– Si fuéramos a hacer un análisis – manifestó Salvador, – de todo lo que ha pasado entre nosotros desde el año 13, asignando a cada uno la parte de responsabilidad y de culpa que le corresponde, creo que todos quedaríamos muy mal parados. Bien sé que hay culpas completamente irreparables en el mundo, y ofensas que no se pueden perdonar. Así, mal que le pese a nuestro flamante parentesco, no podemos ser nunca amigos. Pero…
– ¿Pero qué?
– Pero debemos extinguir hasta donde sea posible nuestros odios, considerando que hay un tercer culpable a quien corresponde parte muy principal de esta enorme carga de faltas que tú y yo llevamos…
Navarro no le dejó concluir la frase; se levantó y alargando la mano como en ademán de tapar la boca a su hermano, gritó de este modo:
– No la nombres, no la nombres, porque volveremos a las andadas… Has puesto el dedo en la herida de mi corazón, que aún mana sangre y la manará mientras yo viva… ¡Desgraciado de ti, que al ponérteme delante no puedes excitar en mí la clemencia de la fraternidad sin excitar al mismo tiempo el bochorno de la deshonra! ¿Cómo he de acostumbrarme a ver con sentimientos cariñosos a la misma persona a quien he visto siempre con horror?… Déjame en paz. Ya sé que no te puedo matar. Esto basta para ti y para mí. Márchate.
Se quedó tan ronco que sus últimas palabras apenas se entendían… Después de hablar algo más con ronquidos y manotadas, pudo hacerse oír nuevamente.
– Aguarda… La úlcera de mi vida, lo que me ha envenenado el cuerpo y ha trasformado mi carácter haciéndole displicente y salvaje, ha sido mi deshonra. Este puñal, Dios poderoso, ¡cuándo se desclavará de mis entrañas!… ¡Este cartel horrible que en mi frente llevo, cuando caerá!… Soy un menguado, porque no he sabido castigar. ¡He cortado las ramas y he dejado crecer el tronco! Pero el tronco caerá: ese es mi afán, esa es mi locura… Bien sabes que la infame – añadió expresándose con mucha rapidez en voz baja, – lejos de corregirse, progresa horriblemente en el escándalo… Me han dicho que tú también la desprecias… Pues bien, unámonos para castigarla… Merece la muerte… Castiguémosla y después… después seremos hermanos.
– Veo – dijo Salvador horrorizado – que estás tan enfermo de alma como de cuerpo. No me propongas tales monstruosidades. Estás demasiado embebido en los hábitos y en las ideas del guerrillero para pensar razonablemente.
Al furor sucedió el abatimiento en la irritable persona de Carlos, y por largo rato no dio señales de vida. Salvador le dijo:
– Renuncia a toda idea de violencia y asesinato. Pensando en un castigo imposible, te envenenas el alma. Renuncia también a la agitación de la política y no conspires, no seas instrumento de ambiciones de príncipes. Retírate a nuestro pueblo, busca en la paz la reparación que necesitas y cúrate con la medicina del olvido.
– ¡Retirarme al pueblo!… – exclamó Carlos alzando los ojos para mirar de frente a su hermano. – ¿Para qué? ¿para sentir más el horrible vacío de mi alma y la soledad en que vivo? La agitación de estas luchas civiles y el afán de hacer algo por una causa justa, me distraen haciéndome llevadera la vida; pero la soledad del pueblo me abate y entristece de tal modo que si yo pudiera llorar, lloraría sobre los muros de mi casa desierta. Si al menos encontrara allí familia, algún pariente, amigos, antiguos criados… pero no; nadie. Mi casa parece un panteón; y las calles de la Puebla repiten mis pasos como ecos de cementerio. Los recuerdos son allí mi única compañía, y los recuerdos me asesinan.
– Lo mismo me pasa a mí – exclamó Salvador. – Sin familia, solo, privado de todo afecto, parece que estoy condenado, por mis culpas, a vivir sobre el hielo. También yo he visitado hace poco nuestra villa y se me han caído las alas del corazón al verme forastero en mi pueblo natal.
– A mí me perseguían de noche no sé qué sombras que salían de aquel negro caserío. Todos los perros del pueblo me ladraban ¡mil rábanos! con furia horripilante.
