– ¡Qué tonta eres! – dije con petulancia. – Eso pasa en las cosas que se ven y se tocan; pero, chica, lo que se piensa y lo que se siente es otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
– Estás lucido, sí – repuso Inés. – Todo debe ser así mismamente. Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se te antoje. ¡Ay!, chico: el corazón tiene también… pues… su ley, y todo lo que pensamos con nuestra cabecita, va según lo que debe ser y está mandado.
– ¿Pero di, chiquilla, de dónde sabes tú todo eso? – le pregunté.
– ¿Pero esto es saber? – respondió con naturalidad. – Pues esto lo sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.
– ¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros, con los cuales te vas a hacer doctora por Salamanca.
– No, hijito; no he leído más libros, fuera de los de devoción, que D. Quijote de la Mancha. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor: sólo que aquél tenía alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas.
Inesilla no dijo más. Yo callé también, porque a pesar de mi petulancia, no pude menos de comprender, que las palabras de mi amiga encerraban profundo sentido. ¡Y la que así hablaba era una modistilla! Ridete cives.
– Lo que yo sé – dije al fin, sintiendo en mí un vivo arrebato de afecto – es que te quiero, que te amo, que te adoro, que me subyugas y dominas como a un papanatas, que eres una divinidad, y que juro no hacer cosa alguna sin consultarte. Adiós, reinita: mañana te diré lo que se me ocurra esta noche. Quién sabe, quién sabe, si llegaremos a ser… ¿Por qué no? Es preciso estar dispuesto, porque la escalera de los honores es penosa, y si uno se rompe la crisma, como dices…
– Siempre quedará la del cielo – me dijo inclinando otra vez la cabeza sobre la costura.
– Tienes cosas que me hacen estremecer. Adiós, Inesilla, luz y pensamiento mío.
Dicho esto, me despedí de ella y salí. Al abandonar la casa la sentí cantar, y su armoniosa voz se mezclaba en extraña disonancia con los ecos de la flauta que tañía en lo interior de la morada el buen D. Celestino. Siempre que salía de allí, mi espíritu experimentaba un reposo, una estabilidad, no sé cómo expresarlo, una frescura, que luego destruía el trato con personas de diversa condición. De esto hablaré en seguida; mas ante todo me cumple manifestar que Inesilla tenía razón al burlarse de mis locos proyectos. Es el caso que como a todas horas oía hablar de personajes nulos, a quienes el cortesano elevó a honrosas alturas sin mérito alguno, se me antojó que la Providencia me reservaba, como en compensación de mi orfandad y pobreza, [46] una de aquellas repentinas y escandalosas mudanzas que por entonces ocurrían en nuestra España; y de tal modo se encajó en mi cerebro semejante idea, que llegó a ser artículo de fe. Me hallaba por más señas en la edad en que somos tontos. No todos poseen el don de saber las cosas desde hace mil años, como Inesilla.
Ahora verán Vds. la serie de circunstancias que llevaron mi necia credulidad al último extremo. Para esto tengo que dar a conocer a otras personas, a quienes espero recibirá el lector con gusto. Hablemos, pues, de teatros.
IV
El del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de ópera, dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la de Prado eran las dos damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde tenía el pedestal de su inmensa gloria y no se tomó el trabajo de instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los papeles de primera dama, desempeñando aquélla el de Clitemnestra, en el Orestes, el de Estrella en Sancho Ortiz de las Roelas y otros. La segunda se distinguía en el de doña Blanca, de García del Castañar, y en el de Edelmira (Desdémona), del Otello.
La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su tiempo por la Malibrán.
Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid; rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado con los hombres que hacían reír o llorar a la corte entera.
Y no piensen ustedes que sólo alternaba con los cómicos; gente que entonces no era considerada como la nata de la sociedad; también me veía frecuentemente en medio de personajes muy ilustres, de los que menudeaban en los vestuarios; no faltando en tales sitios alguna dama tan hermosa como linajuda de las que no desdeñaban de ensuciar su guardapiés con el polvo de los escenarios.
Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien, no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas mujeres emplearé nombres convencionales.
Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara un hermoso tapiz en que estaban representadas dos lindas pastoras. Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron: «Estas son las dos hijas de Artemidoro: Lesbia y Amaranta». He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector. Haz cuenta que siempre que diga Lesbia, quiero significar a la duquesa de X, y cuando ponga Amaranta, a la condesa de X. Con este sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos diosas de mi tiempo.
En cuanto a su hermosura, todo lo que mi descolorida pluma pueda expresar será poco para describirlas, porque eran encantadoras, especialmente la condesa de… digo, Amaranta. Ambas tenían gusto muy refinado por las artes, protegían a los pintores, aplaudían y obsequiaban a los cómicos, ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido, coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco, introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París, se hacían llevar en litera a la Florida, merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe Hillo, acontecida en 1803.
Nada tiene de extraño, pues, que su misma vida, la tumultuosa ansiedad de novedades y fuertes impresiones que las dominaba, fuesen parte a lanzarlas en un dédalo de aventuras, tales como las que voy a contar. Las pobrecillas no sabían otra cosa, y puesto que habían perdido cuanto la rancia educación española pudo haberlas dado, sin adquirir nada que llenase este vacío, no debemos culparlas acerbamente. Alguno quizás las culpe, y con razón aunque por otras cosas; pero ¡ay!, eran… lindísimas.
Una tarde mi ama salió de muy mal humor del teatro. Isidoro la había reprendido no sé por qué, y aquí debo advertir que el sublime actor trataba a sus subalternos como si fueran chiquillos de escuela. Al llegar Pepita a su casa me dijo:
– Prepara todo, que vendrán a cenar las señoras Lesbia y Amaranta.
El preparar todo, consistía en azotar un poco los muebles de la sala para limpiar el polvo, o mejor dicho, para que el polvo variara de sitio; en echar aceite en los velones; en comprar la prima para la guitarra si le faltaba; en llamar a D. Higinio para que afinase el clave;