«Hace tiempo – dijo D. Beltrán, – que a mí llegó la fama, no sólo de su santidad, sino de su vivo entendimiento.
VI
– Me contaron – añadió Joreas, – que otra más leída y escrebida no la hubo nunca en aquel sacro monasterio, más antiguo que las Tablas de la Ley, pues lo hicieron en cuantico que empezó la cristiandad, hace unas docenas de miles de años. Oí que Sor Marcela pasmaba a todos con sus latines hablados por gramática, y que a verla iban el arcipreste de Mequinenza, el abad de Veruela y muchos calonges y prestes de Huesca, Tarragona y hasta de Aviñón, que es la Roma de esta parte de Francia.
– Me consta – dijo el Epístola, – porque lo he visto y leído en parte, que escribió un lindo poema sobre el milagro de los Corporales de Daroca, y también conozco unas quintillas a la Transfiguración del Señor. Sé que de diversas partes iban personas eruditas a consultar con ella puntos graves de moral, de filosofía o de religión, y que el meollo de sus sentencias era el asombro de cuantos la oían. En el monasterio, con ser ella de las monjas más jóvenes, considerábanla como autoridad, y como a vieja la respetaban. En los principios de la guerra, dicen que llamó a D. Ramón para iniciarle a no emplear medios de crueldad, y lo mismo hizo con Nogueras. El general Mina la visitó, y también fueron a platicar con ella en el locutorio Masgoret y Tristany. Pero el año que acaba de pasar, allá por Septiembre, si no recuerdo mal, cuando Maroto vino a mandar en Cataluña, que más valía que no viniera, la partida de Llarch de Copons y la de otro cabecilla que llaman Camas Crúas, bajaron huidas de la parte de Lérida, donde Gurrea les pegó de firme; tomaron la vuelta de Benabarre y Albalate para pasar el Cinca, y con el furor que traían cometieron mil desmanes, saqueando las aldeas y arrasando cuanto encontraban. Incendiados por estos bárbaros el claustro alto y aposentos capitulares de Sigena, salieron dispersas las señoras monjas, como las abejas cuando les ahúman la colmena. Cada religiosa tiró por su lado, buscando el amparo de otros conventos o de casas honestas; y Sor Marcela, a quien se creyó muerta o extraviada, apareció en una ermita solitaria de la Sierra de los Monegros, vestida con un saco al modo de penitente, el cabello suelto, como pintan a la Magdalena, sólo que más corto; los pies descalzos, una cuerda a la cintura; y diz que iba predicando a los pastores y gente rústica para que se apercibiesen a la guerra en nombre de Cristo, peleando contra los dos ejércitos, cristino y carlino, según ella legiones de Satanás, que quieren dominar la tierra y establecer el imperio de la injusticia.
– ¡Vaya con la sabia!… – dijo D. Beltrán. – Pues no me parece descaminada su locura, o más bien, creo que debajo de ese desvarío se esconde la misma discreción… Y díganme ahora, señores escarmentados: ¿qué tal cariz tiene la monjita? ¿Es su rostro de buen ver? Su facha y apostura, ¿responden a la hermosa raza de los Lucos?
– Señor – dijo el Epístola con extremos de admiración, – es mujer de tanta gallardía y belleza, que aun con aquel desavío de penitente, da quince y raya a las señoras más bien aderezadas. Y no diré yo que el empaque de santidad a lo anacoreta, como figura de retablo, la desfavorezca, que más bien me inclino a creer que su traje, al modo de mujer de la Biblia, hace lucir más todo aquel contorno de cuerpo que no tiene semejante, pues no ha visto usted escultura que pueda comparársele».
En esto se alejó el Epístola, llamado por sus amigos, y Joreas hubo de completar las informaciones con un dato, que apuntó en la forma más descarnada y picante: «Este bribón de Epístola se calla lo mejor del cuento, señor, y es que, habiendo encontrado sola a la Marcela en un camino junto al Pueyo, la requebró de amores, uniendo a las palabras de solicitación las acciones atrevidas. Pero no contaba con el geniecico de la que él llama estatua de bulto. Arreole Doña Marcela tan fuerte bofetada, que le tiró al suelo, y cuando pataleaba para levantarse, con un madero, que unos dicen era cruz y otros una tranca, le dio tales golpes en la cabeza, que, si no acuden a la defensa del chico los compañeros que por allí cerca andaban, la santa habría dado cuenta del Epístola y del mismo Evangelio, si así se llamara este pillo.
