– Ya sé que conspiras, ¿pero por quién? – replicó Salvador riendo – ¿Por Cristina, por D. Carlos o por ambos a la vez?
– Tú me conoces, y sabes que con alas mías no ha de volar ningún murciélago. Me ha comprometido a explorar los ánimos de la gente liberal para saber en qué condiciones se podría contar con ella en caso de una guerra civil.
– Los libres – dijo el ayacucho con énfasis, – están y estarán siempre al lado de la Princesa, si a la Princesa le ponen por almohada en su cuna el mejor de los códigos.
El llamar libres a los liberales y el mejor de los códigos a la Constitución del 12 constituía, con otras muchas frases, un estilo especial que por largo tiempo prevaleció en todas las manifestaciones literarias del partido avanzado.
– Calle usted, hombre, por amor de Dios – dijo Aviraneta reprendiendo con un gesto la espontaneidad del capitán. – Los libres, como usted dice, y los liberales, como los llamo yo, están tan divididos que no oye usted dos opiniones iguales si habla con ellos. Hay multitud de tontos a quienes no se puede arrancar de la cabeza lo del mejor de los códigos; hay algunos solemnes pillos que por malicia y por tener poder ante la canalla, gritarán, si les dejan, constitución o muerte; hay el grupo de los anilleros o de los sabios, que reniegan de todo si no les dan las dos Cámaras con Carta, a la francesa, y aun creo que alguien quiere que haya tres Cámaras, por no parecerle bastante dos. Unos piden que haya mucha religión sin dejar de haber libertad, mientras los iluminados desean acabar con la gente de cogulla y quemar los conventos, para que suprimidos los nidos no haya miedo de que vuelvan los pájaros. Yo he tanteado aquí y allí y he encontrado asperezas que no es fácil suavizar, y antagonismos que no es posible vencer. Martínez de la Rosa, Toreno, Burgos y comparsa se niegan a todo lo que sea revolución, Palafox se aviene siempre con el parecer de Calvo de Rozas, y Calvo de Rozas, unido con Flores Estrada, ha hecho una constitución templadita. La quieren tanto, como buenos padres, que si no es preferida, dicen que no se cuente con ellos para nada. Romero Alpuente y los exaltados juran y perjuran que no hay más Constitución que la del 12 en todo el globo terráqueo, y que ellos la harán triunfar, pese a quien pese. Vamos, esta es una casa de fieras, y yo digo que convendría que estallase la guerra y viniesen grandes peligros para que entonces se unieran tantas voluntades y se llegara a un acuerdo en lo de la Constitución definitiva, aunque hubiese siete Cámaras y cuatrocientas alcobas.
– La Nación soberana – dijo el ayacucho hablando como hablaría Solón, – decidirá en su día lo que mejor convenga. Un pueblo libre no se equivoca.
– Con sentencias sacadas de las Gacetas, amigo Rufete, poco adelantamos. Yo veo que las divisiones son hondas, que el partido liberal, por estar disperso y perseguido, no tiene ya una idea fija y común sobre nada. El ejército, que antes era amigo de la Constitución del 12, ahora va donde le llevan, y es realista con el conde de España y templado con Llauder. Pues bien, en vista de este desconcierto, ¿no es patriótico intentar la reconciliación de todos los que aborrecen la tiranía? ¿Qué te parece, Salvador, no es patriótico, altamente patriótico?
– Me parece tan patriótico como imposible – replicó el interrogado.
– Conozco a mi país, conozco a mis paisanos, he pulsado teclas de conspiración en distintas épocas; sé el valor que tienen las ideas, insignificante junto al valor de las pasiones; sé muy bien que a los políticos de nuestra tierra les gobierna casi siempre la envidia, y que la mayoría de ellos tienen una idea, sólo porque el vecino de enfrente tiene la idea contraria.
– Pesimista estás – dijo Aviraneta severamente.
