– ¡Qué espanto! ¡No puedo oír esto! – murmuró D. Beltrán. —.. ¿De modo que el pobre Francisquín…?
– Bien pudo ser que estuviera entre los que quedaron para otro día. Nosotros seguimos con D. Ramón, que dio una batalla al general Palarea, en la cual no salimos bien. Nos retiramos ordenadamente hacia Liria. Sé que en Villar del Arzobispo fusilaron el sobrante de Chiva, menos unos cuantos que fueron llevados prisioneros a Beceite y de allí a Cantavieja. Tengo por muy probable que entre esos esté Francisquín Luco.
– Dime, Sanchico – preguntó Baldomero. – ¿Estuviste tú en lo de Alcotas? Porque allí pasaron por las armas a un primo mío, cabo primero en el regimiento de Ceuta.
– Aquel día estaba yo en Torrijas, a donde se nos mandó para pegar fuego al pueblo, después de fusilar al alcalde porque no suministró las raciones que se le pidieron. Al volver al Cuartel general supe lo de Alcotas. Fue que a D. Ramón le llevaron el soplo de que estaban allí los de Ceuta… Corre allá: los de Ceuta habían salido del pueblo; les sigue, les alcanza, les envuelve.
– Capitularon cuando se les concluyeron los cartuchos… Así lo oí… Y el tigre les dio palabra de respetar las vidas.
– Pues el no cumplir fue porque el Padre Escorihuela llevó el cuento de que los de Ceuta habían hecho el entierro de Cabrera, en chanza, cantándole responsos por las calles de Alcotas, y que en la iglesia hicieron burla de los santos. Como D. Ramón tenía el alma requemada por lo de su madre, les mandó fusilar. Eran ciento cuarenta y cinco.
– Les confesarían antes – dijo Urdaneta, que había recobrado su actitud de momia egipcia, y adormecía su pensamiento en una resignación filosófica no exenta de humorismo.
– El mismo Padre Escorihuela que le contó al General las picardías de los capitulados, se puso a confesarles de prisa y corriendo. Pero como D. Ramón quería llegar de día a Manzanera y no sobraba el tiempo, no confesaron más que los oficiales… los soldados no.
– Dime tú, Sanchico – preguntó D. Beltrán inmóvil. – Cuando pasaban esas cosas, ¿no caían del cielo rayos y centellas que hicieran polvo a ese padre Estercolera, o como quiera que se llame?
– De eso de caer rayos nada sé: yo no estaba presente, señor. Mi partida se incorporó a Quílez, que nos llevó a tierra de Monreal, cerca de Daroca, donde derrotamos a los Voluntarios de Soria, mandados por Valdés.
– ¿Y a cuántos fusilasteis?
– Cayeron treinta y tres Oficiales y diez miñones.
– Bien, hijo, bien. ¿Y hay todavía humanidad, género humano quiero decir, en esa condenada tierra?
– Fuera de los que combaten, señor, por ver quién reina, hombres, ninguno hay; mujeres y caballerías, pocas.
– Ahora que hablamos de mujeres: mi amigo y protegido Juan Luco, además de sus tres hijos varones, tenía una hija.
– Que es monja penitente; no sé… De esto le noticiará Joreas, que, como de Rubielos, conoce a toda la familia…».
Diciendo esto, Sanchico miraba con recelo a un hombre que entró a dar pienso a dos caballerías. A la mortecina luz del candilejo que alumbraba la anchurosa cuadra de negro techo festoneado de telarañas, apenas se distinguía el rostro del tal sujeto; pero el chico debía de conocerle y temerle, porque al verle pasar cerca, en dirección de una de las puertas, se tiró boca abajo sobre la paja, haciéndose el dormido. Pasado el susto, el muchacho se incorporó diciendo: «Es mi padre, José Sancho, que anda al servicio de un señor italiano, muy rico y principal. Llegó esta mañana, y cuando le vi no supe dónde meterme, de la vergüenza que me daba… y del miedo, porque mi padre, al saber que yo me había ido a la facción, dijo que si no me mataban en la guerra, me mataría él cuando me encontrase, por haberle deshonrado… que a deshonra le sabe el ver a un hijo suyo debajo de la bandera de Carlos V».
