Atacado de una locuacidad que no podía contener, enjaretaba cláusulas sin el debido enlace entre unas y otras. Como los ancianos no decían una palabra ni comían, pidioles cuenta D. Beltrán así de su silencio como de su falta de apetito, y el uno de ellos respondió que delante de tan gran señor no era decente que ellos, infelices mendigos, hablasen ni comiesen. Replicó a esto el afable aristócrata, que ante Dios, Padre común del género humano, todos los hombres eran iguales, y que, pues allí les reunía el acaso, no se acordasen de vanas categorías. Si ellos eran pastores, ¿qué oficio y estado superaba en nobleza y antigüedad al de conducir rebaños? Pastores fueron los patriarcas en aquel pueblo que Dios llamó suyo; pastores fueron los primeros que adoraron y reconocieron al Redentor del Mundo en Belén, y este había representado su misión debajo del simbolismo de un pastor del gran rebaño de la Humanidad. A esto replicaron los vejetes que no eran ellos pastores, y que usaban aquellos pellejos, y los peales y zurrón por ser el traje más adecuado a la frialdad del tiempo y a la fragosidad del país.
«¿Pues qué sois? – dijo el prócer, suspenso, preparándose a probar de un queso que le ofrecían.
– Nuestro oficio es el de sepultureros; sólo que ya hemos dejado aquel empleo tan humilde por acompañar y seguir a la divina Marcela.
– ¡Hombre, hombre… sepultureros, enterradores! – exclamó Urdaneta con asombro. – Pues también es ocupación noble, antiquísima como el mundo, pues desde que hubo vida, hubo muerte. Y oficio santo además, que en él se cifra una de las obras de Misericordia. Muy bien, muy bien, pobrecitos. Me agrada vuestra compañía. Enterrar los muertos es noble misión. Dios manda que, después de recoger Él el alma, se dé a la tierra lo que le pertenece. ¿Y quién sabe si revivirá algo de lo que habéis soterrado? No todo lo que entra en la tumba es muerte. La fosa recoge también la vida, para sustraerla a la codicia y al latrocinio… Y difuntos aparentes habréis sepultado, que volverán a la vida y… Pero de estas filosofías no entendéis vosotros… Y dime otra cosa: desde que os encontré, tú solo hablas. ¿Por qué no hemos oído la palabra de tu compañero?
– Porque se le traba la lengua, y no quiere que le oigan…
– Es tartamudo… mudo quizás. Ya sabe Marcela lo que hace, rodeándose de hombres callados, silenciosos, y cuando no, discretos como tú… Pero no perdamos más tiempo y pongámonos en camino.
Levantose ágil, sin esfuerzo, con sorpresa de todos, y emprendieron la bajada al camino, al llegar a este se despidió del amable militar, que deseándole un regreso pronto y feliz, le dijo: «Ya ve el Sr. D. Beltrán cómo va resultando lo que anuncié. Edad Media, pura Edad Media… Supongo que le veremos esta noche por Alcañiz, y ya nos contará, ya nos contará… Quiera Dios que no tenga un mal encuentro… Es posible que pueda ir y volver felizmente, porque no hay noticias de que ahora anden por aquí partidas. Abur. A Sor Marcela le da usted expresiones de mi parte, y que se deje ver… De buena gana me ajustaría yo en su cuadrilla de sepultureros, si supiera que tocaban a desenterrar… lo que usted sabe. Adiós».
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