– Pues callaremos: no deseamos saber nada, señor marqués – dijo Máiquez, comprendiendo que el mejor medio para mortificar al buen viejo consistía en no preguntarle cosa alguna.
Hubo un momento de silencio. El marqués, contrariado en su locuacidad, no cesaba de engullir, entablando relaciones oficiosas con un capón, e impetrando para este fin los buenos oficios de una ensalada de escarola, que le ayudaba en sus negociaciones. Mientras tanto se deshacía en obsequios con mi ama, y sus turbios ojos, reanimados no sé si por el vino o por el amor, brillaban entre los arrugados párpados y bajo las espesas cenicientas cejas que contraía siempre en virtud de la costumbre de leer la vieja escritura de los memorandums. La González no decía tampoco una palabra, y sólo ponía su reconcentrada atención, aunque sin mirarlos, en los dos amantes, mientras que Amaranta, agitada sin duda por pensamientos muy diferentes, no miraba a Isidoro ni a Lesbia, ni a mi ama, ni a su tío, sino… ¿tendré valor para decirlo?, me miraba a mí. Pero esto merece capítulo aparte, y pongo punto final en éste para descansar un poco.
VII
Sí, ¿lo creerán Vds.?, me miraba, ¡y de qué modo! Yo no podía explicarme la causa que motivaba aquella tenaz curiosidad, y si he decir verdad como hombre honrado, aún no he salido de dudas. Yo servía a la mesa, como es de suponer, y no pueden ustedes figurarse cuál fue mi turbación cuando advertí que aquella hermosa dama, objeto por parte mía de la más fervorosa admiración, fijaba en mí los ojos más perfectos, que, según creo, se han abierto a la luz desde que hay luz en el mundo. Un color se me iba y otro se me venía; a veces mi sangre toda corría precipitadamente hacia mi semblante poniéndome encendido, y a veces se recogía por entero en mi palpitante corazón, dejándome más pálido que un difunto. Ignoro el número de fuentes que rompí aquella noche, pues las manos me temblaban, y creo que serví de un modo lamentable, trocando el orden de los platos, y dando sal cuando me pedían azúcar.
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