– También a mí. Encontré algunas personas y me reconocieron; pero me miraban con mucho recelo, como si fuera a quitarles algo.
– Me pasó lo mismo. Entonces conocí cuán triste es no tener a nadie en el mundo a quien confiar una pena del corazón, una alegría, una esperanza.
– Yo también. Y entonces me sentí viejo, muy viejo.
– Lo mismo yo. Y dije: «si yo tuviera junto a mí a un ser cualquiera, aunque fuese un niño, no saldría a los campos en busca de aventuras, ni me afanaría tanto porque reinase Juan o Pedro».
– Igual he pensado yo… Si algo me consolaba en aquella soledad lúgubre era el recordar cosas de la niñez. ¡Y las veía tan claras cuando pasaba por los sitios donde solíamos jugar, por el sitio donde estuvo la escuela, por el atrio de la iglesia y el puente, y casa del tío Roque el herrero…!
– Pues yo me pasaba las horas muertas reproduciendo en mi memoria aquellos días… ¡Cuántas veces me acordó de la pobre Doña Fermina tu madre! ¡Era tan buena!… ¿No se ponía a hacer media sentada junto a una puerta que hay a mano derecha como entramos en el patio?
– Sí, sí.
– Y me parece ver al Padre Respaldiza, contando chascarrillos, y a aquella Doña Perpetua que vivió más de cien años. Yo recuerdo que tu madre me agasajaba mucho cuando yo, jugando contigo y con otros chicuelos, me metía en el patio de tu casa. Me abrazaba, me besaba y me ponía sobre sus rodillas; pero yo me desasía de sus brazos para correr y subirme a un montón de vigas… ¿No había un montón de vigas en el patio?
– Sí, sí.
– ¿Y no tenía tu madre muchas gallinas?
– Sí.
– Un día reñimos por un pollo y nos dimos de bofetadas tú y yo. Otro día nos hicimos sangre a fuerza de darnos porrazos y quedamos como dos Ecce-homos… Después…
Navarro dio un gran suspiro diciendo luego:
– Parecía que estábamos destinados a una rivalidad espantosa por toda la vida… Un día, cuando ya éramos grandecitos, volvíamos de componer un aro de hierro en casa del tío Roque, y encontramos a Genara que salía de la escuela…
Aquí concluyeron los recuerdos. Como una luz que se apaga al soplo del viento, Navarro cerró la boca, apretó los labios fuertemente cual si quisiera hacer de los dos un labio solo, frunció las cejas haciendo de ellas como un nudo encargado de contener y apretar toda la piel de la frente, y descargó al fin la mano con tanta fuerza sobre el brazo del sillón, que a punto estuvo este buen inválido de saltar en astillas.
– Parece imposible – dijo después – que basten algunos años para que los ángeles se conviertan en demonios, y los hombres en fieras… Tú, oye… – añadió con altanería, – no hagas caso de mis habladurías… dígolo por si se me ha escapado alguna frase que indique disposición a perdonar, blandurillas de corazón u otra cosa semejante, indigna de mi carácter entero y de mi honor. Ella será siempre para mí el tormento y la mala tentación de mi vida, y tú… un hombre a quien no veo ni podré ver nunca sin violentísima antipatía. Haz aprecio de mi rara franqueza, ya que no puedas apreciar en mí otra cosa… ¿Quieres que te lo diga más claro? Pues lo mismo me quemas la sangre ahora que antes. Desconfío de tus palabras, desconfío de tus acciones, desconfío de nuestro parentesco, que bien puede ser tramoya inventada por ti, desconfío de tus arrepentimientos, y como ha de serte más difícil ganar mi voluntad que ganar el cielo, será bien que me dejes en paz y que no vengas acá con hermanazgos ni embajadas sentimentales, porque otra vez no tendré la santísima paciencia que ahora he tenido: ya me conoces, ya sabes mi genial. Esta enfermedad del demonio me ha echado cadenas y grillos; pero yo sanaré, con mil rábanos, sanará, y te juro que no habrá quien me sufra. ¿Has oído bien? no habrá quien me aguante… Las bromas que yo gasto pasan por barbaridades en el mundo… No me busques, pues, y yo te prometo que no te buscaré. Es todo lo que puedo hacer.
Diciendo