– ¿Qué me cuentas? ¡Sobre la sabiduría, ese tesón, ese poder!… Vamos, que ya rabio por conocer a ese prodigio; y si no tuviera precisión de verla para que me informe de ciertos asuntos de su padre que me interesan como los míos, sólo por apreciar sus méritos, y admirarlos en lo que mi corta vista me lo permita, iría en su busca».
Lo último que dijeron Joreas y el Epístola, al despedirse para continuar hacia Zaragoza, fue que la Marcela penitente andaba por aquellos meses en el Desierto de Calanda o en tierra de Alcañiz. Observó Don Beltrán, al quedarse solo reflexionando en lo que veía y oía, que desde que llegó a Fuentes de Ebro todo le anunciaba la entrada en el reino de lo excepcional y maravilloso. Nada era ya común ni vulgar. Personas y cosas traían la impresión de un mundo trágico, el cuño de una poesía ruda y libre, emancipada de toda regla. No sentía más el buen señor que ser tan viejo y andar tan mal de la vista: que si él tuviera treinta años menos y sus ojos bien listos, había de serle muy grato el ver y tocar de cerca un mundo que de modo tan peregrino quebrantaba las rutinas sociales. También le contrariaba mucho su escasez de dineros; mas como los fines de su viaje no eran otros que proveerse del precioso metal, a quien amaba más que a las niñas de sus perdidos ojos, la esperanza de alcanzarlo y poseerlo le alentaba.
Salió en su hermoso caballo, marchando a retaguardia de la columna, y gran parte del camino fue al estribo, si así puede decirse, del carro en que con una señora capitana y otras dos mujeres iba Salomé Ulibarri; y por no desmentir su índole caballeresca y hábitos de sociedad, no cesó de entretener a las cuatro hembras con frases galantes, de refinada gracia sin faltar a la decencia, y a todas festejaba por igual llamándolas hermosas, sin distinguir entre la belleza de la mujer de Mero y la fealdad repulsiva de la capitana, entre la desabrida juventud de la tercera y la vejez de la cuarta. Pero como él no veía bien, todas le parecían iguales, y por no haber allí género más noble y elegante, tratábalas como a damas de alta educación. Por dicha, la columna no encontró facciosos en el camino, y el viaje fue de los más felices, fuera de las molestias, del hambre, polvo y frío, que alguna tarde y mañana se dejó sentir, llegando el buen señor bastante molido a la ciudad del Compromiso, la noble Caspe.
Constante la fortuna en favorecer al caballero, encontró este en la histórica ciudad a su antiguo amigo D. Blas de la Codoñera, que allí era de los más pudientes, propietario de tierras y montes, padre de numerosa familia. Llevole a su casa, y le aposentó como a tan insigne caballero correspondía, tratándole a cuerpo de rey. Mucho agradecieron los asendereados huesos del buen Urdaneta la blandura de aquella cama, tan grande como la Colegiata, y las suculentas comidas y cenas con que le regalaron. Aún estaba la familia de luto por la muerte del hijo mayor, uno de los urbanos que fusiló Cabrera cuando entró a saco la ciudad en mayo del 35. La señora y señoritas de Codoñera no se hallaban exentas de la rudeza baturra: su habla carecía de finura; su educación, perfecta en lo moral y religioso, era muy rudimentaria en lo social. Con todo, D. Beltrán se hallaba en tal compañía muy a gusto, y se desvivía por corresponder con su exquisita urbanidad a los obsequios de la hidalga familia. Había sido el D. Blas constitucional templado hasta el día funesto de la entrada de Cabrera; pero desde tal fecha se trocó en furibundo patriota, enemigo acérrimo del obscurantismo y de las antiguallas que quería traernos D. Carlos. En la exacerbación de su sentimiento liberal, que ya era insano, llegaba hasta la impiedad y el volterianismo, abominando de la hipocresía, de la piedad extremada y hasta de las prácticas religiosas, con excepción del culto de la Virgen del Pilar. No pensaba abandonar a Caspe, pues ni él ni su familia tenían miedo; y como volviera Cabrera con su patulea de ladrones y asesinos, D. Blas se batiría en la muralla rodeado de sus hijos de ambos sexos: los chicos bien armados de fusiles, las niñas y la señora bien preparadas con piedras y ollas de agua hirviendo. Eran los hijos guapos, aunque abrutados, y tan liberalicos como su padre. A todos ellos pidió D. Beltrán noticias de la monja de Sigena, y los muchachos, que la habían visto y oído, se dividían en sus opiniones, pues mientras Rafael sostenía que era una mujer estrafalaria y medio loca, que ocultaba con las formas de penitencia sus ganas de corretear por el mundo, Pepe la tenía por hembra superior