Luego se llevó el dedo a la boca con cierto aire solemne, y levantándose ordenó con una seña a sus dos amigos que le siguiesen, lo que hicieron de buen grado Rufete y Salvador, el uno por disciplina de conspirador y el otro por curiosidad. Atravesando una puertecilla que junto al mostrador había, pasaron a un cuartucho estrecho y oscuro, formado en el anguloso hueco de la escalera que a las terulias conducía. Un ruinoso banco ofreció durísimo y no muy limpio asiento a los tres individuos, y dábanle compañía algunas cafeteras de largo pico, cajas vacías, escobas y enormes cangilones destinados a usos distintos. Aquel era el laboratorio químico de donde salían las ingeniosas mezclas a qué debió su fortuna el amo del establecimiento (el cual, dicho sea de paso, era fervientísimo patriota); allí era donde se verificaba la multiplicación de las raciones de leche, gracias al agua que Dios crió; allí se fabricaba con diversas sustancias europeas y asiáticas el café de Moka, y allí las libras de azúcar se convertían en arrobas de la noche a la mañana, lo mismo que un quidam se convierte en ministro.
Sentáronse en aquello que más parecía nicho que cuarto, y como no tenían luz, no eran vistos de fuera y podían ver a todos los que desde el café subían a las regiones altas.
– Aquí podemos hablar cómodamente – dijo el guipuzcoano, – y explicaré mi idea sin que nadie se entere. Para poner remedio al grave mal que antes indiqué, he determinado fundar una sociedad secreta…
– Ya pareció aquello – dijo Salvador interrumpiendo con su risa el grave exordio de su amigo. – En eso habíamos de parar.
– Cállate, no juzgues lo que no conoces todavía… Una sociedad secreta que se llamará La Isabelina o de los Isabelinos.
– Insisto en mi opinión de que se llame de los Patriotas isabelinos – dijo el ayacucho, demostrando en su acento y en la tiesura de su mano enérgica la importancia que daba al bautismo de la sociedad proyectada.
– El nombre debe ser breve y sencillo.
– Ya tenemos el masonismo en planta – indicó Salvador, – con sus irrisorios misterios, sus fórmulas y necedades.
– No, no, hijo, aquí no hay misterios.
– ¿Ni iniciación, ni torres, ni orientes?…
– Nada de eso.
– ¿Ni vocabulario especial, ni mandiles?
– Nada, nada.
– No habrá más que el juramento de someterse intencionalmente a la soberanía de la Nación – afirmó Rufete.
– Aquí es todo corriente. No hay misterios. La sociedad trabajará en silencio, pero sin fórmulas masónicas, y nos llamamos por nuestros nombres, si bien en los actos y documentos adoptamos un signo convencional para designarnos.
– ¿De modo que la sociedad funciona ya?
– Se está formando. Todavía no hemos tenido una reunión total de asociados… ¿Cuántos hay en la lista, querido Rufete?
– Trescientos veinte y uno – dijo el ayacucho, que por lo visto desempeñaba las funciones de secretario.
– No se ha hecho nada todavía, no ha ido a provincias ningún comisionado. Se necesita uno de toda confianza y muy listo, que vaya a París y Londres a entenderse con los emigrados que quedan por allá y con otras personas residentes en el extranjero, y que no nombro porque no puedo nombrarlas.
– Ya… y ese correveidile que se necesita…
– Correveidile no, sino agente; ese agente que se necesita eres tú.
– Pues te juro – dijo Salvador de la manera más jovial, – que si la sociedad Isabelina o de los Patriotas isabelinos, como pretende el señor… y se me figura que lo pretende con razón…
– La idea del patriotismo – exclamó Rufete sin poderse contener, – es tan primordial, que debe ponerse al frente de todas las denominaciones, para que se grabe más y más en la mente del pueblo.
– Pues, decía – prosiguió el otro, – que si la sociedad espera para extenderse y prosperar a que yo sea su agente, llegará el Juicio final sin que de todos los frutos que el país y tú esperáis de ella.
Aviraneta meditaba, la mejilla apoyada en la mano. A cada instante se oían los pasos de los que subían por la escalera, y como esta era endeble y estaba tan cerca de las cabezas