IV
Ya tenía D. Beltrán la palabra en la boca para pedir más referencias de aquel señor extranjero, cuyo nombre y diplomático carácter no le eran desconocidos, cuando se armó un gran tumulto al otro lado de la cuadra. Empezaron peleándose dos, se enredaron luego cuatro, dándose morradas y coces; la querella habría pasado quizás a mayores, si no intervinieran Baldomero Galán y dos sargentos que a la sazón entraron, los cuales, sacudiendo de plano, y deshaciendo a tirones el racimo que formaban los contendientes, restablecieron el orden. A unos les hicieron salir, a otros arrojáronles sobre la paja, y ya no se oyó más que el resoplido de las cóleras sojuzgadas. «Es la de todos los días – dijo Baldomero volviendo al lado de D. Beltrán, – la cuestión entre Cabreristas y Nogueristas. Unos dicen y sostienen que la madre de Cabrera estuvo bien fusilada, como castigo de ese tigre sanguinario, y otros que no, que el haberla matado sin culpa de ella ha traído esta situación tan fratricida. Ya les hemos aplacado los humos; y como repitan, se mandará dar un recorrido de palos, para que callen y nos dejen en paz.
– Y ahora, señor, que tenemos algún sosiego – dijo Saloma, – haga por dormirse, que ya es tarde, y todos necesitamos cobrar fuerzas para el ajetreo de mañana.
– Procuraré seguir tu sabio consejo – replicó el anciano, tomando postura cómoda y cubriéndose bien de nariz para abajo. – Pero dudo que pueda coger un buen sueño, pues ahora me doy a cavilar si ese señor italiano será o no será quien yo me figuro: uno que de Madrid y Nápoles fue comisionado al Cuartel de D. Carlos para tratar de un arreglo que pusiese fin a estos horrores. No me acuerdo del apellido de ese sujeto, pues ya no hay nombre que quiera guardarse en la jaula deshecha de mi memoria; pero me da el corazón que es el mismo de quien tuve noticia por cierto caballerito que conocí y traté caminando hacia Villarcayo. Lo primero que has de hacer mañana es llegarte a Sancho y sonsacarle todo lo que de su señor quiera decirte: te informas de si va para Zaragoza, o para Levante, pues en este caso me convendría su amistad, que de seguro irá el hombre bien pertrechado de pasaportes. Y no sería malo que tú, tan despabilada y francota, te fueras a él, metiéndote en su cuarto, si es que lo tiene, con el pretexto de saber cuándo se va para ocuparlo yo, y una vez metida le dijeses quién soy, y como me veo en estas estrechuras impropias de mi nobleza…».
Prometiole la hermosa navarra conquistarle al italiano, y a toda la Italia si fuese menester; y en aquel punto, Galán, que había salido a recorrer los alojamientos de los soldados, volvió diciendo que corría por el pueblo el notición de la muerte de Cabrera. Sobre esto hicieron los tres comentarios prolijos, conviniendo en que si resultaba cierto, sería gran merced de Dios, apiadado al fin de la pobre España. Y ya no pensaron más que en dormir lo que pudiesen, cosa no fácil, por los ruidos que a cada instante en el ancho local se levantaban, así de inquietudes de animales como de personas, y por los feroces ronquidos de algunos durmientes. Pudo vencer D. Beltrán la molestia que estos le causaban; y cuando ya iba cogiendo el sueño, le despabilaron las voces de un condenado hombre que, sentado en el suelo, en postura turquesca, junto a la pared, solo, parecía rezar en alta voz con plañidera monotonía desesperante.
«¿No podríamos conseguir – dijo D. Beltrán entre suspiros, – que ese demonio de hombre se fuese a rezar a la calle? Si se va por una peseta, dásela, Saloma.
– Es el pobre Muel – dijo condolido Galán, – que de ver morir a tres de sus hijos, fusilados en Alventosa, se ha vuelto loco, y se pasa la vida predicando por estos caminos en canto llano.
– Alventosa… ya sé… es en tierra de Rubielos. Alguna de las propiedades que vendí a Luco allí están… Creo que fue un espanto la matanza que ordenó y ejecutó ese bribón del cura Lorente.
– Fusiló setenta y siete hombres y un niño de diez años, hijo de un capitán. Eran del regimiento de Extremadura, donde yo he servido. Les cogieron el Royo y