustre actor no gastaba tabaco por las narices, como todos los grandes hombres de su tiempo, Talleyrand, Metternich, Rossini, Moratín y el mismo Napoleón, que si no miente la historia por abreviar la operación de sacar y destapar la tabaquera, llevaba derramado el aromático polvo en el bolsillo del chaleco, forrado interiormente de hules; y mientras disponía los escuadrones de Jena, o durante las conferencias de Tilsitt, no cesaba de meter en el susodicho bolsillo los dedos pulgar e índice para llevarlos a la nariz cada minuto. Por esta singular costumbre dicen que el chaleco amarillo y las solapas que cubrían el primer corazón del siglo, eran una de las cosas más sucias que se han señoreado de la Europa entera.
Farinelli también se atarugaba las narices entre un aria y un oratorio, y de ciertos papeles viejos que hemos visto, se desprende que el mejor regalo que podía hacer una dama enamorada, o un noble entusiasta, a cualquier músico, pintor o virtuoso italiano, era un par de arrobas de tabaco.
El abate Pico de la Mirandola, Rafael Mengs, [58] el tenor Montagnana, la soprano Pariggi, el violinista Alaí y otras notabilidades del teatro del Buen Retiro, consumieron lo mejor que venía de América en los regios galeones.
Perdóneseme la digresión, y conste que Isidoro no usaba tabaco en polvo.
V
Las diez serían cuando solemnemente entraron las dos damas de que antes hice mención. ¡Lesbia, Amaranta! ¿Quién podrá olvidaros si alguna vez os vio? Excusado es decir que iban de incógnito, y en coche, no en litera donde fácil hubiera sido conocerlas al indiscreto vulgo. Las pobrecillas gustaban mucho de aquellas reuniones de confianza, donde hallaban desahogo sus almas comprimidas por la etiqueta.
Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio, en las reuniones donde reinaba con despótico imperio la ley castiza, no ocurría cosa alguna que no fuese encaminada a producir entre los asistentes un decoroso aburrimiento. No se hablaba, ni mucho menos se reía. Las damas ocupaban el estrado, los caballeros el resto de la sala, y las conversaciones eran tan sosas como los refrescos. Si alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco; pero pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un minueto; entonces los amantes podían saborear las platónicas e ideales delicias que resultaban de tocarse las yemas de los dedos, y después de muchas cortesías hechas con música, volvía a reinar el decoro, que era una deidad parecida al silencio.
Nada tiene de particular que algunas damas de imaginación buscaran en reuniones menos austeras pasatiempos más acordes con su naturaleza, y aquí traigo a la memoria El sí de las niñas, que censurando la hipocresía en la educación, es una general censura de la hipocresía en todas las fases de nuestras antiguas costumbres. Todo anunciaba en aquellos días una fuerte tendencia a adoptar usos un poco más libres, relaciones más francas entre ambos sexos, sin dejar de ser honradas, vida en fin, que se fundara antes en la confianza del bien, que en el recelo del mal, y que no pusiera por fundamentos de la sociedad la suspicacia y la probabilidad del pecado. La verdad es que había mucha hipocresía entonces: porque las cosas no se hicieran en público, no dejaban de hacerse, y siendo menos libres las costumbres, no por eso eran mejores.
Lesbia y Amaranta entraron haciendo cortesías y gestos encantadores, que revelaban la alegría de sus corazones. Las acompañaba el tío de Amaranta, viejo marqués diplomático: pero antes de decir quién era éste, voy a referiros cómo eran ellas.
La duquesa de X (Lesbia), era una hermosura delicada y casi infantil, de esas que, semejantes a ciertas flores con que poéticamente son comparadas, parece que han de ajarse al impulso del viento, al influjo de un fuerte sol, o perecer deshechas si una débil tempestad las agita. Las que se desataron en el corazón de Lesbia no hicieron estrago alguno, al menos hasta entonces, en su belleza.
Parecía haber salido el día antes del poder de las buenas madres de Chamartín de la Rosa y que aún no sabía hablar sino de los bollos del convento, de las hormigas de la regla de San Benito y de los cariños de la madre Circuncisión. ¡Pero cómo desmentía esta creencia en cuanto comenzaba a hablar la muy picarona! En su lenguaje tomaba mucha parte la risa, con tanta franqueza y tan discreta desenvoltura, que nadie estaba triste en su presencia. Era rubia, y no muy alta, aunque sí esbelta y ligera como un pajarito. Todo en ella respiraba felicidad y satisfacción de sí misma; era una naturaleza tan voluntariosa como alegre, a quien ningún extraño albedrío podía sujetar. Los que tal intentaron principiarían por enojarla, y enojarla era echarla a perder destruyendo la mitad de sus encantos.
Entre las cualidades que hacían agradable el trato de Lesbia descollaba su habilidad en el arte de la declamación. Era una cómica consumada, y según conocí después, su talento sin igual para la escena no se reducía a los estrechos lienzos pintados de los teatros caseros, sino que tomaba más ancho vuelo, desplegándose en todos los actos de la vida. Siempre que se daba alguna función extraordinaria en cualquiera de las principales casas de la corte, ella hacía la mejor parte, y a la sazón Máiquez le enseñaba el papel de Edelmira en la tragedia Otello, que debía ponerse en escena en el teatro doméstico de cierta marquesa. Isidoro y mi ama estaban también designados para cooperar en aquella representación, anunciada como muy espléndida.
Lesbia era casada. Tres años antes, y cuando apenas tenía diez y nueve, contrajo matrimonio con un señor duque que se pasaba el tiempo cazando como un Nemrod en sus vastas dehesas: venía alguna vez a Madrid hecho un zafiote para pedir perdón a su mujer por las largas ausencias, y jurarle que tenía el propósito de no disgustarla más, viviendo lejos de ella. Sin que nadie me lo diga, afirmo que Lesbia se quejaría con su dulce vocecita; pero cuidando de no esforzar su queja en términos que pudieran decidir al duque a cambiar de vida.
Amaranta era un tipo enteramente contrario al de Lesbia. Ésta agradaba; pero Amaranta entusiasmaba. La apacible y graciosa hermosura de la primera hacía pasajeramente felices a cuantos la miraban. La belleza ideal y grandiosa de la segunda causaba un sentimiento extraño, parecido a la tristeza. Pensando en esto después, he creído que la singular estupefacción que experimentamos ante uno de estos raros portentos de la hermosura humana, consiste o en creencia de nuestra inferioridad o en la poca esperanza de poseer el afecto de una persona, que a causa de sus muchas perfecciones, será solicitada por sin número de golosos.
Entre las mujeres que he visto en mi vida, no recuerdo otra que poseyera atracción tan seductora en su semblante, así es que no he podido olvidarla nunca, y siempre que pienso en las cosas acabadas y superiores, cuya existencia depende exclusivamente de la Naturaleza, veo su cara y su actitud como intachables prototipos que me sirven para mis comparaciones. Amaranta parecía tener treinta años. La gloria de haber producido a aquella mujer te pertenece en primer término a ti, Andalucía, y después a ti, Tarifa, fin de España, rincón de Europa donde se han refugiado todas las gracias del tipo español, huyendo de extranjera invasión.
Con